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La regla del método reaccionario

Albert O. Hirschman y su libro La retórica reaccionaria

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Los artificios discursivos del pensamiento reaccionario se mantuvieron constantes a lo largo de mucho tiempo. Cambiaron los momentos históricos, las geografías, la envergadura de los acontecimientos y el contexto en el que se desarrollaron, pero la estructura retórica de quienes se oponen a las transformaciones (revolucionarias o reformistas) conserva ciertas invariantes. Las vemos hoy en quienes cuestionan a movimientos emancipatorios en los debates argentinos. En general, están motorizados por una certeza que emana de su propio escepticismo: nada vale la pena, toda lucha está condenada a terminar mal o incluso a empeorar el orden de cosas existente. Mejor, quedate en casa.

En el editorial de marzo del mensuario El Dipló (Edición Cono Sur), José Natanson rescata las elaboraciones de Albert O. Hirschman y su libro La retórica reaccionaria (que será reeditado en breve por Capital Intelectual). Hirschman era un judío alemán nacido en Berlín en 1915 y que huyó del nazismo en 1933. Socialista moderado y economista especializado en los problemas del desarrollo italiano. Durante la Guerra Civil española fue miembro de las Brigadas Internacionales y combatió en las formaciones del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), parte de la “extrema izquierda” española. Llegó a ese frente de batalla unos meses antes que George Orwell. Terminó su vida como investigador en los Estados Unidos. 

En su folleto, Hirschman dice que hay tres tesis reactivo-reaccionarias que alternativamente quienes rechazan los cambios político-sociales en los últimos doscientos años: la tesis de la perversidad o del efecto perverso, la tesis de la futilidad y la tesis del riesgo. “Según la tesis de la perversidad —escribe Hirschman— toda acción deliberada para mejorar algún rasgo del orden político, social o económico sólo sirve para exacerbar la condición que se desea remediar. La tesis de la futilidad sostiene que las tentativas de transformación social serán inválidas, que simplemente no logran ‘hacer mella’. Finalmente la tesis del riesgo arguye que el costo del cambio o reforma propuesto es demasiado alto, dado que pone en peligro algún logro previo y apreciado.”

Seguramente, algunas de estas tesis (o una combinación de las tres) sonarán familiares porque recurren a ellas quienes impugnan a las luchas contra distintas formas de opresión o discriminación, a los feminismos, a los movimientos por los derechos de las disidencias sexuales, a los ecologismos o a quienes bregan por terminar con toda forma de explotación. Según los que habitan el lado reaccionario de la vida, estas luchas estériles están condenadas a repetir en espejo aquello que combaten y tienen una tendencia natural hacia el totalitarismo. 

A primera vista aparece como una maniobra intelectual audaz y la estructura del argumento es sencilla y, por eso mismo, doblemente peligrosa para la disputa por el sentido común. Las tentativas de alcanzar la libertad harán que la sociedad se hunda en la esclavitud, la búsqueda de ampliar libertades democráticas producirá una oligarquía o una tiranía (o hasta alguna forma de fascismo), y los derechos sociales crearán más y no menos pobreza. Todo es contraproducente. Habría que dejar de lado los infantilismos ilusos (que son producto de la soberbia y la vanidad),  las aspiraciones a la igualdad (que no son más que manifestaciones de pulsiones hedonistas) y las utopías voluntaristas (meros sueños eternos que terminan en pesadillas inenarrables). En nombre de los encadenamientos factuales que se desprenden de la trágica experiencia del siglo XX los cultores de la retórica reaccionaria se convierten en viejos escribanos del hecho consumado. “El hecho consumado tiene una potencia irresistible —escribió Auguste Blanqui— todas las atrocidades del vencedor son fríamente transformadas en ineluctable evolución regular”.

