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ANÁLISIS

Dos “killers” se saludan: Moscú busca un diálogo con Washington en pie de igualdad

Biden y Putin, de "killler" a "killer"

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En una entrevista en la cadena de televisión ABC News, el periodista George Stephanoupulos le pidió el miércoles al presidente norteamericano Joe Biden que prestara su asentimiento a una declaración: “¿Usted diría que el presidente ruso es un killer (un asesino)”. Biden, que luchó toda su vida contra la tartamudez, respondió: “Mmm… Sí”.  Esta concesión pasiva fue convertida por Vladimir Putin en una insultante y activa incriminación. Respondió el jueves en televisión pública que, como decíamos cuando íbamos a jardín, “El que lo dice lo es”, y le deseó a Biden, de 78 años, diez más que él, “sin ironía, sin bromas”, “buena salud”. Ordenó el retiro de los embajadores en Washington. Pero después Putin lo invitó a Biden -quien no se echó atrás de su sí- a un urgente encuentro, debate, diálogo abierto, cara a cara y online, que no admite dilación más allá del lunes.

La velocidad de circulación de los acontecimientos introdujo un coeficiente multiplicador de su volumen. Opera una ley de la épica en esta lógica, la igualdad de los adversarios. Cada héroe en lid se tiene que reconocer a sí mismo en el otro, cada uno se tiene que considerar el Bien y llamar al otro el “imperio del Mal”. “El que lo dice lo es”, explicó Putin a Biden. Ni refuta ni rebate: magnifica y empareja. Para un killer nada mejor que otro killer.

Cierzo de brillantes

No podría haber brecha más grande que la que separa a estos epítetos de los cruzados por Putin con el antecesor de Donald Trump. Como tantos bromances que después se mantienen, el de dos millonarios, Putin y Donald Trump, había empezado con un equívoco. Un error de traducción. La primera vez que al ruso le preguntaron cómo veía al norteamericano, lo calificó con el adjetivo ярки, yarki, que puede significar vivaz, colorido y aun colorinche. O brilloso. Pero nunca ¡brillante!, como tradujeron por entonces, y cómo siguió entendiendo con pertinacia Trump, para quien este encomio, de un líder nacionalista a quien admiraba por el poder y la autoridad que acumulaba y por el sostenido apoyo popular de que gozaba, resultó estímulo mayor que cualquier otro espaldarazo internacional. 

Así a Trump el elogio desde el Kremlin, que de haber sido como fue traducido era el mejor que hubiera dedicado Putin a ningún hombre público norteamericano, lo acercaba a la Casa Blanca. En diciembre de 2015, la del futuro mandatario norteamericano era una figura llamativa, clownesca y chillona, que resaltaba sobre el fondo de su partido conservador como por entonces la del inglés Boris Johnson sobre el del suyo. Era hombre de empresas redituables,  feroz especulador inmobiliario, encarnizada celebrity neoyorquina: todo un killer, porque hay que ser un matador para ganar en la jungla de Wall Street o la mafia de la construcción urbana y en las negociaciones internacionales.  Había sido una estrella de primera magnitud en la televisión chatarra. Pero parecía un planeta demasiado exterior al sistema de grises precandidatos como para arrebatarles a estos políticos de carrera que de febrero a junio iban a pelearla en las primarias republicanas una nominación que ya creían asegurada para alguno de ellos. Pero Trump fue proclamado candidato presidencial republicano en julio en la convención partidaria reunida en Cleveland. Todavía brillaba como un fuego demasiado fatuo en el horizonte progresista de Washington y de Hollywood como para que la ciudadanía de la más sedimentada democracia del mundo se desviara en la elecciones de noviembre 2016 de lo que le instaban a hacer incluso revistas de moda como Vogue, que se reinventaban políticas para publicar el primer endorsement de sus glamorosas vidas:  votar por Hillary Clinton para que la Casa Blanca tuviera su primera inquilina mujer después de dos mandatos de su primer inquilino negro. El voto popular desairó a la demócrata, que ya conocía la Casa Blanca por dentro por oficiar de Primera Dama durante los dos mandatos de su marido Bill.

Fue el político colorido quien sucedió al presidente de color. Trump nunca olvidó los cumplidos de 2015, y los repagó con interés y creces. Al clímax de esa amistad unilateral llegó en la cumbre bilateral de julio de 2018 en Helsinki, donde abrazó a Putin y declaró en conferencia de prensa conjunta, para asombro de los medios de EEUU, que le habían bastado tres cuartos de hora a solas con su “amigo Vladimir” para caer en la cuenta de que las razones rusas eran válidas. El Kremlin jamás había interferido, ni hackeado, ni buscado interferir en las presidenciales de 2016, y había motivos para desconfiar del informe coincidente de las agencias de inteligencia norteamericanas que concluían lo contrario: se lo había dicho el presidente ruso. Declaró que la mala relación histórica entre las dos potencias se había debido muchas veces a la “estupidez” de EEUU. Para enfatizar y difundir esta admisión de tontería nacional,  Trump tuiteó su declaración. El canciller ruso Serguei Lavrov la retuiteó, y comentó “Estamos de acuerdo” (con la cuenta de Twitter del presidente n°45 suspendida, hoy sólo podemos leer el retuit).

