El recurso gastado del peronismo: apelar a Scioli, el sobreviviente con cama afuera
“La vuelta” de Scioli, en realidad, nos hace volver a él. Pero más cansados, estirando otra vez la cuerda, como un eco del ya lejano efecto Manzur cuando el peronismo creía que ya estaba para exportar “volumen político”, “musculatura” y con una impresión de repertorio gastado. Scioli de nuevo en la arena. Debajo de la tensión entre Cristina y Alberto se desempolva una cuita anterior: la de Scioli con Massa. La Ñata contra el vidrio. Scioli, ministro de Desarrollo productivo. Scioli no vuelve porque nadie se va. Papá salió en viaje de negocios. ¿Adónde? A la embajada de Brasil. Scioli supo cultivar un vínculo directo con la dirigencia brasileña. Y ese fue otro paso de sciolismo puro: una agenda paralela. Un optimismo en las ruinas. Un violinista del Titanic. “¿Con que contrastar la dureza de la pandemia, las escuelas cerradas, la negociación con el FMI, las internas del partido?” Con fotos en las góndolas de San Pablo. Scioli con un productor de vino o dulce de leche o un exportador de salmones en la cámara frigorífica de un supermercado brasileño. El mínimo común denominador: “Seamos capitalistas, y lo demás no importa nada”. ¿Quién miraba esas imágenes? Casi nadie. O los adictos a la política. O los funcionarios competidores de historias de Instagram. Pero ahí estaba Scioli en Brasil y con campera. Parado en el único punto frío de ese imperio del sur: las heladeras de los supermercados. Scioli hasta hizo buenas migas con Bolsonaro. Porque fue exactamente a eso. Scioli es la parte argentina de la política que siempre quiere decir que la sangre no llegará al río. Adentro o afuera. Porque además es otro hijo del río: su épica remanida en las aguas donde el brazo se perdió. Scioli es un sobreviviente. ¿De qué cosas es sobreviviente? Veámoslas de a una.
Las sobrevividas
Lo dicho: sobrevivió al accidente. De esa desgracia construyó el relato didáctico de la superación personal. Scioli hizo de las aguas de ese río y de ese brazo su Jordán, la cámara lenta de un relato, la biopic antes de Netflix, yo busqué un brazo y encontré una carrera política. Hizo de la historia personal (de ese fragmento) una condición de lo político antes de que fuera marca de agua de la época. De los pioneros en hacer de la “superación personal” una épica.
Sobrevivió al menemismo. Es decir, a la identidad de que “nadie fue” pero de la que él no renegó. Scioli se bancaba como candidato a vice a un patovica ideológico como Zannini en 2015 pero cuando llegaban en el avión a las tierras riojanas, el “Chino” se bancaba los llamados “al jefe” Carlos. El menemismo cambió más a la sociedad que a la política, o como dijo Alejandro Galliano: “Nos hicieron neoliberales y ahora no saben cómo gobernarnos”. Scioli hizo de esa comprensión caníbal de la sociedad menemista su pasaporte a la carrera política. “Seamos capitalistas, y lo demás no importa nada”.
Sobrevivió al 2001. El que se vayan todos fue zigzagueado por un Scioli que se mostró solícito y al servicio de todas las salidas urgentes de la crisis: la del puntano, la de Duhalde, la de Kirchner. La maquinaria es gastada pero no ahorremos su descripción: el origen popular y farandulero de Scioli (su constelación de amistades: Pimpinela, Mirtha, Susana, Maradona) le daban el tic de quien siempre está llegando a la política desde ese exterior del éxito. Un político con cama afuera. Aunque estuviera hasta la médula enterrado en una interna del PJ Capital con base en el barrio del Abasto. Scioli supo ser (o quiso ser), además del invitado famoso, la última esperanza de las ortodoxias. Con la oreja pegada en una canción de Julio Iglesias, título de Comercio en la universidad privada, fue dos veces presidente del Partido Justicialista. Era Lennon y Rucci.
