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Más allá del imperativo monógamo

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En La creación del patriarcado, Gerda Lerner, pensadora feminista y comunista, una de las fundadoras en los Estados Unidos de la rama de estudios bautizada “Historia de las mujeres”, diagnosticaba la “inadecuación de los términos que describen las experiencias femeninas […] Sea cual sea el ámbito del saber en el que trabajemos, debemos afrontar la inadecuación del lenguaje y de los conceptos para la tarea que tenemos entre manos. Todas las filosofías y sistemas de pensamiento en que hemos sido educadas han ignorado o marginado a las mujeres. […] La manera en que está configurado el pensamiento abstracto y el lenguaje a través del cual se expresa sirve para perpetuar la marginación de las mujeres. Nosotras hemos tenido que expresarnos por medio del pensamiento patriarcal, reflejado en el lenguaje que hemos tenido que emplear. Es un lenguaje en el que se nos incluye en el pronombre masculino y en el que el término genérico para ‘humano’ es ‘hombre’”. Estamos en 1987.

Tres décadas más tarde, Brigitte Vasallo vuelve sobre el vínculo entre lo lingüístico y lo extra lingüístico en El desafío poliamoroso, publicado este mes por Editorial Paidós: “Este libro está escrito en femenino. Uso, más concretamente, el femenino genérico y el masculino intencional, el masculino como excepción, por una vez. Lo escribo así porque reclamo al mismo tiempo que la perspectiva masculina se visibilice como tal, más aún en una temática como la sexoafectiva que esta tan extraordinariamente mediada por cuestiones de género. […] Como decía Heidegger, no hablamos el lenguaje, sino que él nos habla. El debate sobre el masculino como género neutro pertenece a un mundo agónico sin futuro posible. Un mundo que muere matando, pero que muere. Si es masculino, no es neutro. Es masculino. Que se haya utilizado como genérico desde hace siglos no es por un acuerdo lingüístico, sino por la sencilla razón de que el mundo sobre el que se guardaban narraciones era masculino, literalmente. Pero si ese mundo ya no existe, no podemos seguir narrándolo como si existiese”.

En un país que durante enero tuvo un femicidio cada 23 horas, resulta imperativo repensar los vínculos sexoafectivos por fuera de un sistema basado en la exclusividad, la jerarquía y la competencia, en el que una de sus partes tiene habilitada la violencia simbólica y real para secundarizar a la otra, aislarla, dominarla, anularla. Incluso matarla.

Tenemos que cambiarlo todo, empezando por el sistema que nos vincula, la racionalidad que indica que nutrir un vínculo de pareja es más importante que mantener con vida el grupo de amigues, los lazos de fraternidad o sororidad; que la validación última de una existencia puede estar en tener pareja. ¿La salida es el poliamor? Probablemente no. La salida es, siempre, la emancipación. La libertad para pensar y crear nuevas maneras de vincularnos más allá de las etiquetas que nos inmovilizan y sujetan en estructuras de dominación. “El sistema monógamo, como el capitalista, el colonial o el patriarcal, como todos los sistemas que nos mantienen ligadas a estructuras de opresión y dolor, son promesas de felicidad. Si somos buenas, si seguimos las instrucciones, todo irá bien”.

Sabemos que no es cierto. Con el asesinato de Úrsula Bahíllo todavía en las primeras planas de los diarios, resulta difícil creer que una vida libre de violencias machistas es posible para las mujeres. A pesar del dolor y la bronca, de la incredulidad y la impotencia, por suerte tenemos a las Madres: “La única lucha que se pierde es la que se abandona”.

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