La primera vez fue una farsa

En particular, el episodio de Biden en la televisión es la involuntaria pero calcada remake de uno protagonizado por Trump tan tempranamente como, otra vez, diciembre de 2015. Aunque para el entonces precandidato republicano killer tenía un sentido general positivo -si un héroe no es un matador resulta poco heroico-, en su acepción llana reconocía que matar es un crimen. Cuando el periodista Joe Scarborough lo entrevistó en su programa de MSNBC Morning Joe y le preguntó si pensaba que Putin era un killer, un asesino, que mataba periodistas, Trump aplicó la misma regla de la igualdad de los más grandes, pero ahora en forma negativa. Para desincriminar al ruso Putin, se autoincriminó a sí mismo e incriminó a EEUU: “Bueno, yo creo que también nosotros somos unos killers, que nuestro país también asesina a mucha gente, ¿o no, Joe?”

Un Trump que prometía ni objetar ni siquiera comentar la invasión rusa a Ucrania, servicial para remontar con notable celeridad un favor popular alicaído en julio de 2015, que prometía dejarle manos libres en Siria, y permitirle hacer campaña a favor del Brexit, era un candidato preferible a una Hillary que se indignaba con que tantos rusos de Crimea aplaudieran la anexión de Crimea por Moscú. Sin embargo, para alguien que ha confesado que el despiece de la URSS fue la mayor tragedia de su vida, estas complicidades -que si igualaban lo hacían por lo local y por lo bajo- contribuían a marginalizar las áreas de influencia y a alejarse cada vez más de un mundo organizado según una bipolaridad mayor que articulaba, pero subordinaba, a los restantes polos. Para este fin resulta menos inconducente tratarse de killer a killer desde las orillas del Moscova a las del Potomac, y es la oportunidad de realumbrar online un dualismo dinámico la que le da el sempiterno Putin al anciano Biden, porque busca cómo dársela a sí mismo.

Sunset Boulevard

La campaña electoral de Biden había sido una campaña sin slogan: cementado su electorado por el anti-trumpismo, cualquier divisa habría significado un riesgo de alienar personas o grupos. Hasta el día del juramento del presidente n° 46, la noción perpetuamente ofrecida como corazón de su ideario era la de ‘unidad’. Si hasta ese momento había significado la necesidad de reunir para la fórmula demócrata la mayor cantidad de votos sin perder ni uno solo en unos comicios a los que acudirían más votantes que a todos los anteriores, una vez en el gobierno tenía que significar algo más sustantivo.

Hasta ahora, el Congreso está más violentamente desunido que bajo Trump, cuando se le auguraba al veterano legislador que en 1972 había sido elegido el más joven senador de la historia la capacidad de suturar y trabajar de manera bipartidista. Había prometido reentablar el diálogo civilizado con China, y restablecer relaciones de intercambio según los patrones de la Organización Mundial de Comercio. El jueves, el secretario de Estado Antony Blinken tuvo que enfrentar y responder ante toda la prensa una hora de descalificaciones chinas. Esto ocurrió durante la ceremonia apertura de la primera gran cumbre bilateral de cancilleres. Fue celebrada en Anchorage, la ciudad más importante de Alaska, un estado cuyo territorio, a instancias de un antecesor de Blinken –el secretario de Estado William H. Seward-, EEUU le compró en 1867 por 7,2 millones de dólares al Imperio ruso. Yang Jiechi, el jefe de la diplomacia china, advirtió a la delegación norteamericana encabezada por Blinken y por el Asesor de Seguridad Nacional Jake Sullivan, que EEUU parecía no darse cuenta “de que no podía hablar como hablaba desde una posición de superioridad” que sus interlocutores no veían por qué reconocerle, que la Casa Blanca era “condescendiente”, que la Secretaría de Estado era “inhospitalaria”, que el interior del país “debían resolver problemas urgentes de racismo”, que “los propios norteamericanos tenían muy poca fe en la versión de democracia” con la que sus autoridades daban lecciones al mundo exterior. En las redes sociales chinas, la aprobación patriótica rompía records de unanimidad. Algunos comparaban la invitación norteamericana con el Banquete de Hongmen, cuando en siglo III el futuro emperador Liu Bang escapó de la celada mortal que le había tendido su resentido rival Xiang Yu.

Tampoco en la cuestión migratoria heredada de Trump logró ninguna unidad Biden. Ni en el Congreso, donde se convirtió en la punta de lanza de la insubordinación republicana, ni en los países centroamericanos orígenes de las caravanas de menores que golpean la frontera sur, ni siquiera entre los propios migrantes y solicitantes de asilo, que han visto reabrir centros de recepción con jaulas donde alojarlos hasta que sus situaciones legales no se resuelvan. La administración demócrata pidió a México que colabore para que las caravanas migrantes sean disuadidas de proseguir, por el medio que sea. A la vez, en una negociación que los funcionarios de Salud norteamericanos aseguran que no tienen vinculación con el pedido por video de Biden al presidente Andrés Manuel López Obrador, EEUU prometió a México millones de dosis que van a sobrarle de la vacuna Astra Zeneca contra el coronavirus. En México se ve Biden como un Trump más ineficaz, que trata sin éxito de ser disimulado y de predicar una humanidad cuyo costo prefiere que paguen otros.

Las injurias recíprocas entre Biden y Putin evocan y convocan un mundo en el cual ni el poder de EEUU ni el de la URSS había sufrido los desgastes y erosiones que los han disminuido, y en el cual China y México estaban hundidos en un Tercer Mundo penoso sólo para quienes vivían en él. Está por verse si el diálogo online cara a cara que propone el Kremlin será un espectáculo de nostalgia para consumo de las redes sociales rusas a las que se proveerá de un alimento más simbólico de lo que  la sustanciosa humillación de Anchorage fue para las chinas, o si hay en él alguna consecuencia y ganancia para el presidente ruso, para las dos partes, o para una rivalidad estratégica con capacidad de intervenir en un mundo tan diferente del que conocieron Biden y Putin.      

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