Viajemos hacia lo que no tiene sentido
Estoy presenciando una vez más el eterno retorno del fascismo, pero esta vez viene sin mi juventud. Encima, como escribió alguna vez Apollinaire en su poema Zona, estoy cansado de este mundo nuevo. No me gusta el mundo virtual. Todo el mundo busca consejos para vivir muchos años pero no se sabe bien para qué. Cada vez siento de manera más precisa que las cosas que me impactan son las que no tienen ningún sentido para el hipercapital. Ahí donde no hay sentido, hay vida. No soporto el culto a la celebridad, el abandono de la vida privada, que las personas ya no quieran tener experiencia. A Jimmy Hendrix ya hoy no le responde nadie.
Vengo de pasar unos días en el Festival de Poesía de Bahía Blanca. Y estoy en éxtasis, como escribe Viel Temperley en su hermoso poema Crawl. En principio porque es un festival casero, hecho a mano, sin celebridades. Recuerdo un festival donde participaba John Coetzee y que a los que nos habían invitado a una cena con él nos habían mandado una serie de reglas de tránsito: no lo mires a los ojos directo, no le preguntes cosas, etc. ¿Qué es toda esa mierda?
Bahía Blanca es una ciudad portuaria que no tiene contacto con el mar. O el mar se ha vuelto un proceso anti romántico, industrial. Donde en los años sesenta había playas y cantinas y lupanares, ahora hay un polo petroquímico, una inmensa planta de fertilizante. Lo curioso es que cuando vamos en auto visitando esos lugares parece una zona abandonada de todo vestigio humano. No hay gente que se mueva por estos complejos que arrojan humo y fuego por sus chimeneas. Es el escenario ideal para filmar otra de Mad Max. Me imagino un recital de poesía nocturno frente a una de estas petroquímicas, como si fuera la tapa de un disco de Pink Floyd.
Lo mejor de estos festivales hechos a escala humana es que podés conocer a personas muy diferentes y también diferentes modos de percibir y escribir poesía. Voy a todos los recitales y me fascinan cada uno de los poemas que se leen. No porque me gusten, hago una suspensión del gusto, trato de llevarme algo de cada uno de los que leen. Y el gusto propio es una sombra que se interpone en lo que intentamos conocer. Lo mejor de estos festivales es que no se sabe bien quién es poeta y quién no, cualquiera puede serlo.
En el Museo del Puerto de Ingeniero White hay una comida con recital de poesía incluído. Pero antes visitamos una usina eléctrica que está en desuso y que parece el set de filmación de Stalker, de Tarkovski. Bahía Blanca en primavera tiene una gran amplitud térmica, el clima es como el de una mujer que entró en la menopausia: de golpe hace calor, de golpe frío, de nuevo calor y sobre todo viento, un viento que si es del norte trae aguas vivas a las playas de Monte Hermoso y cierta sensación de querer matar a todo el mundo en la ciudad. Pero si la veleta negra gira enloquecida nos vamos al viento sur y hace frío.
La gente del museo de White, los amigos del museo, los que cuidan el lugar y organizan talleres de poesía y hacen tortas y que pasaron sus vidas y las de sus padres en esta zona castigada de Bahía Blanca, practican la resiliencia a full y el amor propio con una notable potencia. Tener amor propio es tener amor por tu destino. No ser un llorón. No ser una víctima. Y cuando hablan de White dicen Guai, destruyendo el inglés. Hay una comida donde tanto los invitados al festival como los y las integrantes del museo nos recitan sus poemas y nos cantan canciones. Adolescentes que versionan poemas de William Carlos Williams y también poetas de más de setenta años que leen poemas sobre objetos que están en desuso –una mujer lee sobre un descorchador de vino que ya nadie usa– y produce una profunda emoción. Pienso mientras los escucho que tendrían que tener un desfibrilador a mano en este evento porque las oleadas de emoción son muy potentes. Una mujer de unos setenta años o más –quién sabe– toma el micrófono y canta canciones célebres con una voz espectacular.
El día anterior habíamos caminado por el arroyo Napostá. Ese día costaba avanzar por el viento intenso. Parte de la ciudad aún se está recuperando del temporal que hizo volar árboles y casas hace poco, y que trajo al presidente Javier Milei vestido como un seals a pesar de que ese día hacía un calor infernal. Me cuenta un lugareño que en el Napostá hay un monstruo que sale a veces de noche disfrazado de marinero y que es muy carismático y suele ir a los bares a emborrachar víctimas que después se lleva al arroyo. Le digo que es una versión sincrética de ciertos relatos antiguos, como el del delfín rosa que sale del Amazonas para enamorar gente y llevárselo al fondo del río. Se ríe –es un hombre con una gorra visera, cincuentón, morocho– y me dice: Pero esto es verdad.
El sábado a la noche, Milton López organiza una gala poética que va al tuntún total. Para mí es el punctum del festival, nadie sabe bien que va a pasar, hay una inminencia de desastre –de que no haya guión– y eso libera totalmente a la gente. Si bien hay poetas que recitan poesía y Milton los presenta de manera graciosa y lírica, no hay un centro en la reunión, todo es importante, lo que se habla en los pasillos, la gente que indaga en la librería, los que fuman en la calle helada, los que vienen porque fueron invitados por invitados, los que pasaban y vieron gente y se sumaron: no hay nadie que no sea indispensable. Esta es la deconstrucción derridiana: hacer ver los engranajes maquínicos del capital, para resistirlos erosionándolos desde la periferia, sin ninguna necesidad de ocupar el centro.
Así debería ser la vida si uno pudiera vivir en poesía.
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