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ESCALA HUMANA

Microcentro, un ritual en extinción

Limitadas cada vez más a mera zona laboral, las calles céntricas dejan de ser territorio realmente vivido por sus trabajadores.

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Suena “Hace 20 años” de Piazzolla y Morán cumple el ritual de todo animal de Microcentro: se pone el traje que pasó la noche prolijo sobre la silla, viaja en subte con mirada ausente y ni una palabra a nadie, toma un café apurado en la barra de un bar, deja la medialuna sin tocar, paga y levanta un dedo para anunciar que se va, camina a su puesto de trabajo entre cúpulas francesas. 

“Filmé un Microcentro que ya no existe”, dijo el cineasta que dirigió estas escenas, tras una función en el MALBA hace semanas. Morán es el protagonista de “Los delincuentes”, de Rodrigo Moreno. Me siento a tomar un café en el mismo bar de la película y compruebo en parte sus dichos: la barra no está habilitada para sentarse, falta el diario desde los inicios de la pandemia, por momentos hay más mozos que clientes.

Algo se perdió en el medio, más allá de la obvia distancia entre realidad y ficción. No es casual que el director haya elegido el tango “Hace 20 años” para iniciar su relato. Aunque las escenas hayan sido filmadas postpandemia, reflejan una cultura anterior, desconocida para los recién llegados a este ecosistema, extrañada por quienes ya no se cruzan con sus compañeros virtud del esquema híbrido o el home-office, encarnada aún por quienes pueden darse el lujo de pagar un café en un bar y, sobre todo, de sentarse un minuto a saborearlo. 

Hoy ese desayuno tan típico de Microcentro es casi contracultura. Un acto de consumo sin intenciones ulteriores, que no se presume en redes, que simplemente se disfruta, que suspende el tiempo por un rato, que “no sirve” para nada más que lo que es, ¿realmente existe? La lógica productivista de estos tiempos lo negaría.

Lo mismo ocurre del otro lado del mostrador, en la masita o el vaso de soda junto al pocillo: hospitalidad pura, un extra que no se traduce inmediatamente en ganancia. Todo suma a la paradójica intimidad de un ritual en un lugar público, donde simplemente somos “maestro”, “jefe”, “pibe” o “piba”. Una cuenta inservible según la actual lente utilitarista.

Son los signos de la socialidad de Microcentro, una trama de relaciones basada en el trato con extraños, la peor pesadilla de las nuevas generaciones. Esos extraños que después serán cómplices o compinches: oficinistas (abogados, contadores, bancarios, lobbistas), parroquianos, kiosqueros, cajeros, barrenderos, artistas, cafeteros ambulantes, mozos, mozos que llevan café a otros negocios, porteros, cartoneros, vecinos, encargados, garajistas, lustradores de zapatos, arbolitos, silleteros. 

Esa socialidad, que vemos pasar en películas como “Los delincuentes” o la reestrenada “Nueve reinas”, es la que ahora está en crisis. De casa al trabajo y del trabajo a casa es más real que nunca para quienes volvieron a la presencialidad en Microcentro. Limitadas cada vez más a mera zona laboral, las calles céntricas dejan de ser territorio realmente vivido por sus trabajadores, contemplado, recorrido, cargado de la afectividad del contacto casual. 

“Antes la gente se encontraba. Hoy lo que hay es desencuentro. Los que laburan acá no vienen todos los días o no salen al mismo horario”, explica Bernardo Speroni, contador con oficina en San Martín y Paraguay. 

La mudanza de oficinas al norte porteño no ayuda. Tampoco el estado actual del entorno céntrico. Basura en cunetas y canteros, malos olores y en general menor limpieza, una tarea del Estado en la que el personal de edificios suele colaborar, pero se complica con oficinas y locales aún vacíos. Pese a ciertos esfuerzos del Gobierno porteño para que más gente se mude a este centro, lo que se multiplicó por cuatro fue la cantidad de personas que viven acá pero en la calle.

“Se limitaron a ofrecer beneficios impositivos y créditos para quienes invirtieran acá, pero los resultados hasta el momento fueron bastante escuetos. Apenas un puñado de edificios  se reconvirtieron en viviendas”, analiza el periodista Federico Poore, cuya tesis de Maestría en Economía Urbana se centró en el teletrabajo en territorio porteño. 

Desde su garaje en Corrientes y Maipú, Rafael Masid lo resume: “Reconvertir muchas veces es más caro que hacer desde cero. Quizás sea un proyecto que lleve 20 años. Pero, ¿qué dueño aguanta 20 años? ¿Qué barrio aguanta 20 años de soledad?”.

Se hace de noche y sigo por Florida, la calle céntrica que mejor soportó la pandemia. Entre Avenida de Mayo y Corrientes sólo hay algunos haciendo turismo y otros tratando de dormir sobre las baldosas. Cruzo la avenida y llego hasta Lavalle. “¿Tiene un minuto para hablar de dios padre?”, me pregunta una mujer de pollera casi tan larga como el pelo, la prédica escurrida en el hueco temporal que le dejaron artistas, arbolitos y pregoneros de menú a bajo precio.

Quienes llegamos a la gran ciudad desde una provincia sufrimos por la urbe las mismas etapas del amor: enamoramiento, decepción, aceptación. Me pasó también con Microcentro. Me conquistó como turista, me desencantó cuando me instalé acá, lo acepté cuando me mudé a otro barrio. Caí en un segundo idilio años después, cuando uno de sus habitantes fue mi novio y me hizo volver a frecuentar sus calles de noche, superar el miedo al vacío, sentir que a esas horas sus texturas y voluptuosidades estaban sólo para mí. 

Extraño esa fascinación. Hoy el Microcentro vive la fase descendente de sus tantos ciclos, aunque su belleza siga. En una ciudad desfigurada por la piqueta, las calles céntricas aún custodian su arquitectura más admirada. Olvidamos seguido lo bello que es. Nadie va a gusto al centro. El mismo Morán quiere huir del trabajo que lo ancla acá. Los que no lo vemos seguido lo valoramos. Miramos para arriba en lugar de hacia adelante.

Traje blanco y moño negro, bandeja con vaso de cerveza, equilibrio para subirla por la escalera curva recién pulida: una postal de otro tiempo que aún encarnan los mozos del Florida Garden. Pero del resto queda poco. En Café Paulín van más turistas que oficinistas. Los Panchitos del Sol tiene menos clientela que la merecida. Y el otro bastión céntrico, Le Caravelle, orientó la barra de su nuevo local para mirar hacia afuera, a la vereda. No es para habitués, sino para turistas. 

KN/DTC

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