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Les Fernández y la picazón del primer año

Microhistorias por María O'Donnell.

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El martes 10 de diciembre de 2019 Alberto Fernández leyó su primer discurso como presidente con anteojos de marco redondo al estilo John Lennon, con la banda celeste y blanca cruzada sobre el pecho y con Cristina Fernández de Kirchner, la vicepresidenta, que le miraba los papeles por encima del hombro. 

Al cabo de un año, aquella imagen aún resulta ilustrativa de la tensión que, en versión aumentada, persiste en el vínculo entre ellos.

Los primeros meses de convivencia, con el reparto de espacios de poder en el gabinete incluido, resultaron relativamente armónicos. Intercambiaban mensajes por Telegram (desde que difundieron sus conversaciones privadas con Oscar Parrilli la ex presidenta no se fía del teléfono ni de las aplicaciones más usadas) y se encontraban a solas en la residencia de Olivos o en el departamento de la ex presidenta en Barrio Norte (ella no quiso tener, como los vicepresidentes, un despacho en la Casa Rosada). Las cuestiones del día a día fluían con la intermediación del ministro del Interior, Wado de Pedro, funcionario de total confianza de la vicepresidenta y de Máximo Kirchner, de buen trato con el presidente. También el ministro de Economía, Martín Guzmán, cultivó con éxito un buen vínculo con Cristina Kirchner.

Pero los actos públicos con la presencia de los dos Fernández pronto se volvieron un asunto sensible, de difícil concreción. Quizás porque que escenifican la inversión de los roles, con el ex jefe de gabinete en el papel protagónico y la dos veces presidenta en un segundo plano. Hasta el evento del jueves pasado en el ex predio de la ESMA Cristina Kirchner sólo había participado de otros dos actos del Gobierno, ambos vinculados a la negociación de la deuda con los acreedores privados (para el lanzamiento de la oferta y el cierre del acuerdo), y en ninguno caso saludó a los gobernadores que el presidente había invitado. 

En octubre llegó la etapa epistolar. Los canales de comunicación se habían roto. Cristina Fernández sintió un desplante porque una invitación que no le llegó en forma personal y decidió que ni ella ni nadie de su familia participaría del acto oficial por el décimo aniversario de la muerte de Néstor Kirchner; y a partir de ese momento, como Juan Domingo Perón en el siglo pasado, empezó a publicar cartas con sus pensamientos políticos. 

En la primera llamó por su cuenta a un acuerdo nacional para resolver el problema de la economía bimonetaria, habló de “funcionarios que no funcionan” y reflotó viejos enconos con integrantes del gabinete, en otra (que salió del bloque de senadores que conduce) puso condiciones de imposible cumplimiento para alcanzar el acuerdo con Fondo Monetario Internacional (FMI) y en la última cargó contra cada uno de los cinco integrantes de la Corte Suprema, en señal de impotencia porque a lo largo de este año no se impulsaron los cambios que esperaba en el Poder Judicial.

Ante cada nueva carta, el presidente respondió cosas inverosímiles (“yo estoy de acuerdo con lo que dice” o “la leí como una señal de apoyo al Gobierno”). No dijo lo que realmente piensa: que le resultan incómodas, indescifrables, que son todas cosas que deberían hablar en privado. Si hablaran. Porque hace dos meses que dejó de mandarle mensajes; en demostración de su enojo, interrumpió la comunicación directa entre ellos. Un reencuentro fugaz en el velorio de Diego Armando Maradona se malogró porque la batahola con los barras bravas se desató en la Casa Rosada minutos después del arribo de Cristina Kirchner, que se refugió, molesta por la sincronía, en el despacho del ministro del Interior. “Hablamos cuando tenemos que hablar, los dos tenemos nuestra personalidad, cada uno tiene su mirada”, reveló el presidente hace pocas horas. 

Es cierto que el tira y afloje demuestra que ciertas predicciones de la oposición sobre cómo funcionaría la relación entre los Fernández fueron demasiado simplistas, porque las marionetas no tienen vida propia. “Cuando yo hablaba con Cristina, era un títere; ahora cuando hablo menos, hay un conflicto institucional. Ninguna de las dos cosas son ciertas”, se quejó.

Sin llegar a ser un conflicto institucional, una convivencia difícil entre el presidente y su vice representa una dificultad adicional para el Gobierno. “Tenemos muchos frentes que atender y la interna nos lleva demasiado tiempo”, se sinceró una funcionaria con despacho en Casa Rosada. Podría tratarse de un problema sin solución duradera, independiente de la personalidad o de los humores momentáneos de los dos protagonistas.

Con una relación más amable con empresarios y periodistas, con una apuesta intermitente al diálogo con algunos dirigentes de la oposición, con un giro más ortodoxo en materia económica, el presidente toma distancia de las peleas permanentes y de las políticas que marcaron los mandatos de Fernández de Kirchner. Busca para su mandato una impronta distinta, como prometió en el discurso inaugural. 

Pero marcar diferencias con la ex presidenta lo lleva inevitablemente al choque con su actual vicepresidenta. Porque Cristina Kirchner, como principal gestora del triunfo electoral de Fernández, se siente compelida a defender su legado, a evitar que el Gobierno que ayudó a formar se corra demasiado de los carriles que ella considera aceptables. Sería iluso pensar que algún día dejará de observarlo con la misma actitud que tuvo el primer día, mientras le miraba los papeles por arriba del hombro.

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