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Fin del año del fin del mundo

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El año del Covid termina con más dudas que promesas. En algún momento de 2021 tendremos una vacuna y allí nos encontraremos con el verdadero problema: reconstruir negocios, costumbres, confianzas. Y gobernar las dudas que sembró la pandemia: ¿La ganadería y el monocultivo facilitan la difusión de enfermedades entre animales y humanos? ¿Es sostenible la vida urbana tal como la conocemos ante la amenaza de epidemias recurrentes? ¿La digitalización de nuestra vida cotidiana se detendrá cuando volvamos al trabajo y la escuela? ¿cuántas de las actividades destruidas por la cuarentena lograrán recuperarse y cuántas de las nuevas costumbres se mantendrán? 

Por no hablar del efecto político de esta experiencia traumática. Para las nuevas y viejas derechas la peste fue una oportunidad: endurecieron su discurso antiestatal ante la avanzada sanitaria y reclamaron mayor punitivismo y segregación. El mérito de la derecha es saber vender la distopía como modelo social. En un libro editado recientemente, Notes From an Apocalypse, el premiado cronista irlandés Mark O´Connell visita diferentes proyectos para el fin del mundo (desde los que se preparan para sobrevivir en el bosque con rifles y cantimploras hasta los que compran bunkers, o lotes en Nueva Zelanda) y encuentra en cada uno la misma fantasía libertaria: un mundo sin sociedad ni Estado, en donde cada familia sobreviva de acuerdo a sus recursos dejando a las víctimas del colapso del otro lado del alambrado. 

Para quienes nos oponemos a ese modelo de sociedad la cosa está difícil: el Estado de Bienestar no llega y con la derrota de Trump no alcanza. Debemos conjugar otra vez el ideal de igualdad con las posibilidades del entorno. O, mejor, usar el fin del mundo que nos tocó para imaginar una sociedad mejor. Usar la realidad para prevenir la distopía. No parece fácil pero podemos intentar mapear nuestro fin del mundo y sus posibilidades en tres puntos.

1- El mundo se acaba

Desde 1972 consumimos cada vez más rápido los recursos renovables de este planeta: el año pasado terminamos nuestra cuota anual de recursos en julio, el resto del año vivimos el presente comiéndonos el futuro. Para vivir a este ritmo, la humanidad necesita más de un planeta Tierra por año. Ese “populismo” global ni es criticado por ningún liberal. 

El agotamiento de los recursos es un problema económico que acarrea pauperización, migraciones forzadas y conflictos geopolíticos, espacios verdes acechados por el fuego o por el capital inmobiliario. Pero sobre todo es un problema físico: la desaparición de cualquier elemento natural (desde un bosque hasta una especie de insecto) altera a este frágil y anómalo desequilibrio químico que llamamos vida. 

El planeta Tierra es una piedra gigante cubierta con una frágil capa de musgo que llamamos biosfera. Ahí vivimos porque solo allí hay vida. Todavía no encontramos esa capa de musgo en ningún otro planeta pero nuestra acción ya está afectando la viabilidad de la vida en este. Transformamos al planeta en un mundo: un lugar lleno de sentido a nuestra medida. Y hoy ese mundo nos está quitando al planeta. 

2- La tecnología nos absorbe

El paradigma tecnológico de nuestra época es el “sistema ciberfísico”: la interacción entre la web 2.0, las plataformas por las que interactuamos y los algoritmos que procesan los datos de esa interacción, nuestras huellas en la web. Este sencillo triángulo de retroalimentación es el que nos permite confiar en Tinder o LinkedIn, el que amenaza con automatizar al trabajo administrativo y el que alimenta el temor a que en algún momento esa inteligencia artificial nos supere y ya no nos obedezca. 

Antes de asustarnos, pensemos en lo que tenemos en común con las máquinas de hoy: la cibernética. Pese a su aura futurista, cibernética es cualquier sistema de comunicación y control, hay cibernética en el predictivo del celular y en el olfato de un perro. O en ese dispositivo llamado Diego Maradona cuando explicaba su talento diciendo: “Lo que pienso con la cabeza me sale con los pies”. En todos los casos, un sensor (el pie) eleva datos (a la cabeza) que los usa para corregir el producto de salida (el movimiento del pie) en un loop interminable de tanteo y perfeccionamiento.  

Algunos científicos sostienen la hipótesis de que todo el planeta Tierra es un enorme sistema cibernético en donde los elementos químicos se retroalimentan y reequilibran para hacer posible a la vida. Nuestro trabajo es mantenerlo. Si la industria de los siglos XIX y XX contribuyó a deteriorarlo, la cibernética del siglo XXI puede ayudar a recomponerlo. Sólo hay que disputar su control. Hoy la tecnología y la naturaleza no son principios ni recursos, sino son un solo campo de batalla.

3- La guerra ya empezó

Es conocida la historia de Hirō Onoda, el soldado japonés que combatió durante la Segunda Guerra Mundial en la selva filipina y no se rindió hasta 1974, convencido de que la guerra seguía. Quizás nuestra situación en medio de la crisis climática sea la inversa: vivir nuestras vidas indiferentes a una guerra sorda que se libra en torno nuestro.

Esa es la idea que desarrolló el filósofo francés Mark Alizart en dos conferencias que dio en Buenos Aires durante 2019 y que Editorial La Cebra editó este año como Golpe de Estado climático. De un lado están las grandes empresas que ya especulan con capitalizar el colapso climático, la nueva derecha que las representa y el lumpenaje blanco que movilizan; del otro, los más perjudicados por el calentamiento global: los jóvenes, los pobres y los habitantes de las regiones más expuestas a las sequías y las inundaciones. Las armas de estos últimos son la presión política y la tecnología para descontaminar: automatización para ahorrar recursos, legislación para distribuir el riesgo climático, geoingeniería para revertir el daño hecho.

Aquí y ahora

Llegado a este punto, ¿qué sentido tiene hablar de calentamiento global y cibernética en medio del dólar y la grieta? Mucho. Este año vimos arder los bosques mientras nos conectábamos con nuestros afectos y obligaciones solo por la pantalla del celular. El congreso discute la conectividad como un servicio público y al fracking (o la cría de chanchos) como un modelo de desarrollo. En todo esto hay mucho riesgo y una oportunidad.

En 1987 se produjo una pequeña gran crisis: fue el primer tropezón del plan Austral y el último estertor de una economía peronista que venía herida de muerte desde el Rodrigazo de 1975. El sentido de la crisis y su salida neoliberal fueron en gran medida orientados por el intenso debate y propaganda que llevaron adelante ideólogos de la derecha liberal como Bernardo Neustadt, Álvaro Alsogaray y Julio Ramos. La crisis de 2020 también es la crisis de algo más grande. Y los ideólogos de la derecha actual ya no son liberales. Solo articulando la ética de la igualdad de manera novedosa y atendiendo a las posibilidades del nuevo entorno podemos atajarlos. Pensemos un futuro distinto o alguien va a hacerlo por nosotros.

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