Sin novedades en el frente 

Sin embargo, no hay novedades en el frente del pensamiento reaccionario, pese a que sus estridentes enunciadores crean que están formulando el “último grito” siempre con una dosis flu

orescente de “incorrección política”. En la estela de la Gran Revolución francesa puede encontrarse ya en las Reflections on the Revolution in France de Edmund Burke, quien dijo que liberté, égalité, fraternité se convirtieron en la dictadura del Comité de Salud Pública, el peligroso Terror jacobino y la deriva bonapartista. Margaret Thatcher escribió que coincidía con Burke porque “La Revolución francesa fue un intento utópico de derrocar un orden tradicional —que tenía desde luego muchas imperfecciones— en nombre de ideas abstractas formuladas por intelectuales vanos, que cometió el error, no por azar sino por debilidad y maldad, de incurrir en purgas, asesinatos masivos y guerra. Fue de muchas maneras un anticipo de la aún más terrible Revolución Bolchevique de 1917”. La tradición inglesa era para Thatcher el contraejemplo porque sus rasgos más marcados fueron la continuidad, el respeto de la ley y su sentido del equilibrio, como demostró la Gran Revolución de 1688 que, al parecer, no fue hecha por la espada Cromwell, sino por moderados señoritos ingleses.

Con la Revolución rusa la retórica reaccionaria esgrimió argumentos similares: todas las aberraciones del estalinismo ya estaban contenidos en el leninismo. De esta manera, la negación se transformó en continuidad. En el centralismo bolchevique ya estaba el germen del totalitarismo estalinista. Invierten el aforismo de Marx y creen encontrar en la anatomía del mono las claves de las ideas del hombre y en el aparato burocrático reaccionario, la evolución natural de la organización que comandó una de las revoluciones más grandes de todos los tiempos.

Y así se puede seguir con muchos ejemplos de experiencias revolucionarias, peleas radicales o movimientos emancipatorios que en el largo itinerario de polémicas llega incluso hasta el balance de nuestra propia experiencia nacional en los años ’70 del siglo pasado. El debate desatado por la carta del filósofo Oscar del Barco, aparecida en la revista cordobesa La Intemperie en diciembre de 2004 entra en esta secuencia. Conocida como del “No matarás”, la polémica que alcanzó para llenar dos generosos tomos de intercambio epistolar entre intelectuales, militantes y protagonistas de aquellos años, estuvo cruzada por esta retórica argumentativa de futilidad, perversidad y riesgo. Atributos que tenían esos jóvenes soberbios e irresponsables que veían “la revolución a la vuelta de la esquina” y cuya práctica no debe ser materia de balance político porque solo merece la condena moral. Visto desde hoy es válido el interrogante sobre quiénes son más “locos” o “irracionales”: si aquella generación que (estratégica o políticamente equivocada) quería asaltar los cielos para darlo vuelta todo o la actual que asiste al triste espectáculo de la mitad de la sociedad cayéndose del mapa y mantiene la gélida racionalidad del equilibrio justo.

Tomada de conjunto, la retórica reaccionaria aporta a una gran operación de despolitización, deshistorización y moralización que no reconoce que la política es el arte de las relaciones de fuerza, el tiempo y el contratiempo, los triunfos y las derrotas no determinados de antemano. Lo peor es que exonera de sus responsabilidades a los contrarrevolucionarios o “thermidorianos” de ayer y a los opresores de hoy. Se dirigen y condenan, no tanto a la reacción triunfante cuanto a los perseguidos por ella, a los oprimidos u oprimidas quienes con sus ‘excesos’ y con sus principios ‘amorales’, ‘provocan’ a la reacción y le proporcionan una justificación. Y si llegasen a triunfar, le copiarán sus métodos e impondrán un orden a su imagen y semejanza. Amen. La base psicológica de este pensamiento —escribió León Trotsky en Su moral y la nuestra— “se halla en el deseo de superar el sentimiento de la propia inconsistencia, disfrazándose con una barba postiza de profeta”. 

No se trata de no discutir los matices, diferencias o carencias de los movimientos de lucha (debate político y estratégico más que necesario), sino de no hacerlo dentro de las coordenadas que quiere imponer la retórica reaccionaria. Una estructura argumentativa que es una sofisticación del discurso dominante, la más maravillosa música para los oídos de los opresores y una defensa mística del orden existente.

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