Sobrevivió al enojo visceral de Kirchner. Mucho de todo está contado en la ineludible biografía que publicaron en 2015 Pablo Ibáñez y Walter Schmidt (“ Scioli Secreto. Cómo hizo para sobrevivir a 20 años de política argentina”). En el arranque del gobierno de Kirchner, Scioli metió un dedo en la llaga: habló de actualizar tarifas. Faltó a los dos consejos que le diera Corach (“nunca contradecir al presidente y jamás recibir a los que no recibe”). Quiso ir por más. Mostrar el límite por derecha que podía tener el sorpresivo giro kirchnerista para los hombres de negocios. Fue uno de sus momentos “ideológicos” más nítidos. Kirchner lo condenó al ostracismo hasta que encontró un motivo para indultarlo: lo necesitó. Lo necesitó bonaerense. Ese límite se volvió condición de un odio más profundo: el kirchnerismo sabe odiar lo que necesita. Scioli era electoral. Traducía el cancionero kirchnerista más a tono con los gustos de a los que no les gusta la política. Era eso. Un traductor. Un post 2001 con pedigrí popular.
Sobrevivió al infierno de gobernar la PBA. Lo hizo un poco como Vidal: ante la imposibilidad de domar la bestia hacer de la gobernación una campaña electoral permanente. Mucho raid mediático y victimización. Tenía con qué: el kirchnerismo le pisaba la manguera de los recursos hasta cuando lo tuvo de candidato. A la salida de su gobernación en 2007, Felipe Solá le dio una serie de “consejos de Estado” a Scioli. Por ejemplo, le pidió que no tocara al Comisario Gallina (sic), que llevaba adelante desde la Comisión Provincial para la Seguridad Deportiva (COPROSEDE) el enfrentamiento contra las barrabravas. Solá, sentado junto a Grondona en la inauguración del estadio único de La Plata había recibido de parte del caudillo del fútbol una sugerencia: “Pibe, a ver si me sacás a ese hinchapelotas de Gallina”. Llegó Scioli en 2007 y se fue Gallina. Otro de los consejos de Solá era aún más sugerente: “No aceptes el asado al que te va a invitar la cúpula de la Bonaerense”. Ahí creía el gobernador saliente que la policía le pecheaba al nuevo gobernador su pacto corporativo (que Solá enfrentó). Scioli agradeció el consejo. Y aceptó el asado. Alguien lo describe así: “Primero se rinde, después negocia”. También, y en definitiva, Scioli era en el universo kirchnerista (y en la que fue, paradójicamente, su década de mayor oportunidad y poder) la dosis de capitalismo explícito en un modelo cuya impronta ideológica se construía más en la identificación con los vulnerables. Scioli metía base meticulosa en una popularidad construida en línea con los que progresan, los progresos individuales, ese mundo de movilidades de a uno ante el quiebre del país que prometía la movilidad social. Los que progresan sin agradecer ese progreso al Estado. Pero en su 2015 quiso ser el “político catch-all” en la era de la polarización. Y no una versión del peronismo, sino todas.
Sobrevivió a la derrota presidencial. Me preparé toda la vida para esto. En las playas de la Bristol el peor verano de 2016, Victoria De Masi lo entrevistó para Clarín en su reaparición. “Me dolió más perder la presidencia que perder el brazo”, dijo y calibró la magnitud del mensaje. Estoy vivo, también quiso decir. Pero más allá de los playeros que lo rodeaban, ya nadie quiso escuchar ese relato. Te ganó Macri y a llorar a la Iglesia. “Nuestra campaña no fue preparada desde los salones de Washington. Empezó en los patios traseros de Des Moines y en los livings de Concord, y en porches de Charleston”, decía Obama. Scioli tiene otro escenario: esa playa Bristol. Su consagración como candidato en 2015 tenía un contraste con el Cristinismo, en su aspiración de refinación ideológica. Era un poco la Bristol contra Cabo Polonio. Y ahí, en esa playa, eligió reaparecer tras la derrota y comenzar el viaje nefasto de los cuatro años con su ex amigo en el Poder: denuncias, affaires, nuevas paternidades, escándalos con mujeres, firuletes con la prensa y la justicia.
