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Opinión

Televisión y gimnasio, duelo y melancolía

Freud

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San Ignacio de Loyola abre sus Ejercicios espirituales diciendo que por “ejercicios” entiende una práctica de autocontemplación, un modo de analizar la propia conciencia. Si pasear o caminar – y para el caso ir al gimnasio– componen ejercicios corporales, los ejercicios del espíritu tienen la finalidad de educar “la salud del alma”. Loyola lo dice mejor, pero en fin, la idea se entiende.

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Es mucho más fácil cultivar los bíceps, o los dorsales, que el alma o la inteligencia. Por eso voy tanto al gimnasio. Además, y sobre esto tenía intenciones de escribir, estoy recién separado, o mejor dicho, me siento recién separado, por lo que el gimnasio es un dador de endorfinas gratuitas. Solo hace falta ir, levantar pesas, y listo. Son fáciles de condenar, me refiero a los gimnasios, como nichos de vanidad. Pero frente a los espejos, en las máquinas, bajo barras olímpicas y entre mancuernas se hallan grandes verdades humanas. Diré más sobre esto pronto, lo prometo, y mis argumentos serán convincentes.

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En Duelo y melancolía Freud menciona el desconcierto de los duelos amorosos. Como no hay cuerpo, el paciente no sabe qué ha perdido, si la persona amada sigue ahí, viva y a la vez ajena. Eso entendí, o eso quise entender, de mi lectura del maestro vienés. La postergué hasta ahora, después de 19 años con el mismo terapeuta: siempre creí que la lectura de las fuentes podría alterar mi proceso de sanación. Como ahora perdí las esperanzas de sanarme, leo a Freud. 

Es bastante bueno.

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Siempre quise ser culto porque sí. Aunque critico los usos ornamentales de la cultura, yo mismo he hecho un uso ornamental de la cultura - perdón por las itálicas-, como si fuera un arbolito de navidad. Un profesor que siempre admiré mucho me dijo exactamente lo contrario: yo no leo para ser culto, leo para “saltar de un problema a otro”. Yo, en cambio, contesté, leo para ser culto, y para mostrarlo, como un pavo real que exhibe la cola. Mi psicoanalista dijo una vez que debería haber sido actor. El doctor B. nunca erra, o casi nunca erra. Hice varias carreras universitarias, las terminé todas, ninguna de ellas actuación, y sigo en conflicto con la cultura. Doy un ejemplo: no vi televisión en los últimos diez años. ¿Para qué, con todo lo que me faltaba leer? Hoy mastico la siguiente duda. Si hubiera visto series de televisión, si hubiera gozado los eficaces sosiegos contemporáneos, mi matrimonio no se habría roto. Me faltó dar amor. Me faltó ver tele. 

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Dice Freud: “El duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.”

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Existe un paralelismo para mí inevitable entre el diario personal, que engroso desde 2006, y el gimnasio. En el gimnasio uno mueve el cuerpo porque sí, sin ninguna otra finalidad, salvo que uno entrene para aumentar el rendimiento en alguna otra disciplina, que no es mi caso, del mismo modo que en el diario se escribe para estar haciéndolo, como un acto de higiene. El resultado, si uno se obstina en la práctica, es la atrofia: muscular (en el cuerpo físico), literaria (en el cuerpo espiritual).

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Existen grandes obras de literatura de espera. En La novela luminosa, Levrero se reconoce incapaz de alcanzar el estado de ocio necesario para escribir aquello que quiere escribir. Por lo tanto, en cambio, y disculpándose ante los responsables de la beca Guggenheim, escribe una novela de espera: aquello que acontece en su departamento, y en su espíritu, mientras llega lo otro (que nunca llega). Algunos años antes, en Vita nuova (c. 1297) Dante da un paseo al lado del Arno y concluye algo similar: no estoy preparado, dice el florentino, para escribir lo que quiero escribir; no tengo las herramientas necesarias para hacerlo. En adelante toma una decisión: escribirá poesía de loa ante esa belleza divina que lo ha deslumbrado.

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¿Y si por exceso de diario me atrofié como escritor, del mismo modo que en los gimnasios deambulan, mirándose lascivamente al espejo, esos robustos novelistas del cuerpo, cargados de masa muscular, perpetuamente lejos de la obra maestra?

