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Análisis

Medianoche con el perro grande: tiempo y política

El meme del perro grande y el perro chico uno de los más populares durante la pandemia.

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Sin Dios todo es una mierda

Leonardo Favio

La muerte de Carlos Saúl Menem trajo muchas cosas y, entre ellas, el perfume de los noventa. Ese perfume espeso tiene mil hilos pero quedémonos, apenas, en éste: “los noventa” son la última década. Lo último que se organiza, así, como década. Todo lo que viene después entra dentro de esa bolsa agujereada llamada “siglo XXI”. Empiece donde empiece y termine donde termine, en sus líneas más cronológicas, en sus temporalidades salpicadas, en sus fuerzas políticas (enormes) propias. No importa. El siglo XXI mató las décadas. Aquella pasión por contar de a diez. Aunque a veces se las partiera, se las doblara o lo que fuera: no se perdían de vista las decenas. El runrún del ábaco. Es decir: a veces la política es eso que le hace el tiempo y a veces el tiempo es eso que le hace a la política. Y sobre todo: son lo que se hacen entre las dos. Ese baile infinito. Quizá estemos a punto de que cambie, pero aún hoy todavía nos domina esta estadística apurada: la mayoría de las personas vivas somos almas de dos siglos. Tenemos un pie en cada una de esas fuentes (algunos metidos más de un lado, algunos más del otro). Pero la imagen de todos los que hemos cruzado ese umbral –los noventa– es la de haber saltado del tiempo de un trampolín al de una laguna, que a veces se angosta y a veces se ensancha, aunque nunca se corta. Más y más. El tiempo manirroto. Siempre más agua. 

Aún hoy todavía nos domina esta estadística apurada: la mayoría de las personas vivas somos almas de dos siglos. Tenemos un pie en cada una de esas fuentes (algunos metidos más de un lado, algunos más del otro).

Casi cada semana se viraliza una nueva versión del meme del “perro grande versus el perro chico”. Se trata de dos perros de la raza Inu –el grandote se llama “swole doge” y el pequeño “cheems”– y el humor se construye en el contraste de fortalezas y debilidades entre ambos. El rol de cada perro varía –puede ser el aire acondicionado, una escena romántica, los mandatos laborales y, sobre todo, las juventudes–. Lo que permanece es el juego entre la grandeza de un perro que mira por encima del hombro al otro, que está apichonado frente a las dificultades de su tiempo. Como dice una bellísima canción: Un pájaro en el cielo, un pájaro en el suelo. La popularidad del meme alcanza su pico en los primeros meses de la pandemia. Síntoma: el Covid-19 es un salto a la banca de la laguna del tiempo. Algo flota. Rebobinemos: la fibra última del meme es reírse de las neurosis de época. Podríamos decir que lo que el meme pone en escena es –binariamente, claro– que en “el largo siglo XX” los conflictos han sido “externos” –guerras, inmigraciones, revoluciones, cimbronazos– mientras que en el siglo XXI son más bien “internos” –torpe y simple, el siglo de la selfie–. (Y un asterisco: los enredos que se producen cuando se piensa que el tiempo de la política es ahora el tiempo de las redes sociales o, peor, que el tiempo del amor es el tiempo de las aplicaciones de citas.) Pero ese “mi subjetividad, mi decisión” estalla ante una realidad biológica. De no future a no relativismo. Como si la pandemia un poco dijera: querido Foucault, las cosas primero y las palabras después. 

Del otro lado de la flecha, el meme infla esa sabiduría tan profunda como limitada del “todo tiempo pasado fue mejor”. La superposición de las fotos del meme con las de la “última gran peste” –la gripe española– produce ese corto circuito entre nuestros barbijos y los de aquellos de principio del siglo pasado que, entre caballos y carruajes, ponen el dedo donde nadie se queda afuera. La distancia. Trauma y traumita. La aristocracia cruda de esos hombres y mujeres, sus espaldas anchas, sus grandezas sobrias, sus ritmos acompasados, su ausencia de auto-narración. Aunque esta fiebre del paraíso perdido también es trunca. También puede ser “millenial”. La paradoja del meme del perro es que los nostálgicos corremos el riesgo de ser los más millenials de todos. Somos el perro que se muerde la cola: cuanto más los ensalzamos, más nos alejamos de ellos y ellas. La díada trauma-traumita sólo tiene tiempo para una enunciación, la del traumita. Quien se nombra punk mata al punk. Y así. 

El meme infla esa sabiduría tan profunda como limitada del “todo tiempo pasado fue mejor”. La superposición de las fotos del meme con las de la “última gran peste” produce ese corto circuito entre nuestros barbijos y los del siglo pasado

Contextualicemos: la oposición entre debilidad y fortaleza no es nueva. Umberto Eco organizaba entre “apocalípticos” e “integrados” las posiciones ante la tecnologización de la sociedad, Zygmunt Bauman distinguía entre una modernidad sólida y otra líquida, el filósofo Gianni Vattimo ha dicho “el pensamiento débil nos hace personas más fuertes”. Los opuestos se sostienen mutuamente: ni marmolizar el pasado –hacer de la sociedad salarial de posguerra o del disco conceptual de los setenta un ícono kitsch– ni banalizar el pasado –jugar a la incorrección política o a la horizontalización de las diferencias–. Al pan, pan; al vino, vino. Pico y pala.

Digamos lo mismo pero diferente: hay una película tan menor como exquisita de Woody Allen, Medianoche en París, que orbita precisamente sobre este núcleo: ¿cuál es la bendita época en la que vale la pena estar vivos? El nudo de la trama es la historia de un escritor que visita la “ciudad luz” y, en una suerte de Volver al futuro culturalista, encuentra un túnel emocional para aparecer en la París de los años veinte y codearse con Pablo Picasso, los Fitzgerald, Ernest Hemingway, Gertrude Stein. El protagonista siente que cumple el sueño del pibe, pero la historia se torsiona cuando continúa el viaje al pasado: para los años veinte, la tierra prometida es la Belle Époque. La añoranza está un paso atrás. El acontecimiento nunca se vive como acontecimiento. 

El mismo año de la Caída del muro de Berlín, apenas unos meses antes, el dramaturgo francés Jean Claude Brisville estrena “La cena” y, en ese juego ficcional tras la derrota de Waterloo y la pérdida de poder de Napoleón, Talleyrand come con Fouché (dos enemigos íntimos de esos convulsionados años); cual viejo adversario que despide a un amigo, dice: “El futuro está en el pasado”. Siempre tendremos París. Cuando todo parece cálculo, cuando lo escrito hoy puede quedar viejo cinco minutos después, cuando temblamos o nos mareamos, cuando duele, apenas queda algo –que no sea engullido por la “realpolitik” o la fantasía de un tiempo que nunca existió–, el misterio. Algunos lo llaman Dios. Pero tiene mil nombres. Es algo frente a lo cual agachar la cabeza. Y hacer del tiempo un lugar, un espacio contra los guiones, un refugio donde, al menos, no saber cómo termina de antemano.

FA

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