Sobrevivió a Brasil. El gobierno del Frente de Todos lo mandó a Brasil y ahora es el mismo gobierno el que completa esta repatriación, porque Scioli vendría a compensar el problema del Frente de Todos en el área económica y se supone que viene a contentar a todos. Pero en el Frente de Todos el “todos” no existe: el día en que fue nombrado varios funcionarios massistas se bajaron de grupos de guasap. Los portazos del siglo XXI: “Malena ha abandonado el grupo”. La tirria entre Massa y Scioli está llena de capítulos. El que viene del “ingreso” a su casa en la campaña de 2015 se mantiene al rojo vivo en la memoria de Malena Galmarini. Y el anterior, el fin de semana salvaje de 2013 en que Scioli amagó irse con Massa e hizo todo lo contrario: construyó en ese suspenso otro largo gesto de “lealtad”, y le dio un argumento más a aquella versión renovadora de Massa (enfrentar a Cristina, a sus guardianes ideológicos y a sus temerosos obedientes). Pero a la posibilidad deprimente de que el 2023 repita una oferta electoral con gusto a 2015 le nació el mejor tuit de Catamarco: “Si en 2023 hay que votar de nuevo a Scioli o a Macri, los últimos ocho años del país podrían haber sido un mail”. Algo de eso hay: ¿qué fueron estos ocho años si no un “menos de lo mismo”? Mientras tanto, y aún cuando siempre puede cambiar, los nombres giran: hoy Massa ocupa un lugar de articulación y consenso entre las partes del gobierno que podríamos llamar “sciolista”. Es más: una de las fortalezas de Massa hoy es el nivel de confianza construida con Cristina y Máximo. Cuando una parte de la sociedad le subió el volumen al capitalismo, Scioli vuelve ministro de Desarrollo Productivo.
El hombre menos común
La trayectoria de Scioli es, a esta altura, indescriptible y plana. Él la podría explicar en quince minutos, las ciencias políticas en dos tomos. Un hombre prácticamente sin off, que invitaba políticos y empresarios a su mansión en La Ñata a los que recibía en una mesa compartida, y a los que escuchaba mientras veía varias pantallas (que, incluso a veces, tenían el volumen alto cada una). ¿La atención de Scioli con cada “interlocutor”? Quince minutos y se apagaba. El mito (que no era un mito) del aceite de oliva italiano o el vino que sólo se le sirve a él aunque en la mesa haya quince invitados tomando uno más barato. Lujos de un príncipe ordinario: el hombre menos común de una política para la gente común. Pero esa gracia de exponer su egoísmo como niño rico sin tristeza en más de un invitado atrevido despertó las ganas de eludir el vino que ponía en la mesa para todos y servirse del vino de lujo que tomaba sólo Scioli.
Su discurso podía y puede sonar monótono y repetitivo. Una forma de alterar el humor de Cristina, según cuenta un íntimo colaborador de ella, era nombrar a Scioli en una conversación. O algo peor: decirle que él pensaba sobre X cosa lo mismo que ella. A la vez, los hechos no pueden mentir sobre su sistema de lealtad. Lo fue a Menem, lo fue a Duhalde, lo fue a Kirchner cuando finalmente entendió que era efectivamente su jefe. Repasemos esta línea: por intervención del padre tuvo un primer padrinazgo político con Alfonsín, después fue un hombre de Menem, después de Duhalde (quien lo propone como vice en la fórmula con Kirchner), y con Kirchner por primera vez creyó que no había jefe. Scioli es un caso de virtudes confusas: no es leal, sino obediente. Aunque inventó una forma fracasada, gris, de disputarle el poder al kirchnerismo: la forma del descuidista. Quedarse al lado, obedecer, viajar en el mismo vagón, y esperar el momento del arrebato en un relámpago de oscuridad. Como si se pudiera manotear el poder sin que el otro se de cuenta. Scioli en eso es un cultor de la primera hora. Se dice a su alrededor que el nuevo cargo será, obviamente, su plataforma, pero que lo será siempre y cuando Alberto no sea candidato. Scioli cultiva que lo necesiten y explicita esos códigos para que las reglas sean claras. Si sos mi jefe seré candidato si soy tu candidato.
¿Pero quién es? ¿De qué está hecho su interior? ¿Es el que se le suelta la cuerda en el futsal? ¿El que homenajea a la finada escultora Lola Mora y pregunta si va a ir? Pablo Ibáñez y Walter Schmidt describen el museo de cera peronista que es su casa de Villa La Ñata. En la página 13 se detienen en el quincho. Dicen: “El quincho es un galpón de casi mil metros cuadrados empapelados de memoria. Las paredes están cubiertas de fotos. Scioli no sabe cuántas hay, pero puede que sean miles. En todas está él: con el papa Juan Pablo II, con George Bush, con su madre Esther, con Lula Da Silva, Con Néstor Kirchner, con Raúl Alfonsín, con Diego Maradona. (…) El cockpit de su primera lancha y un motor fuera de borda cuelgan como murciélagos metálicos entre candelabros. Son muchas lámparas, demasiadas; una manada de luces como una constelación personal.” ¿Sobrevivirá a sí mismo?
MR
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