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Yo, que soy bastante idiota, me “enamoré” en Chicago de una italiana llamada Beatrice especialista en Dante. Sobre este error trágico escribí una larga novela “de amor” que todavía no publiqué (tiene mil páginas; cuenta, en tres partes, tres veces lo mismo; se llamará La novela manual y probablemente no gane el Herralde porque es larga). En mitad del Purgatorio Dante sueña con una sirena. Dante le advierte que la sirena es en verdad una trampa, que huele a podrido, el olor a mierda del pecado, dice en latín, y que después de haber caminado tanto, no debería cometer el error estúpido de dejarse tentar por la carne. No quiero hacer una lectura tan católica de mi vida, pero si empecé con Loyola, no veo por qué no hacer este desvío dantesco (si en mi vida reciente hice un desvío dantesco que fue un tiro en el pie). Ulises se hace atar al mástil de su embarcación, y tapa las orejas de su marineros con cera. El canto, que es sublime, es también peligroso, porque puede provocar la muerte. En una versión mucho menos épica de los hechos, yo quise probar la sirena y su canto, pero no entendí, hasta mucho después, que era una serpiente, y que mataría. Las alegorías son un poco simples, y también baratas, pero el punto, creo, se entiende. 

Ahora sé italiano. 

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Mi purgatorio es mucho menos erudito que el de la Commedia. Vivo parcialmente en Villa Nueva, Córdoba, del otro lado del río, de la cultura, de la vida.

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Adenda sobre diarios y gimnasios: es cierto, por supuesto, hay gente, y no poca, que entrena para jugar mejor al fútbol, o para mejorar en el atletismo. Me refería a quienes, como yo, entrenamos porque sí, para ser inmortales, para lucir, por una adicción al espejo. El diario, por otro lado, también es un espejo. Puede servir, dicen algunos, como entrenamiento para la novela. Pero ese mejoramiento es falso o, al menos, engañoso. El diario, como la sirena, puede ser una trampa. Si no me creen, pregúntenle a Blanchot. El escritor de diarios se tranquiliza con sus entraditas banales. En mi caso, con el diario sacio las urgencias, cumplo con el deber impositivo de escribir, fabrico una ilusión de haber hecho algo para mi literatura. Pero eso no asegura las novelas, los ensayos, mi tesis doctoral, nada. Es una trampa. 

¿Es una trampa, o es lo que es, y punto?

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Ahora, en pleno duelo amoroso, sí, así me siento, en pleno duelo, y en itálicas, aunque me separé hace más de un año, ahora sí veo televisión. Las noches del purgatorio cordobés son largas, bastante tristes, y carentes de Tinder. Pensé que este sería el lugar ideal para leerme todo Proust. Con mucho esfuerzo, si yo escribo muy rápido y leo muy lento, me tragué El camino de Swann. El otro día, sin embargo, puse HBO y vi Mare of Easttown. En un gran momento televisivo Kate Winslet, la protagonista, le dice al detective Colin Zabel: “Hacer grandes cosas está sobrevalorado”. Lloré emocionado. Me pasé el día citando a Winslet. Me pasé la semana viendo el resto de la serie. Aprendí más de una detective de televisión que en mis cuatro carreras universitarias.

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El 3 de diciembre de 2019, en el cuarto piso del University of Illinois Hospitals and Clinics de la calle Taylor, a las 10.04, en la ciudad de Chicago, nació Nino. Estaba azul, envuelto en el cordón, pero dentro de todo, bastante sereno. Su madre lo esperaba con los brazos extendidos, dolorida y ya amándolo. Con intenciones un poco inciertas, registré el audio del parto con un micrófono de cine. La primera frase todavía me conmueve: hola, mi amor, le dice. 

Ayer, viernes, Nino cumplió dos años.

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Marco Aurelio dice algo parecido a Kate Winslet. Pronto, dice el emperador, estaremos muertos, y muy pronto, muertos también quienes te velen y entierren. Entonces, ¿de qué te preocupas? Hablo de “tu” porque lo leí en la edición de Losada, de tapa verde, Obras maestras del pensamiento, que compré en la librería del Gustavo, acá en Villa María, en la única esquina en que brilla la cultura en la ciudad.

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Escribí mi última novela en seis semanas. (¿Y como no, si en Villa Nueva no hay nada?). Cada vez lo hago más rápido y, como el efecto es narcótico, siento que son cada vez mejores. Esta se llama Facundo, es un “cover” de Sarmiento y trata el conflicto entre civilización y barbarie en un pueblo de Córdoba. Cuando se publique me lincharán. ¿Qué mejor para un escritor con mis ínfulas de grandeza? Mi gaucho malo, mi “Quiroga”, es el tatuador. En vez de cuchillo, mi héroe bárbaro emplea sus agujas entintadas. Voy 700 páginas, mi editora en Tusquets no lo sabe, y quizás convenga mantenerlo en secreto hasta una primera corrección.

