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Oíd el ruido Opinión

McCartney, los 80 años de un Beatle eterno

Paul McCartney

Abel Gilbert

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“Al final del final/ Es el comienzo de un viaje/ A un lugar mucho mejor/Y un lugar mucho mejor/ Tendría que ser especial/ No hay razón para llorar”. En 2007, Paul McCartney decide cerrar su bello disco Memory Almost Full con una canción de despedida, “The end of the end”. Frente al piano y acompañado por una sobria orquesta de cuerdas parece dejar en el aire un pedido: “El día que me muera me gustaría que sonaran las campanas/ Y que las canciones que se canten se cuelguen como mantas”. Tenía entonces 65 años y ya era historia esencial de la cultura del siglo XX. Quince años más tarde, en medio de una nueva gira internacional, Got back, y el anuncio de una edición de lujo de sus tres discos McCartney I, II y III, Paul se hará un alto para festejar su cumpleaños ochenta. Guau. O-chen-ta. Después de tantos años de trajín, uno podría, al pensar en ese número, asociarlo con Malone, el personaje de Samuel Beckett que, desnudo sobre su cama de hospital, incapaz de darle órdenes a su cuerpo, aferrado a un lapicito, intenta experimentar una agonía que cobrará la insólita forma de la aventura. McCartney, en cambio, ha decidido seguir sobre un escenario o en un estudio de grabación hasta que el cuerpo ponga punto y aparte. El mundo nunca le dará la espalda. Mientras, revisa su pasado, abraza el presente y hasta se permite insinuar ciertos horizontes de posibilidad musical. 

No deja de impresionar el hecho de que la vida de los Beatles se pueda resumir en siete horas de grabación. Una vez disueltos, cada uno de sus integrantes inició caminos jalonados por la tragedia (John Lennon, asesinado a los 40 años), el declive, ostracismo y enfermedad (George Harrison, fallecido en noviembre de 2001) y la participación decorativa (Ringo Star). Frente a esos destinos, McCartney se ha mantenido más de medio siglo activo como incesante creador de resultados a veces desparejos y, a la vez, albacea del legado del cuarteto. No solo porque ha recreado buena parte del repertorio beatle junto con sus últimas agrupaciones: también ha sido un pertinaz imitador de sí mismo (su último hallazgo formal, el meddley del final de Abey Road, fue repetido como procedimiento en tres discos) y de sus compañeros. Solo basta escuchar “Friends to go”, del disco Chaos and Creation in the Backyard, de 2005 o “Dominoes”, en Egypt Station. Uno podría pensar que la habría escrito Harrison. Lo mismo sucede con “Feet in the clouds”, del citado Memory Almost Full. Parece ahí mirarse en el espejo de “Beautiful boy”, del Lennon de Double fantasy. 

Siempre nos remitiremos a The Beatles, en conversaciones informales, espontáneas o con el ceño fruncido, por razones que cada oyente encontrará esenciales. En mi caso propongo la relación fructífera que los fab four (los fabulosos cuatro), y en particular Paul, mantuvieron con el alto modernismo. Como dijo Umberto Eco en las Apostillas a El Nombre de la Rosa, para inscribir su filiación de la novela en los sesenta. Eran los años en los que el compositor belga, Henry Pousseur, refiriéndose a los Beatles, le decía: “trabajan para nosotros”, sin darse cuenta, según Eco, que “también él estaba trabajando para ellos”. Los Beatles organizaron de manera radical los vínculos entre lo “alto” y lo “bajo” de la música. Su fuerza corrosiva fue también política, hermanando en su rechazo a las iglesias evangelistas norteamericanas, azorados por el modo en que cambiaba el comportamiento de la feligresía, a partir de 1964, y el castrismo: frente al avance del cuarteto, sintieron que el lugar del púlpito estaba en discusión.

