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Opinión

La madre de las pandemias

Malamadre. Foto del documental de la directora argentina Amparo Aguilar

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Desde que empezó a tener síntomas, la única persona que la escritora Leslie Jaminson tocó en días fue a su hija de dos años. En su ensayo publicado en The New York Review Of Books sobre su experiencia en cuarentena a cargo de una niña pequeña y sufriendo los efectos del virus, decía que ser madre soltera es como ser madre excepto que siempre estás solo; y que ser madre soltera en cuarentena es como ser madre, excepto porque el interior de tu mente se ha convertido en un manicomio en el que resuena el eco de tu voz leyendo los mismos libros ilustrados a tu hija para “hacer algo más hermoso este mundo condenado que nos rodea”.

Si hay una sensación intensa que me ataca conforme avanzan los días de encierro con mis hijos es que la maternidad en tiempos de pandemia, pese a ser excepcional, se parece en lo esencial (o perjudicial) a la maternidad en días normales. La maternidad dentro de un sistema que la niega y la condena, nos lleva a hacernos las mismas preguntas que antes del encierro: ¿Cómo asumo el trabajo de cuidados mientras asumo el trabajo de la subsistencia? ¿Cómo hago para conciliar lo mío y lo de ellos y no sumirme en el caos? ¿Cómo hago para respirar? ¿Qué hago con esta culpa por no llegar a todo? ¿Puedo tener la cara dura de quejarme si no estoy sola, ni enferma, ni desempleada, ni pobre, ni maltratada, aunque también esté encerrada?

En una conversación sobre maternidad, escritura y encierro que tuvo lugar hace unos días en ninguna parte, y en la que participaron en directo las escritoras mexicanas Guadalupe Nettel, Jazmina Barrera, Brenda Navarro y la argentina Dolores Reyes, todas llegaron a la conclusión de que su lucha por tratar de escribir en estos tiempos, con los niños en casa, no se diferencia mucho a su lucha diaria por conquistar ese espacio para sí mismas. ¿Cómo están haciendo para escribir? “Como siempre, como podemos”, contestaron Nettel y Reyes. En efecto, como y cuando buenamente podemos, robándole minutos a una cosa para hacer la otra. Las revistas académicas ya han informado de que durante estas semanas han detectado un descenso de los envíos de las investigadoras mientras el volumen de colaboraciones masculinas solo va en aumento. No extraña, porque la distribución del trabajo sigue siendo desigual.

La maternidad sin ayuda encierra. La maternidad es un siglo de atenciones hacia otros entre cuatro paredes. La capacidad maternal de dar y aguantar parece infinita pero no lo es. Creo que desde mi embarazo no había estado tanto tiempo seguido con una criatura encima; ni en el postparto me había sentido tan confinada como ahora. Solo durante los segundos en que mi hijo observa cómo se ensamblan las piezas coloridas de minilego en el diseño de una casa para su guerrero ninja, siento que escapo libre por una ventana llena de luz y que desde ahí puedo verlo ser feliz sin mí, sin nosotros. Es un instante mágico que no dura nada hasta que vuelve a pedir algo. Está increíblemente alegre encerrado y piensa que así será su vida por siempre. Por momentos yo también lo pienso y siento auténtico pavor. Una vez al día quiere jugar a que somos la familia lobito –dos mamás lobito y un papá lobito. Menos mal, somos una pequeña manada que lo cuida igualitariamente. Justo cuando habíamos logrado integrarlo al mundo está a punto de volver a gatear y a pedir teta. Mientras a mí se me acumulan los pendientes.

No puedo negar las ventajas de la maternidad privilegiada del encierro. He desahogado una considerable porción de mis culpas ahora que mis hijos no tienen que pasar siete horas lejos de nosotros. Hay algo de recuperar el tiempo perdido a causa del sistema en esta inesperada desaceleración del sistema que nos roba la vida. Hasta de experimentar temporalmente con aquel viejo proyecto trunco de la crianza natural y la no escolarización. Hay, también, algo irresistible en entrar en la lógica infantil de la no productividad y en el consumo tonto porque no hay más remedio. Y de estar haciendo lo correcto quedándonos en casa, cuidando a los enfermos, teletrabajando, enseñándole cosas al niño que nunca aprenderá en una escuela, construyendo este simulacro de seguridad, haciendo que el mundo parezca mejor de lo que es.

Encerradas, sin embargo, en este revival de maternidad exclusiva y entregada, trabajando y cuidando horas extras dentro de casa, hay días en que parece que nos hemos convertido en el sueño húmedo de un fundamentalista religioso, que nos desbaratamos en el intento de aferrarnos a nuestros otros yos cada vez más desdibujados.

Y si hay quienes aún podemos romantizar una parte de la maternidad en cuarententa por puro privilegio de clase, aunque estemos desbordadas hasta la locura, hay otras a las que el mundo siempre las ha tratado con la crueldad de una pandemia: mujeres cargando ellas solas con todo el peso del trabajo invisible. Que trabajan mientras ejercen de profesoras de sus hijos o de enfermeras de sus familiares. Madres trabajadoras del hogar sin derechos, que trabajan cuidando a los hijos de otros mientras se ven obligadas a encomendar a los propios. Madres presas, madres trabajadoras sexuales. Mujeres madres encerradas con sus maltratadores y con los maltratadores de sus hijos. Para ellas no hay régimen de excepción porque el suyo es un estado de emergencia perpetuo.

La expansión del virus y la crisis de salud solo ha hecho más visibles las vergonzosas condiciones de desigualdad social y de género, el machismo y discriminación que sufren las mujeres en sus distintas circunstancias, la maternofobia que nos rodea y, por añadidura, la cultura segregadora de nuestros niños. Todo al descubierto y en carne viva. A las madres no se les quiere, el sistema no las quiere, ni con pandemia ni sin pandemia. Quieren obligarlas a parir y a criar y a amar sin fisuras, pero cuando esto ocurre el sistema se ensaña duramente porque la sociedad se ha construido contra ellas y para echarlas fuera, castigándolas por no seguir el ritmo de su maquinaria, descuidándolas, posponiéndolas y sobre todo culpándolas de todo lo malo que nos ocurre, cuando los gobiernos deberían estar proponiendo políticas que alivien la sobrecarga.

Ellas serán las primeras que tendrán que reducir sus horas de trabajo, las primeras que dejarán sus jornadas ya recortadas, si no están ya desempleadas. Y quién va a cuidar a los hijos cuando comience la dichosa desescalada y ni qué decir de la incertidumbre que supone esta situación para los hogares monoparentales. A las madres en algunos países de Latinoamérica ya se las ha culpado de salir a comprar en masa y aumentar los contagios porque sus machistas maridos no salieron a hacerse cargo en los días que les tocaba. Todo indica que ellos tampoco se encargan por igual de las tareas domésticas ni de los cuidados de los niños ni siquiera porque ambos están en casa.

Un domingo de abril de cuarentena en España también se culpó a las madres, y de paso a los padres que salieron en misión de cuidados, a hacer lo que mayoritariamente suelen hacer ellas. El problema no está en ser madre sino en serlo en un mundo como éste, que no cuida ni ayuda a las madres ni a sus niños. Ese es también un mundo enfermo y es urgente encontrar la cura.

Texto publicado por primera vez el 29 de abril de 2020 en elDiario.es

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