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Dice Freud: “La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y auto denigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo”.

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Los poetas de Villa María se detestan. Hay pocos y no se hablan entre sí, o lo hacen con fuertes ironías. Mi favorito es Marcelo Dughetti. Eso significa que Gustavo Borga se convierte en mi enemigo inmediato. Borga trabaja en el tren. Sube y baja la barrera del paso a nivel de la Mendoza. Dughetti es bibliotecario en una escuela. Por las tardes, cuando sale del trabajo, escribe poesía muy luminosa. Borga, en cambio, quizás harto de subir y bajar la barrera, escribe poemas que son como hojas de afeitar, llenos de patos y sangre. Villa María hace pensar en Los detectives salvajes en versión desértica, o en Poeta chileno.

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Mi papá vino de Buenos Aires a ver al nieto. El jueves pasado fuimos al arenero, una de las playas que dan al río Ctalamochita. Las alegorías me persiguen. Por lo menos esta es bastante luminosa. Nino y yo, abrazados en el agua, recibiendo la purga del cauce, el bautismo. Me abrazaba fuerte, como si notara la potencia del río, cierto peligro del que yo podía resguardarlo. El agua estaba tibia. Nos quedamos un buen rato, hasta que bajó el sol, jugando a que nos peinara la corriente. No sé bien qué, si de la vida yo por lo general entiendo bastante poco, pero algo comenzaba a sanarse. 

A la noche le pregunté: ¿Cómo la pasaste en el río con papá? Nino respondió, mirándome a los ojos: ¡Pim!

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Ahora veo The Marvelous Mrs. Maisel. Un productor amigo, a quien hace un lustro intento venderle alguna de mis novelas para una adaptación a la tele, me la recomendó como “una serie que te va a hacer bien”. Ahora no sólo veo televisión, también fumo marihuana. Quiero decirle algo a mi terapeuta, a cuyos rigores austríacos me someto semanalmente desde 2002. En dos semanas de faso y televisión me reí y me sentí más alegre que en diecinueve años de tortura verbal y drogas legales. ¡Gracias por todo! No sé cómo expresar más claramente el fracaso del psicoanálisis. 

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Hablando de fracaso. ¿Es este el mío como intelectual, viendo series? ¿Mi fracaso como escritor? Me pregunto de este modo: ¿por qué no prefiero leer el segundo tomo de Proust en vez de ver tele? Respuesta: porque Mrs. Maisel es mucho más entretenido

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Mi nutricionista, que no ignora de temas espirituales, me sugirió el método “pomodoro”: la eficaz subdivisión del tiempo en parcelas de veinte minutos. Con el “pomodoro” ahora leo mucho mejor. Divido mis noches así: un pomodoro de Proust, un pomodoro de tele, otro pomodoro de Proust, un pomodoro de tele, un pomodoro de marihuana, cuatro pomodoros de tele, etcétera.

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Proust es el mejor. Después de leer Proust la literatura nacional contemporánea parece una gran Zanella. Hace muchísimo ruido y le cuesta horrores avanzar.

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Villa María, pero sobre todo Villa Nueva, es rica en Zanellas. Por la costanera, por las avenidas, por los parques y boulevares, sobre todo los fines de semana, en especial los domingos, familias completas montan Zanellas, el vehículo criollo que surca la llanura semi urbana en ambos pueblos. Son, técnicamente, ciudades. Cuando el Gustavo lea que le dije “pueblo” a su “ciudad” querrá discutir.

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Todos los miércoles de este 2021 el Gustavo, el librero erudito, vino a comer asado a casa. No habría navegado el duelo, que todavía dura, sin él. Sobre todo en invierno, mirábamos el fuego, hablábamos de historia argentina, de la que él sabe todo, y cada tanto elogiábamos las virtudes del quebracho. ¿Cuántos años le llevó al quebracho, decía Gustavo con los ojos prendidos al fuego, adquirir esa nobleza? Hay que insistir, decía. Hay que insistir. 

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Pregunté por ahí sobre la duración aproximada de un duelo. ¿Un año, dos? A veces mi ex me saluda por la mañana con un “Hola!”, con signo de exclamación. Eso significa que tendré un buen día. Otras, sin motivo aparente, o quizás porque no me quiere más, y porque formo parte de su tiempo perdido, omite u olvida los signos de exclamación, y aborda directamente las burocracias que nos entrelazan. Eso significa que tendré un día largo. 

Por suerte ahora veo televisión.

PO

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