Volver
No logro que los viajes me entusiasmen tanto. De chica pensaba que era porque viajaba con mi familia, que cuando me iba a la playa o a otra ciudad las cosas que me importaban quedaban en otro lado, pero me siguió pasando y me sigue pasando, casi siempre, incluso ahora que viajo por trabajo que me gusta mucho más que viajar porque sí. Hago lo que hay que hacer: pruebo comidas nuevas, conozco gente, camino por la calle, voy a los museos, voy a los barrios. Soy intrépida, o más bien, soy sobreadaptada: me gusta pretender que pertenezco a cualquier parte y que entiendo todo lo que me dicen, ya lo escribí en la columna de la semana pasada. A los dos días de estar en México ya estaba tomando mezcal con cerveza (no entiendo bien por qué pero en Ciudad de México se estila eso, estás tomando una cerveza y te preguntan si querés mezcal o tequila como si fuera obvio que una cerveza no se puede tomar sola) a las cuatro de la tarde, o a las dos de la tarde, o a las once de la mañana.
Quizás es de tanto fingir que nada me sorprende que efectivamente nada me sorprende. No creo que sea solo eso, igual; es la globalización, también, es internet. Tengo la sensación de que cada vez más viajar no es viajar. Todas las ciudades se parecen cada vez más entre ellas, como rubias intercambiables vestidas de negro. En todas puedo comer lo mismo, en todas puedo comprar lo mismo, todas tienen el mismo pedacito de autenticidad para hacerme sentir un poco mejor. A todas llevo mi celular y mi computadora, en todas están todas las cosas que necesito. Creo que el problema es que espero demasiado, que siento —porque en todos lados me lo dicen— que un viaje tiene que ser una nueva experiencia, algo que te transforme. A mí me transforman más los libros, aprender algo, recuperar un idioma que olvidé, una forma de afinar la guitarra que me configura un instrumento nuevo, acostarme con alguien que no conozco. Todas las cosas que me cambian se pueden hacer igual en cualquiera de todas esas ciudades ruidosas, incluso en otras más silenciosas. Por eso creo que el viaje que mejor recuerdo como una experiencia transformadora fue uno que mis compañeros de travesía probablemente recuerden como gris, el que hicimos a Malvinas con otros dos periodistas en 2019. Un lugar donde la gente de verdad hacía otra vida: casi sin internet, con mínimas relaciones con los países cercanos, encerrados toda la vida en una isla con las mismas dos mil personas como en una reunión familiar interminable: un pueblo que al lado no tiene otro pueblo.
Me traje de México un libro que se llama Regreso a la Tierra: Memorias y reflexiones de nueve astronautas al volver del espacio. Lo editó Gris tormenta, y es exactamente eso que parece ser: una compilación de textos de astronautas sobre el viaje de vuelta a la Tierra. Cuando lo empecé no tenía tan presente la cuestión del regreso; imaginé que hablaba más de lo que habrían visto, eso que una podría suponer que puede interesar más porque nadie más lo vio. Avanzando en los textos me di cuenta de que casi todos ponían foco en eso, en volver: cómo se regresa a la Tierra después de haberla abandonado. Hay algo profundamente antimasculino en esas reflexiones; recordé que, en muchas interpretaciones que he leído, la Odisea es una obra mucho más femenina que la Ilíada. Si la Ilíada se trata de ir a la conquista, la Odisea se trata de volver a casa: no de ser un héroe y conquistar una ciudad (o el espacio), sino de encontrarle la vuelta al después de eso, estar en casa, mirar las cosas que uno conoce y tratar de verles el brillo. En varios de los relatos de los astronautas aparece esa pregunta, esa angustia: después de haber probado lo más radicalmente nuevo qué se puede probar, después de haber expandido la conciencia, la imaginación, la percepción hasta del peso del propio cuerpo, ¿cómo se vuelve? Qué hacer con esa experiencia estirada, una remera que de pronto te queda demasiado grande y que la vida en la Tierra nunca va a volver a llenar.
No aprendo idiomas nuevos, recupero los que abandoné: no me gusta ser principiante en nada, en todo quiero ser especialista y si no puedo prefiero no meterme. La verdad es esa, finalmente, quizás: lo nuevo me importa poco
Supongo que hay un sentido en que a mí la novedad no me importa tanto: soy capaz de leer los mismos libros cien veces, escucho la misma música todo el tiempo, trato de enterarme de cosas pero solo para saber si entre esas cosas puedo encontrar un autor, una imagen o una persona con la que obsesionarme y sumarla al acervo de las cosas viejas que uso todos los días. No empiezo talleres de cosas nuevas todo el tiempo: profundizo en las que más o menos sé. No aprendo idiomas nuevos, recupero los que abandoné: no me gusta ser principiante en nada, en todo quiero ser especialista y si no puedo prefiero no meterme. La verdad es esa, finalmente, quizás: lo nuevo me importa poco. Y lo sufro, tal vez, porque vivimos en una época donde las cosas valen por nuevas, donde hay que entusiasmarse con el trap solo porque es de ahora y la falta de entusiasmo te convierte en una melancólica, y también porque si una escribe necesita la ficción de que, aunque todo ya esté escrito, estás poniendo sobre la Tierra algo que antes no estaba ahí. Quizás ese es el hambre de novedad del tiempo que me toca, la necesidad de pensar que aunque estemos en 2022 no es cierto que está todo inventado, porque eso sería grave, no sé, no estoy segura.
TT
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