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OPINIÓN

La hegemonía imposible según Cristina Kirchner

Cristina Fernández de Kirchner

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La vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner demostró en el último tiempo que posee mayor capacidad para el análisis antes que para las efectividades conducentes que debería provocar la acción política. Se siente más cómoda y en su zona de confort en las “clases magistrales” —como la que brindó el viernes en la Universidad Nacional de Río Negro— antes que en los escenarios barrosos de disputa política  —como la última Asamblea Legislativa—. Se mueve como un pez en el agua en las exposiciones de tinte académico, frente a públicos muy predispuestos al festejo de la chicana fácil, el golpe propinado por una indirecta hábil o los gestos con doble o triple sentido.

En Viedma se dedicó a reivindicar a los tres gobiernos kirchneristas anteriores y a criticar más o menos abiertamente al actual como si fuera una profesional del comentario político y no la vicepresidenta de la Nación.

El laberinto en el que se encuentra —y del que no se sale tan fácil “por arriba”— la conduce a una paradoja: al lamentarse recurrentemente de su propio Gobierno, no hace otra cosa que ratificar su dificultad para presentar una alternativa política. Cuando afirma “yo avisé”, elípticamente confiesa “no pude, no quise, no supe hacer nada para evitar las consecuencias”. Pareciera que invierte de manera abismal la famosa tesis: los políticos se han dedicado a transformar de diversas maneras el mundo, pero de lo que se trata es de comentarlo.

Al margen de sus contradicciones, el resultado no es neutral: si las denuncias  no se traducen en una orientación política diferente, operan inmediatamente como una “cobertura por izquierda” para la hoja de ruta que aplica el Gobierno. El diagnóstico sobre el deterioro del salario, el empleo precario, la inflación indomable, la espada de Damocles de la deuda, el látigo del Fondo Monetario Internacional o el problema fiscal se transforman en diatribas impotentes sin responsables claros, mientras la política real sigue su curso y profundiza las consecuencias gravosas que el mismo discurso denuncia. Ya sea de la mano del “caprichoso” Martín Guzmán o del ahora confiable “Sergio” (Massa).

Si se dejan al margen las filminas con pretensiones pedagógicas y las citas de autoridad que fueron desde el francés Montesquieu a la economista italiano-norteamericana Mariana Mazzucato, el tema que atravesó la exposición fue el gran problema “teórico” que apasiona al Frente de Todos: la interna. 

La sombra terrible del innombrable (Alberto Fernández) apareció cuando la vicepresidenta aclaró que ella sí podía mostrar en público su celular o cuando afirmó: “Miren, creo que he dado muestras de un pragmatismo cuando se trata de los intereses del país que bueno, ya no sé qué más debería hacer”. En el subtexto se leía: “He dado muestras de un pragmatismo extremo que hasta puse como candidato a Alberto Fernández”.

Un (des)trato muy diferente al recibido por Massa a quien se refirió en tres oportunidades por su nombre de pila (“Sergio”) y destacó que tomó “cartas en el asunto” por el “festival de importaciones” que en alguna otra conferencia había denunciado apuntando a uno de los tantos albertistas caídos en desgracia: Matías Kulfas.

En Casa Rosada festejaron —como premio consuelo— que no haya hablado de candidaturas y más explícitamente de la “terca” postulación de Alberto Fernández que es el blanco del kirchnerismo en la recta final hacia el cierre de listas. En el cristinismo celebraron que haya comenzado a mostrar las cartas de lo que creen que será un nuevo conejo que saldrá de la galera.

Hegemonía y consenso

Cuando hacia el final de la exposición, Cristina Kirchner introdujo la cuestión de la “hegemonía” comenzó a evidenciarse el tamaño de su esperanza.

La curiosidad teórico-política fue la oposición entre “hegemonía” (a la que agregó el adjetivo de “democrática”) a “consenso”, cuando una cosa presupone ampliamente la existencia de la otra.

