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Opinión

El Perú y el resto del país que es Lima

Grupos de personas participan en una marcha contra el Gobierno de Dina Boluarte, en Lima (Perú). EFE/Renato Pajuelo

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Manuel Scorza, fallecido escritor peruano que escribió obras sobre las revueltas campesinas, contaba en un video rescatado recientemente para la ocasión una historia real que trató en uno de sus libros. En una oportunidad, el patrón de una fábrica envenenó a los 15 miembros de la junta directiva del sindicato. Y lo quiso hacer pasar por un infarto colectivo. “Hasta ahí podría pensarse que es literatura en el peor de los gustos –explicó Scorza– pero lo que empieza a ser grave es que la Corte de justicia en el Perú aprobó el dictamen. Cuando una corte de justicia en un país admite que se ha podido producir un infarto colectivo cuando se trata de un envenenamiento, el delirio ya está en la realidad y no en el texto. En ese sentido, estos libros parecen delirios imaginativos pero son estrictamente históricos”. 

Si en los 50 en el Perú los integrantes de un sindicato podían morirse todos a la vez de “un infarto colectivo”; en los 90, durante el régimen de Fujimori, los desaparecidos se “autosecuestraban”; y en 2023 los descendientes de los pueblos originarios que se oponen a un gobierno antidemocrático y asesino de su pueblo son “terroristas de Sendero armados por Evo Morales y los bolivianos, que llegan a Lima a meter bombas”. Y a comerse a sus hijos. Cuánta razón tiene Scorza: la realidad del Perú es un delirio. La realidad peruana es hasta más manipulación que delirio. 

No sé si son caras de miedo, de horror, de perplejidad, caras de que se les escaparon los pongos, los esclavos, caras de que se les bajaron los indios de los cerros. La clase mandamás peruana y su ya añejo e instalado proyecto, el neoliberalismo, el que construye muros para separar sus piscinas de la estera y el arenal, y un enorme muro simbólico entre el Perú y el resto del país, está al borde de un ataque de nervios. El Perú no es Lima, claro, pero hoy Lima es apenas el resto del Perú. Ha pasado de protagonista a espectadora. Me refiero solo a esa parte de la capital que ya no sabe cuánto callar, qué inventar, qué fake news circular, qué decreto autoritario lanzar, a qué estudiante terruquear, a qué líder encarcelar, a cuántos más matar. 

Porky, su flamante alcalde –un fascista que dice flagelarse en nombre de La Virgen para no pecar y a cuyo partido la “presidenta” de facto le ha regalado el Ministerio de Educación–, y todos los demás asisten impotentes al épico desembarco de miles de personas, nada parecidas a las de las clases medias de Santiago, ni a las de los pañuelos verdes de Buenos Aires. Mujeres y hombres indígenas de las regiones, herederos de los incas, los huancas, los waris, los mochicas, los quechuas y aymaras, de norte a sur, de este a oeste, en caravanas, en autobuses, a pie, están organizados y movilizados para parar. Si se quiere que algo pare, a veces hay que moverse. Y lo que debe parar es el abuso de siglos, la impunidad del sistema actual y los asesinatos racistas del régimen que se niega neciamente a irse. Por eso se ha declarado Paro Nacional indefinido. Porque dicho vallejianamente, todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él.

La otra Lima, la migrante, la consciente, la que está en las calles para apoyar el levantamiento popular, recibe este jueves 19 a la Marcha de los 4 suyos. Se llama así en honor a las cuatro regiones o suyos en que estaba organizado administrativamente el Tawantinsuyo, la poderosa sociedad que ocupaba gran parte de América del sur y que España destruyó hace 500 años convirtiendo a sus habitantes en indios pobres. Esta es la segunda vez que marcharán los suyos unidos por las calles del centro de Lima. La primera ocurrió en el año 2000 y fue el hito que terminó con la salida del dictador Alberto Fujimori. De la segunda se espera también el fin de otro gobierno dictatorial, encabezado por la mesa directiva del congreso infectado hasta la pus de fujimoristas y sus herederos avaladores de la continuidad de su caudilla, Dina Boluarte. El pueblo quiere que se vayan. 

En los últimos días, en arrebatos desesperados del Gobierno, la policía ha intentado bloquear arbitrariamente el avance de la caravana rodeando la ciudad como si fuera un castillo que hay que proteger del ataque de los orcos. Los han identificado, bajado de los buses, lanzado bombas lacrimógenas. No han conseguido que retrocedan. Los medios han acusado a la gente de viajar pagada por Soros, los narcoterroristas o por los regímenes comunistas del mundo entero, porque no saben que si con algo no acabaron los españoles fue con la reciprocidad y el espíritu comunitario del mundo andino. “Nosotros caminamos con nuestra cajita y su voluntad de la gente”, contestaba una señora a la prensa basura. La cantante quechua Yarita Lizet ha cedido el bus en el que hace sus giras para llenarlo de manifestantes en ruta.

Al zorro de arriba se le rebeló el zorro de abajo, parafraseando a José María Arguedas, la sierra llegó a la costa a pedir explicaciones. La zorra de Lima calla o balbucea: “ningún extremismo es bueno”, como quien dice ni machismo ni feminismo, o rápidamente acomoda su discurso después de leer que en las encuestas el gobierno toca el inframundo mientras en el mundo real sube la aceptación por una asamblea constituyente; todo indica que se vienen nuevas elecciones más pronto que tarde así que solo queda posturear aunque sea tardíamente de demócratas. Este puede ser un despertar histórico porque podría cambiar las tornas de los poderes, como han cambiado en otros países latinoamericanos, pero sin calco ni copia, como escribió José Carlos Mariátegui, sino como creación heroica de los pueblos.

GW

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