El poder era esencialmente órfico, es decir, musical. En 1966 se editó Astérix en Bretaña, el octavo libro de historietas del irredento galo habían creado René Goscinny y Albert Uderzo. Julio César ha conquistado toda Bretaña (Britannia), con excepción de un pequeño pueblito que resiste a los romanos. Para vencerlos, los guerreros envían a Buentórax, primo hermano de Astérix, a conseguir algo de poción mágica y traerla del otro lado del Canal de la Mancha. Astérix y Obélix acompañan la encomienda salvadora. Al llegar a la isla, son testigos de una situación extraordinaria. Los jóvenes británicos enloquecen ante la presencia de cuatro músicos. Asterix quiere saber de qué se trata. “Son unos bardos muy populares”, le informan sobre ese cuarteto que representa a unos Beatles de la antigüedad. El libro salió a la venta en correspondencia con Revolver y la inclusión de los fab four en la aventura tenía algo de paradójico: la contemporaneidad, pensada desde ese momento de los sesenta, surtía sus efectos hacia el pasado (a la manera de “Kafka y sus precursores”, hablar de Los Beatles era hacerlo de la vieja música isabelina, el music-hall, los angry young men y Lewis Carrroll) y organizaba el porvenir. “Tomorrow never knows” es la última canción de Revolver y la primera de las obras maestras compuestas por Lennon, aunque pasada por el filtro de McCartney (como “Strawberry fields forever”). En ella quedan registradas las primeras aproximaciones de Paul con la avant-garde londinense, su afición por las cintas y la música electrónica.

Un año más tarde llegaría Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band y el momento irrepetible en el que, a partir de una idea de Paul, quien había conocido al compositor Luciano Berio en el Círculo Cultural Italiano de Londres, y se sentía seducido por correr los bordes de la forma canción, se añaden los 24 compases de una orquesta que, guiada por el gran George Martin, suturará dos estremecedores y contrastantes fragmentos de “A day in the life”. Estamos ante una de las canciones más importantes de la música de todo el siglo XX, grabada hace 55 años y todavía insuperable. Más que acto nostálgico, podría pensarse como un modo en que ha pasado el tiempo en la música y de la música, de qué manera “A day in the life” se posiciona en relación con los tránsitos que van del objeto-disco a su desmaterialización, de la noción de “obra” y la “linealidad” expectante al random, de la canción expandida a su adelgazamiento, del valor de la complejidad formal y espectral al streaming deshistorizado y la banalidad. 

“A day in the life”, como el pueblito de la historieta de Asterix, ha resistido los embates de un modo peculiar. Según Allan F. Moore, autor de The Beatles: Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, el volumen que Cambridge preparó para los “40 años” del disco, no dejaba de ser sorprendente el hecho de que esos Beatles de 1967 “interesen mucho más al mundo académico que al universo de la música pop”. Habría que darle la razón solo contabilizando la cantidad de ensayos musicológicos o insertos en la crítica cultural sobre ese objeto hoy casi intangible. Y en el corazón de la crítica, el azoramiento compartido. Los especialistas, sostienen Kenneth   Womack  y Katie   Kapurch  en  New Critical Perspectives on the Beatles.  Things We Said Today, suelen tratar de comprender siempre el funcionamiento y la eficacia de una canción. “Cuando se trata de los Beatles el rompecabezas se captura en un par de preguntas engañosamente simples: ¿Cómo lo hicieron? ¿Cómo lo hacen todavía?”.  Con una diferencia sustancial. Ese “todavía” les devuelve siempre actualidad, como acaba de demostrar el impacto que ha tenido el documental Get Back.

Me releo y agarra cosita: Paul octogenario. En 1968 grababa en el Álbum Blanco “Blackbird”, en homenaje a Martin Luther King, y “Helter Skelter”, el germen del heavy-metal. Ese año, la revista Siete Días entrevista a Juan Perón en Madrid y le pregunta sobre Los Beatles. El general responde “horrorizado”, según la revista. “No, ¡Por favor! Me gustan las chicas, las chicas… ¡Cómo me van a gustar esos espantosos melenudos!”. Los Beatles habían hecho un tajo en el cuerpo de la década y los gustos de las generaciones se abismaban, no solo por cuestiones pilosas. Era difícil que un hombre de setenta y poco de años –con excepciones como las de Igor Stravinsky o el compositor argentino Juan Carlos Paz- se pusieran del lado de cuatro hijos de la clase obrera inglesa que habían transformado de manera radical el modo de componer y escuchar 