La vicepresidenta afirmó que “se puede gobernar bajo dos formas: por hegemonía democrática, en un Estado constitucional, o por consenso… acordando las fuerzas políticas el modelo de país y hacia dónde vamos. Ahora, si no tenemos hegemonía democrática y tampoco tenemos consenso, «bueno papito, que te ayude tu hermano».

El concepto de hegemonía tiene un largo itinerario en el pensamiento político contemporáneo e incluso desde los tiempos de la Grecia antigua. No estuvo exento de un riesgo recurrente del que son víctimas las nociones con “demasiado uso”: que al intentar explicar todo, no expliquen nada. La hegemonía como mero ardid discursivo, como práctica cultural, como puro consenso sin coerción; la hegemonía como autonomía absoluta de la política, como pura manipulación mediática; el significante vacío y el vacío de un significado. La hegemonía como sinónimo de la simple articulación de un actor cualquiera en condiciones cualesquiera que le permiten atar con alambre por un breve periodo de tiempo lo que está estructuralmente quebrado.

Como definición general se puede afirmar que la constitución de una hegemonía tiene lugar cuando una clase dominante (o una fracción de clase) se torna dirigente. Es decir, logra esa combinación “virtuosa” de coerción y consentimiento porque, además, tiene la posibilidad de otorgar concesiones materiales a las clases sobre las que ejerce su hegemonía. Con estas condiciones consigue −por un periodo de tiempo− transformar sus intereses particulares en relativamente universales. (La hegemonía imposible, Capital Intelectual, 2022)

Es parcialmente cierto —como afirmó la vicepresidenta— que durante algunos años entre 2003 y 2015 existió una especie de hegemonía. Algunos consideran que tempranamente, en el año 2008, comenzó un proceso de desagregación de la coalición político-social que le había dado sustento. Como sea, todos coinciden en considerar definitivamente quebrada a la coalición en 2012 (las manifestaciones más contundentes fueron las rupturas de Hugo Moyano y de Sergio Massa que ganó las elecciones en la provincia de Buenos Aires en 2013).

El consenso sin hegemonía del que habló la vicepresidenta en Río Negro (deberíamos suponer que, además, sería menos “democrático” que la forma anterior) se parece mucho a los pactos entre las fuerzas políticas tradicionales y los factores reales de poder, un mecanismo al que Antonio Gramsci (que algo sabía de este tema de la “hegemonía”) bautizó como “parlamentarismo negro”.

No una articulación político-social para algún tipo de transformación, sino un acuerdo para rediscutir las condiciones de una deuda no “ideológica” que de cualquier manera hay que pagar; un compromiso para adaptar la orientación económica del país al “bimonetarismo” que se impone por su propio peso y un pacto para conseguir dólares a través de un extractivismo hardcore.

En síntesis, una nueva apuesta por el extremo centro que podrían expresar —con matices— tanto un “Sergio” (Massa) como un “Horacio” (Rodríguez Larreta). Con estas definiciones se entiende la “ferocidad” de la pelea con Alberto Fernández que no tiene su fundamento esencialmente en diferencias políticas: Cristina Kirchner considera que con la elección del actual presidente cometió un error personal y no conceptual. Eligió al hombre equivocado para la tarea correcta, erró en su forma de acertar. Por eso ahora propone hacer extremo centro, pero por otros medios.

La vicepresidenta postula un consenso no hegemónico para la supervivencia del sistema político y para evitar la tan temida “fragmentación” más allá de sus consecuencias sociales. Por eso Perú fue evocado en su discurso más por el peligro de la fragmentación política que por las posibilidades que abre la inédita movilización social. Una vez más, la crisis vista desde la perspectiva del orden y no como condición de posibilidad de otra cosa.

A 50 años del triunfo de Héctor Cámpora y con un Perón conciliador y unitario flotando en el ambiente politizado gracias al libro taquillero de Juan Manuel Abal Medina que lo puso a circular (Conocer a Perón. Destierro y regreso. Planeta, 2022), Cristina Kirchner postula un vidrioso consenso para el país de la hegemonía imposible.

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