Joni se hunde en el vacío del azul
“Woodstock” es una de las canciones más famosas de Joni Mitchell. Es una balada desnuda y lenta, acompañada con un arpegio sencillo de piano y un coro intermitente de esos característicos de la primera Joni. La letra está escrita en primera persona, en un lenguaje simbólico y casi solemne: habla de Woodstock como el emblema de utopía, pero una utopía orientada hacia al pasado, la nostalgia de un paraíso perdido al que, al menos por unos días, se podía volver. Sin embargo, como contó ella misma varias veces, Joni Mitchell nunca estuvo en Woodstock. Estaba anotada para telonear a Crosby, Stills, Nash & Young, y tuvo toda la intención de ir: llegó, incluso, hasta el aeropuerto de La Guardia con su manager, David Geffen (que luego le inspiraría la canción “Free Man in Paris”). Sucede que Joni tenía que ir y volver muy rápido, para tocar en Nueva York en el show de Dick Cavett, un programa de televisión importante para los músicos de la época. A medida que fueron circulando los rumores sobre la masividad de la convocatoria (primero parecía que iban a ser veinte mil personas, luego se habló de cien mil, y así sucesivamente), Graham Nash, que entonces salía con Joni, le dijo que no estaba seguro de poder sacarla a tiempo del festival para llegar a lo de Cavett si ella iba a para allá. Ya en el aeropuerto, Geffen leyó en el New York Times un artículo titulado “400 mil personas sentadas en el barro”: contaba que los caminos que llegaban a Woodstock estaban tan trabados que la gente se bajaba de los autos, los abandonaba ahí y seguía caminando (el verso “we were half a million strong”, que Joni puso en su canción, debe haber salido de ese titular). Geffen insistió con que Joni no podía perderse el programa de Cavett y, del aeropuerto, la llevó a un departamento que él tenía por ahí. Todo lo que Joni Mitchell supo sobre Woodstock mientras escribía el tema que sería su emblema lo vio por televisión desde la otra punta del país, en casa de —podríamos decir, algo parecido a— su jefe.
“Woodstock” es la canción de Joni Mitchell que menos me gusta: musicalmente no es gran cosa, y la letra es ingenua. Pero esta es mi historia preferida sobre ella, la que pinta todo lo que yo entiendo por Joni Mitchell: la sensación de estar permanente e invariablemente afuera, corrida del lugar de donde pasan las cosas, de donde hay que estar. La imposibilidad absoluta de pertenecer, y la sabiduría y la melancolía que solo pueden salir de ese sentimiento auténtico. De hecho creo que es eso lo que me molesta de “Woodstock”: en la letra de la canción ella canta cómo hubiera sido estar ahí, ser parte. La Joni Mitchell que me gusta a mí no sabe ser parte de nada. Ni del folk, ni del rock, ni de su década, ni del feminismo, ni de la familia.
Casi todas las demás canciones de Joni, y en especial las de Blue, el disco que esta semana cumplió medio siglo, tratan de esa imposibilidad. Una mujer se hunde en el espacio vacío del azul, una mujer que es un espacio vacío que se hunde. Una mujer que podría tomarse una copa de amor y seguir de pie. Una mujer que quiere llenarse de plata y abandonar la escena musical para siempre. Una mujer que no debería haberse subido a ese vuelo esa noche. Una mujer que es egoísta y triste y perdió al bebé más hermoso que jamás había tenido. Las canciones de Blue hablan de la libertad mucho más que cualquier himno hippie setentoso y optimista; no me sorprende para nada que, como dijo una Joni memoriosa en Instagram, muchos críticos de la época no la hayan entendido. La libertad no tiene nada que ver con la paz y la felicidad. La libertad es ese vacío del que habla Blue. Es como la soledad, pero peor, porque no se cura con nada, y porque si una quiere la libertad, la quiere siempre, y nunca deja de pagarla cara. No queda otra opción que pasarse la existencia intentando conquistarla y preguntándose para qué sirve. No se trata de la pose contestataria de la adolescencia: es otra cosa, más honda y más indeleble, que va mucho más allá de las treguas transitorias que se puedan negociar con la vida y con los hombres.
Joni Mitchell fue una de las primeras cosas que fueron mías. No la heredé de mi familia ni la copié de mis amigas: la aprendí sola. Tuve una infancia complicada, por decir poco. Nací en una familia judía ortodoxa y mi papá murió cuando yo tenía cinco años. No pude hacerme mucho cargo de lo segundo porque tenía que irme de lo primero: en eso se jugaba mi futuro, mi única chance de elegir una vida para mí, y en eso puse todas mis energías. Algunas se las saqué a Joni Mitchell. Ya no me acuerdo cómo la conocí pero entiendo que es una de esas historias de amor que están escritas en el destino. Yo necesitaba encontrarla, y en algún sentido imaginario, su obra necesitaba encontrarme a mí, porque habla de mí. Soy una fan celosa y odiosa: creo que los que tratan a Joni como una diosa etérea del folk o una mujer que escribe canciones de amor no entienden absolutamente nada sobre ella. Joni no se trata del amor. El tema central de la obra de Joni Mitchell es la dificultad de criarse a una misma en libertad. Los sacrificios que te pide la libertad, que es un sacerdocio, y un sacerdocio solitario. Quizás la libertad tenga algo que ver con cambiar al mundo, pero Joni no habla mucho de eso, o habló mucho menos de eso de lo que a algunos les gustaría. Joni habla de arreglárselas con lo que una tiene, sin pedirle nada a nadie porque una puede tener pecados pero deudas, jamás. Inventar las afinaciones más extrañas para poder tocar la guitarra con la mano débil que te dejó la polio. Dar en adopción a una hija que no tenés tiempo de criar, evitar una familia que no sabrías cómo tener. No despreciar a los que sí saben vivir las cosas desde el lado de adentro: tampoco, la verdad, envidiarlos.
Yo no tengo una remera de Joni Mitchell porque creo que las mujeres como ella, incluso si lo desean con todo el cuerpo, no pueden tener la remera de nada. Pero el día que me muera, ahí sí: ahí sí, cuando ya nadie me vea, ahí sí quiero un cajón que diga Joni Mitchell como mi corazón.
TT
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