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Opinión

Un mundo que nos odia

Eyad Hilal, sudanés de 26 años que vivía en Jarkov, en el centro de recepción de Korcowa, Polonia, cuenta que le apuntaron con una pistola pero logró subirse al tren.

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No puedo dejar de pensar por estos días que la concepción de mapa, de una geografía formada por territorios separados por fronteras, responde a una cosmovisión occidental. Y ahora más que nunca la Europa unida es la Europa blanca. Ahora que miles de personas se encuentran amenazadas por la guerra en territorio europeo vuelve Europa a clasificarlas entre quienes merecen su solidaridad y las que no. Las y los ucranianos merecen ser protegidos en su dolorosa huida, pero cuando quienes gobiernan debieran aprovechar esta crisis para sensibilizarse por todas las vidas sin distinción que migran por situaciones violentas de sus países, somos testigos del racismo europeo en toda su crudeza y tradición. 

Las imágenes de niñes blancos expulsados de sus hogares por el horror son las que llegan de inmediato al corazón porque las de niñes negros y marrones ya se han vuelto parte de lo que la blanquitud está acostumbrada a ver y ha normalizado sin inmutarse. Lo mismo con el sentido común y moral amodorrados ante la repetición disuasoria de imágenes de personas descolgándose de las vallas de Ceuta y Melilla, hiriéndose y desgarrándose la piel por la concertinas mientras son atacadas con gases.

“Los negros no, los negros no, cuenta una mujer que escuchó mientras intentaba con sus hijos subir a un tren gratuito para salir de Ucrania. Vio cómo un hombre ucraniano sacaba una pistola y hacía bajar a un hombre negro del tren: ”ayudan a su gente pero no quieren ayudar a los negros“. Quienes no son blancos no llegarán al otro lado porque sus vidas no son importantes si no es para ser carne de cañón de unos bandos. Un ucraniano blanco se considera un ser humano y un mártir; una persona racializada, no. Y lo dicen las leyes.

Según esta mirada necropolítica del mundo no lo son quienes huyen del hambre y de otras guerras causadas por los mismos intereses económicos del norte global, quienes arriesgan sus vidas en las fronteras, en los muros, en los mares embravecidos, defendiendo la tierra, el agua y los bosques de la depredación. Esas son, en el imaginario supremacista, criaturas atrasadas, peligrosas, desechables, las abyectas que les vamos a quitar el trabajo, nos vamos a follar a sus mujeres y comer a sus hijos porque no somos blancos y queremos su desaparición, en suma queremos la extinción de la civilización occidental. Pues sí, ojalá estar viva para ver caer esa civilización que decide quién vive y quién no.

La UE ha excluido de la “protección automática” humanitaria a los desplazados no ucranianos que huyen de la invasión rusa. No recuerdo que cuando la crisis económica de 2008 los europeos tuvieran que colarse en los trenes o saltar vallas o cuidar niños y personas mayores en sus países de acogida, más bien eran recibidos con alfombra roja y como mano de obra cualificada, al menos en América Latina. Qué eficiencia, qué rapidez, qué gestión deslumbrante del tema de los refugiados cuando se trata de GCU (gente como uno), qué lerdos, qué crueles, que necropolíticos cuando no, cuando es el otro. 

Antes de la colonización y de ser llamada América ya se entendía ésta como un cuerpo vivo con nombres muy distintos. La más popular y reivindicada hoy para el continente ancestral por la población indígena y su descendencia es Abya Yala, que fue acuñado entre los Kuna, pueblo originario que habita entre Colombia y Panamá. Significa tierra viva o madura, en florecimiento. Nada es medible en ese espacio porque lo físico, una montaña o un árbol, está integrado al devenir de todas las formas de vida, también a las personas, a su cultura y espiritualidad, nutriéndose y complementándose en su estrecha convivencia. Nada es nuevo ni viejo porque es cambiante y permanente. Nada ni nadie es expulsable –ni venezolanos de Chile, ni árabes de España–, porque todo está incluido. No hay puertas, ni muros, ni fronteras, solo un lugar que fluye y nos reúne. Ojalá poder entender otra vez así la vida y no como un juego de mesa de estrategias militares, de territorios conquistables y cuerpos racializados, femeninos, disidentes, migrantes como campos de batalla. Mucho que aprender de lo ancestral, que siempre ha sido llamado “el atraso”. Mucho que aprender de esa mirada, de esa resistencia, para poder soñarnos en un mundo que nos odia. 

GW

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