ENSAYO GENERAL Opinión

La puerta que se abre al extraño y al amigo

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Empecé la semana viendo un meme que mostraba la mejor pieza de crítica literaria existente: la crítica en cuestión era una reseña de goodreads que le ponía una sola estrella a Orgullo y prejuicio de Jane Austen y escribía, como comentario, “solo un montón de gente yendo a la casa del resto”. Como todos los buenos chistes: es gracioso porque es cierto.

Las novelas de Jane Austen son novelas de matrimonio, y antes de que existieran las citas (antes de que se considerara aceptable para una chica de familia pasar tiempo sola con un muchacho soltero) lo que había para conocerse y enamorarse eran las visitas. Me parece impensable hoy a mí, que no le presento a alguien a mi familia hasta que es estrictamente obligatorio porque me estoy por ir a vivir con él, ese nivel de proximidad entre la familia y el sexo. En algún sentido podría decirse que justamente, mantener al ritual del amor tan inserto en el hogar era una manera de ahuyentar al sexo; pero así y todo la cercanía es innegable. Estoy releyendo Orgullo y prejuicio para un taller y me angustio con el momento en que la madre de las Bennett hace que su hija Jane vaya a visitar a las chicas Bingley a caballo y no en carruaje porque va a llover, y si se larga va a tener quedarse a dormir y así a flirtear con el hermano. Nada me parece más pesadillesco que tener a tú madre así de metida en tu vida sexual, pero así fueron las cosas por muchísimo tiempo. 

Me pongo a pensar en esto cuando me doy cuenta de que hoy tengo amigos cuya casa no conozco, y que no conocen mi casa, gente que puedo considerar bastante amiga realmente, a la que veo seguido e incluso puedo pedirle un favor cada tanto. Más allá del cambio en la moral sexual que hizo posible el paso de las visitas a las citas, es más amplio el fenómeno que hace que la vida social en general, y no solo la sexual y afectiva, empiece a transcurrir en el espacio público. Siento que ese proceso se sigue profundizando, y que se relaciona tanto con cambios en la relación con la intimidad como con transformaciones del hábitat (casas cada vez más chicas) y el consumo.

Cuando era adolescente me iba de un boliche a otro y luego a otro y no solo por las ganas de bailar y vivir, sino para no volver a casa, al lugar donde me sentía vigilada, donde había que ir avisando los movimientos.

Dos recuerdos: el primero, ir a comer afuera con mi familia cuando era chica, una especie de aventura, tan excepcional como un casamiento. El segundo, la vez que me puse a llorar en un colectivo, volviendo con mi mamá del curso de ingreso al ILSE, porque se atrevió a sugerirme que invitara a mis nuevas compañeras a nuestro departamento que quedaba en Once y no tenía jardín ni pileta.

Dos intuiciones: la primera, las filas llenas y las reservas estalladas de los restaurantes hablan más de una generación que hizo cotidiano a lo especial, una generación a la que ya casi no le queda nada que no sea fácil (coger es fácil, drogarse es fácil, salir es fácil: no es ni bueno ni malo, es así) que de una economía pujante que todos sabemos que no tenemos. La segunda: para ir a comer a un restaurante hace falta plata, es cierto, pero hace falta mucha más plata para tener una casa linda que te den ganas de mostrar, sobre todo en las ciudades atestadas y en los sectores medios atrapados entre la hipocresía y la competencia infructuosa. En mi humilde experiencia anecdótica que no representa una data objetiva, la gente fina se junta muchísimo más en casas, igual que la gente de las clases populares. 

Hoy que mi casa es parte del mundo de la espontaneidad me encanta estar ahí.

Y más allá de las causas, me pregunto qué clase de socialidad se hace consecuencia de este mundo de vivir en cajitas de fósforos (en las que nadie quiere poner demasiado dinero porque encima, en general, no son propias) y juntarnos con nuestros amigos y parejas en bares y restaurantes. Por supuesto que me encanta comer afuera, y por supuesto que me encanta la salida de la esfera familiar que eso implica y la posibilidad de conocer gente nueva que una todavía no admitiría en su casa (otro factor, supongo, de las citas y encuentros sociales en lugares públicos: la paranoia de la época). Pienso, también, en que me encanta estar en mi casa porque vivo sola, o en otras palabras: porque elijo con quién vivo.

Cuando era adolescente me iba de un boliche a otro y luego a otro y no solo por las ganas de bailar y vivir, sino para no volver a casa, al lugar donde me sentía vigilada, donde había que ir avisando los movimientos. Hoy que mi casa es parte del mundo de la espontaneidad me encanta estar ahí. Son dos magias distintas, supongo, la magia de los bares y su indeterminación y la de las casas y su intimidad, dos clases de erotismo. Y eso, me encanta el bar, pero algo pasa en los afectos y en el calor cuando una puede compartir con gente en su casa, no solo con mis amigos, también con los extraños. Algo pasa cuando una tiene el privilegio habitacional de poder armar un encuentro que no se organiza en torno del consumo de nada. 

TT