Una novela familiar

El año que viene quiero escribir una novela familiar: me refiero a una de esas novelas en las que hay varios protagonistas, todos de la misma familia, y de distintas generaciones. Como pasó con mi libro anterior, les tocará a los lectores y lectoras de esta columna ser testigos involuntarios de mis lecturas y devaneos en el camino a ese libro que nadie sabe todavía si llegará a existir, pero bueno, una no tiene tres cabezas para andar pensando en tantas cosas distintas. O más bien, incluso si una tiene abiertos tres anotadores todos los anotadores son el mismo anotador.
La última novela familiar que leí la comenté en esta columna: fue Las correcciones de Jonathan Franzen, que sigue la historia de dos generaciones, un matrimonio de padres y sus tres hijos adultos. Si me pongo a pensar, creo que la anterior que había leído es Fortuna, de Hernán Díaz, que probablemente sea también una de las novelas familiares más recientes. Siempre es difícil hacer este tipo de generalizaciones, pero no creo que la novela familiar sea un género tan popular en esta época como lo era hace cien o doscientos años. Muchos clásicos absolutos de la novela pertenecen a este género: Ana Karenina, Cien años de soledad, Cumbres borrascosas y Pastoral americana, por mencionar solo algunas que leí y que me gustan mucho. Hoy, en cambio, tengo la sensación de que las grandes novelas hablan de parejas, o de aprendizajes personales, o de maternidad, o paternidad, perder a tu mamá o a tu papá, incluso pueden hablar de amistades; pero hay un foco, quizás, en las relaciones uno a uno. Un foco en el sentido literal, un close up: nos interesan las sutilezas y los detalles mínimos de una relación, más que esa especie de pertenencia vaga e incierta (ese parecido de familia) que se arma entre los miembros de un mismo árbol genealógico.
Es curioso; cuando pienso en la vida de una persona creo que es muy difícil armar con eso una novela, más allá de las mil millones de autoficciones que leemos y escribimos todos los días. La vida de una persona, creo, no se presta en términos de estructura para armar una novela con principio y final; hay que inventarle una estructura, porque el punto de vista de esa persona tiene algo de infinito. De la propia vida no podemos contar ni el principio ni el final; cualquier comienzo o cierre que se elija es profundamente arbitrario.
En algún sentido con las familias pasa lo mismo (aunque Cien años de soledad intenta hacer eso: contar el principio y el final de un apellido). En otro, hay algo que se siente un poquito más estructurado, aunque sea porque el número mágico de la narración, en mi humilde y cuadrada opinión, es el tres (por la introducción, el conflicto y el desenlace). En general son tres las generaciones que llegan a convivir en una familia; es fácil sentir de chico que uno es el desenlace de una historia que empezó mucho antes, y ver cómo un día nos convertimos en el conflicto. Pienso que de lo más extraño de la maternidad debe ser ir intuyendo el siguiente paso; la sensación de que una también es la preparación para la vida de otro, de que una puede ser, además de protagonista, prólogo.
Iba a empezar esta serie de columnas (que serán salteadas, esporádicas: tampoco quiero aburrir insistiendo todas las semanas con mi proyectito) con una relectura de Mansfield Park, una de las primeras novelas familiares que leí, pero creo que mejor introducir una variable qué estará rondando todo el asunto: qué significa querer escribir una novela familiar en el momento en que todos hablan de las familias. De la crisis de la familia, de la crisis de la natalidad, de la pregunta por qué es una familia, qué puede reemplazarla o para qué sirve. En la época en que se escribió Mansfield Park las familias eran fundamentalmente dos cosas: organizaciones productivas y redes de cuidado. Los hijos eran mano de obra para sus padres, heredaban sus oficios o sus propiedades para manejarlas; quienes llegaban a ancianos vivían en las mismas casas que sus hijos. Una solterona como Jane Austen, que hoy sería una de esas mujeres sin familia y llenas de gatos que denigra Donald Trump, estaba dedicada a cuidar a sus sobrinos; probablemente cumplía con tantas tareas de cuidado como su hermana casada, más allá de que su posición les permitiera mantener a unos algunos sirvientes.
De esas dos cosas que eran las familias en el siglo XIX ya definitivamente no son la primera; el trabajo productivo está divorciado de la dimensión familiar. Lo segundo está un poco por verse; los cuidados de los ancianos están en las clases medias y altas, casi totalmente tercerizados; los de los niños mucho menos, pero ya no es obligatorio tenerlos, ni casarse y “armar familia” (o mantenerla armada) para tenerlos.
Las grandes novelas familiares del siglo XIX dan a la familia por hecha: la piensan, pero a la vez la suponen. La angustia de escribir sobre la familia en el siglo XIX es la angustia de lo inescapable; la del siglo XX, en cambio, es la angustia opuesta. Escribir una novela familiar en el siglo XXI es necesariamente mirarla como a un artefacto extraño, como uno de esos muebles gigantes que tenían las abuelas y ya no entran en nuestros departamentos diminutos.
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