En la mañana del 10 de abril de 1970, Apple informó lacónicamente sobre la separación de los Beatles. “Ya llegó la primavera y mañana el Leeds juega contra el Chelsea y Ringo, John, George y Paul están vivos, bien y llenos de esperanza.”. El comunicado que firmaba Dereck Taylor, el jefe de prensa del grupo, unía en pocas palabras lo mundano y lo permanente, la cotidianeidad y la pregunta abierta sobre lo que sucedería con ellos. “El mundo sigue andando y también ustedes y nosotros. El momento para preocuparse será cuando el mundo pare. No antes. Hasta que eso pase los Beatles están vivos y bien. Y la música sigue sonando”. A partir de ese momento, cada parte de esa totalidad debía validarse por sí misma. Lennon funcionó, con sus críticas a McCartney, a veces despidadas, como un síntoma que por momentos ha sido colectivo. Humillaba a Paul en público, lo acusaba de meloso, superficial, creador de un nuevo tipo de Muzak pero, en privado, hasta podía darse el lujo de gozar de aquello que declamaba despreciar. El modo de recepción de John se convirtió por un tiempo en lugar común: la música compuesta por McCartney en los setenta podía ser objeto de un desdén manifiesto que, a estas alturas, solo puede entenderse como una reacción sentimental frente a la separación del grupo. Aquel que era responsabilizado de la ruptura se garantizaba un mayor encono, lo que podía llevarlo a menospreciar un disco de la talla de Ram.

Esa animadversión se fue diluyendo por el peso de algunas de las intervenciones discográficas de Paul. Los puntos altísimos de McCartney II, de 1980, por ejemplo “Temporary secretary”, algunas canciones de Flaming Pie, de 1997 (“Somedays”, “Caliko Skies”), son de una factura notable. Podría decirse que Driving rain, de 2011, es un retorno al consenso afirmativo alrededor de una obra que siempre arroja una luz inesperada (pensemos en “222”, el inspirado outake de Memory… o en la maravillosa “Jenny Wreen”.). El propio Paul tiene una profunda autoconciencia de los efectos que provoca, ya sea cuando se sitúa en una senda más experimental o busca el hit de fácil digestión. Egypt Station, de 2018, pone en escena su doble carácter. El segundo tema, “Come On to Me” podría incluirse entre lo más pueril de su extensa producción. La melodía es insulsa. Y qué decir del texto: “Te vi esbozar una sonrisa, que pareció decirme/ Vos querés algo más que una conversación casual”. Para promocionarla filmó tres videos distintos, aunque similares porque se reproduce la misma situación. Una empleada doméstica de una gran empresa, el cuidador de un gran negocio y el dueño de un carrito de comida rápida, todos héroes de la clase trabajadora del posfordismo, arquetipos desangelados pero efímeramente libres, cantan, bailan y dramatizan la canción con vehemencia, acaso porque creen estar solos. Ese playback es el de un sueño de alteridad que solo se cumple mientras dura “Come On to me”. Sobre el final, descubren que son vistos, descubiertos, pero el segundo vergonzante pasa rápido, porque ese otro también disfruta de lo mismo que ocultaba y por eso, cuando la percusión se reinicia, comparten la coda con júbilo a pesar de estar separados por un vidrio o una distancia social.

A lo largo de su carrera solista de casi 52 años, McCartney osciló entre la tontería trashumante (canciones que se adaptarían a diferentes contextos, incluso rioplatenses, como “Obladi, oblada”, de cuya melodía se apropiaron los Montoneros para insultar a José López Rega), la ya nombrada intuición exploratoria, que debería incluir los juegos en un estudio de grabación con Brian Wilson, en 1967 (“Vega-Tables”, que forma parte de Smiley Smile, lo incluye masticando apio a modo de percusión), y lo político. La radicalización de Lennon en Manhattan encontró su respuesta en “Give Ireland Back to the Irish”, en la que canta a Gran Bretaña: “Dime si te gustaría/ Si de camino al trabajo/ Te detuvieran los soldados irlandeses/ Te tumbarías, no harías nada/ ¿Te rendirías o te volverías loco?”. Convertido en integrante de la nobleza e integrante selecto del club de millonarios ingleses, Paul no parece asociado a ese arrebato del 71.

“Y al final/el amor que tomas/ es igual al amor que das”, cantaban los Beatles en “The end”, antes que concluyera Abbey Road. Con “The end of the end”, Paul siente que, tras el trasiego musical, con sus picos de enorme inspiración y caídas más que humanas, lo espera “un lugar mucho mejor” (el clasicismo) y, por eso, “no hay razón para llorar”. Pues claro: lo seguimos celebrando porque es una manera de luchar nosotros contra el tiempo. Lo hacemos a sabiendas que Paul ya no canta cada día mejor. Sigue siendo un bajista extraordinario pero su voz es fantasmal, como la estela modernista que alguna vez lo cobijó y que a veces perseguimos como en un gallito ciego. 

AG

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