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Pura espuma Opinión

El fin del periodismo y otras historias

Juan José Becerra Pura espuma rojo

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Cualquiera escribe una novela. Es un derecho de las personas alfabetizadas, y de las analfabetas también, porque no hay por qué acordar con una lengua dada para escribirla: se la puede inventar. El rencor de Saer con “el escribano jubilado que escribe su novela” no tiene justificación. Está fundado en un prejuicio aristocrático, y en un indisimulable tufillo a concebir la novela, en todo caso a aceptarla, bajo la condición de que sea un asunto de profesionales, de entendidos en una materia de la que nadie está en condiciones de dar cátedra.   

¿Qué tendría de inaceptable que, por dar un ejemplo cualquiera, Mauricio Macri se levantara de la cama como todos los mediodías y dijera: “voy a escribir una novela”? Tiene asesores literarios de primer nivel que podrían imprimirle y subrayarle unos briefs para entrenarlo acerca de todo Cervantes, Proust, Balzac, Stendhal y Andahazi, y el cabo de una o dos jornadas intensivas (mejor una) en las que se descargarían tormentas de tramas, personajes y emociones, darle la oportunidad de experimentar la ilusión de libertad más grande que se pueda tener sobre esta tierra inviable.

Cualquiera puede escribir una novela por la sencilla razón de que escribir una novela es cualquiera (lo que le inyecta garrafas, damajuanas de ironía a las palabras “novela” y “novelista”). Consiste en dos operaciones: empezarla y terminarla. Algo tan fácil como encender y apagar una lámpara. O más fácil todavía: encenderla, y esperar que se apague sola. Y después es cuestión de ver cómo el mercado de la suerte interviene sobre el producto, y cómo la o él novelista ambientan su figura para cazar compradores de libros desarmados. Se puede contratar una gigantografía en la Avenida Lugones, plotear las lunetas de los bondis con retratos de los artistas que den un efecto de sabiduría, usar tiradores, hacerse amigo de famosos o directamente serlo.

Esos, más todos los habitantes del mundo, son los novelistas “de derecho”, y ojalá algún día no le quede a nadie una novela por hacer. Los novelistas “de hecho” son menos abundantes y más discretos. Uno de ellos, emblemático por su manera de sustraerse al trajín de los escenarios, es Alejandro Caravario, que acaba de publicar Una isla argentina (Híbrida Editora, 2022) y que es ¿qué? No es fácil saberlo, lo que no implica dificultades en la relación con el libro sino asumir sin deprimirnos que el ¿qué? de las historias, para no hablar del ¿quién?, tiene la estructura de una ilusión rota. 

El sentido de la vida, ¿existe? ¿Existe realmente? ¿O es un sticker aleatorio que se le pega a la vida de una manera tan arbitraria como se le podría poner cualquier nombre a cualquier cosa?

La primera postulación de Una isla argentina, que ya había sido formulada en su novela anterior, Librerías Palmer (Hojarasca, 2021), con esa delicadeza que tiene Caravario para llevar la reconstrucción de experiencias al campo de la traducción emotiva, en las que rozan sus filamentos los ejércitos a menudo enfrentados de los pensamientos y los sentimientos, es la siguiente: no hay unidad. De nada. No la hay en el individuo, ni en los hechos, ni en los recursos con que se pueden contar los hechos. Lo que hay son enigmas de la existencia. 

El narrador de Una isla argentina no sabe qué está contando. Esa ignorancia tiene todo el sentido del mundo por una causa determinante: está hablando de él, y lo hace en un intersticio que se abre entre el cementerio del pasado (plagado de muertes del “yo”) y un futuro en el que lo que se espera puede y no puede ocurrir. Nunca se “es” nada. Siempre se “era” alguien. En el caso del personaje de Caravario, que cuenta su historia recibiendo los efectos de incertidumbre del tiempo real, fue un cronista de ciclismo que cae por el palo enjabonado de la desocupación y la inutilidad. 

De las crueldades inducidas por lo que el narrador de Caravario, llamado Solito (lo que pide el diminutivo es piedad), considera El Sistema, hay que anotar la farsa de obtener la identidad personal a través de la identidad laboral. Ambas son falsas, y se desploman juntas, y es en ese desplazamiento hacia abajo en el que ocurre Una isla argentina. Con una paradoja vinculada a la altura. 

Solito va heredar la fortuna de su padre, un lobo de la especulación financiera, a cuya mansión de barrio cerrado regresa luego de una doble desocupación (a la laboral se le agrega la matrimonial). La deriva podría tener un sentido ascendente si se juzgan los beneficios materiales del porvenir inmediato, pero para Solito, el salto de clase hacia arriba no puede sino ser una caída al vacío. Es la lectura implacable de la existencia propia lo que está en juego, no la vulgaridad del confort concedido por la lotería de la sangre. 

El sentido de la vida, ¿existe? ¿Existe realmente? ¿O es un sticker aleatorio que se le pega a la vida de una manera tan arbitraria como se le podría poner cualquier nombre a cualquier cosa? Para no entrar en los terrenos de la solemnidad, en los que Caravario se niega a poner un pie, ese sentido, el que sea que se haga presente o le falte a la vida, se vuelca sobre los hechos cotidianos. Respecto del trabajo, reflexionando en estado de resignación sobre la muerte del periodismo, y no solo del de bicicletas. La disciplina ya no existe en general, nadie la práctica. Su reemplazo se ha consolidado en favor de la tendencia que la consagra como un entretenimiento malo, malísimo, de chispas negras, que mantienen vivo el malestar social y la acumulación de poder. 

Ya no hay aire en el ambiente, excepto el irrespirable. Solito conoce el asunto, como conoce “la potencia del deseo verdadero” (aquel que tiene “más intensidad que la vida”), las diferencias entre “estar con alguien y amar” y el misterio de vivir, de haber vivido, dado que “no hay modo de que el pasado no vuelva como enigma”, que es lo que por lo general se dice del futuro.

El poder de Caravario para escribir sus historias en las que el pasado está siempre por delante (son historias de un pasado que todavía no pasó) se ejerce por discreción. Uno puede detenerse en su prosa con la lupa en la mano, mirarla del derecho y del revés, someterla a la luz y revisarla letra por letra, y lo que va a resplandecer es el don de alguien que convierte las joyas en bloques de oro. Una especie de refinamiento invertido, de voluntad esencialista, que nos ilusiona con la idea de que la literatura puede regresar a la vida de la que salió.

JJB

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