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PREMIO CRÓNICA PATAGÓNICA

Los Ángeles de Bolaño

Los Ángeles de Bolaño

Juvenal Rivera Sanhueza

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1998

Supe, por una entrevista que no se encuentra en ninguna de las tantas recopilaciones de sus crónicas y columnas, que está más allá del universo literario de su obra, que Roberto Bolaño vivió en mi ciudad: Los Ángeles. La nota fue realizada en noviembre de 1998 por el periodista Jorge Abasolo, colaborador habitual del diario La Tribuna,  quien llevaba años en la capital, abocado a conversar con escritores, intelectuales y políticos de lo más diverso. Rigurosamente, todas las semanas enviaba sus textos mecanografiados para publicarlos en la sección de cultura, a cambio de una modestísima retribución.

Yo era el más nuevo en el equipo de redactores y, a regañadientes, cumplí con la tarea de transcribir la entrevista a un promisorio escritor chileno que volvía al país después de 25 años. Ahí hablaba de sus obras e influencias literarias, de los infrarrealistas en México, de la poesía de Nicanor Parra y de Enrique Lihn, del mundo literario nacional, y de lo peligroso (e inquietante) que era unir arte y fascismo. Sin embargo, en la conversación partió diciendo que él era “sureño de tomo y lomo”. Mencionó que cuando residió en Chile, lo hizo principalmente en Los Ángeles y Cauquenes.

-¡Fue angelino!- me dije a mí mismo con asombro cuando terminé de digitar el tercer párrafo de la entrevista. 

Decía la nota: “Los primeros cuatro días (de Bolaño) en Santiago fueron de intenso ajetreo, entremezclados con entrevistas, conferencias y encuentros varios. Como el que le brindó su amigo Fernando Fernández, de la ciudad de Mulchén, que lo llamó al teléfono para saludarlo luego de 25 años. ‘Éramos amigos desde los 12 años. Él fue quien me llevó comida al último lugar donde estuve detenido en Concepción, en 1973.  Me sentí tan emocionado que se me salieron las lágrimas’”.

Ahora Bolaño vivía en Blanes, una ciudad española que miraba al Mar Mediterráneo, donde parte la Costa Brava. Pensé en hablar con aquel amigo por quien Bolaño demostraba genuino afecto, pese a la distancia y el tiempo. Quizás podría aportar información interesante sobre ese vínculo con el autor, o más datos sobre la detención de Bolaño poco después del Golpe de Estado.

Hasta ese momento, de Roberto Bolaño solo había leído “La Literatura Nazi en América”, por un amigo que me ponía al día en materia literaria. Gracias a él también leí American Psycho de Breston Ellis, descubrí la prosa de Paul Auster, supe de Rodrigo Fresán y otros. Poco y nada recordaba de “La Literatura Nazi en América”. No me llamó la atención la parte en que narra el crimen perpetrado por Carlos Ramírez Hoffman contra las hermanas Venegas, todo lo cual ocurrió en Nacimiento, ciudad distante a poco más de 30 kilómetros de Los Ángeles (ese relato fue precursor de “Estrella Distante”, que leería fascinado años después). En  noviembre de ese año Roberto Bolaño había obtenido el prestigioso premio Herralde de la editorial Anagrama por “Los Detectives Salvajes”, lo leí en el diario El Mercurio, en una nota donde lo llamativo era que no había datos biográficos del ganador, salvo  generalidades de la obra y la importancia del premio (era el tercer latinoamericano en obtener ese galardón). De Bolaño poco y nada decía, salvo que era chileno.

Descubrir que fuera de Los Ángeles me resultó importante, si se toma en cuenta que esta zona no es precisamente generosa en poetas y escritores de cierto renombre. Durante buena parte de su historia, esta ciudad  -fundada en 1739- fue una villa pobre, tumultuosa y violenta, condición propia de poblados fronterizos. Fue el límite de la corona española con la nación mapuche, marcado por el río Biobío. Recién a fines del siglo XIX hubo más sosiego, lo que permitió el desarrollo de algunas manifestaciones del arte. En la literatura hubo creadores de otras partes que tuvieron domicilio temporal en Los Ángeles, como Miguel Arteche y Alfonso Calderón, ex alumnos del Liceo de Hombres (el más antiguo y tradicional de la ciudad) y que obtuvieron el Premio Nacional de Literatura, el primero en 1996 y el segundo en 1998. También Floridor Pérez, profesor y poeta, quien editó la revista “Carta de Poesía, Los Ángeles” y publicó poemas inéditos de Pablo Neruda, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Jorge Tellier, entre otros. Y Omar Cerda, quien siendo estudiante de leyes, en 1939 fue premiado por la Sociedad Chilena de Escritores por su libro “Porvenir de Diamantes”: Pablo de Rokha lo situó dentro de los 41 poetas jóvenes de Chile, su futuro era brillante, pero, por alguna razón, el poeta desapareció por completo. Cerda ejerció como abogado en varias ciudades del sur (incluso fue juez) hasta que en los años ‘50 se afincó en Los Ángeles. Cerda es como la representación en vida real de Cesárea Tinajero, la poetisa mexicana desaparecida que motivó ese viaje iniciático de Ulises Lima y Arturo Belano en “Los Detectives Salvajes”. Al grupo se suma Jaime Quezada, el único nacido en Los Ángeles, autor de varios libros de poesía que en 1971, con el premio otorgado por la Sociedad de Escritores de Chile, se integró a la Universidad Nacional Autónoma en Ciudad de México. En ese tiempo vivió en la casa de la familia Bolaño Avalos y compartió con el hijo mayor del matrimonio, un adolescente de pelo rizado y lentes redondos llamado Roberto que dedicaba todo su tiempo a leer. El 11 de septiembre de 1973, Bolaño estaba circunstancialmente en la casa de Jaime Quezada en Santiago cuando comenzaron a escuchar las primeras detonaciones y ruido de metrallas a la distancia. Era el Golpe de Estado que estaba en pleno desarrollo.

Al finalizar 1998 y con un nombre (cacofónico) como principal y único antecedente, me lancé a la tarea de buscar a Fernández para saber más de Roberto Bolaño. No era una petición de mi editora ni nada parecido, sino un desafío personal en mi incipiente afán de recopilar relatos de personajes, lugares y sucesos de la zona. Nunca imaginaría que tardaría 25 años en lograrlo.

2002 

El tiempo pasaba y mis pesquisas no avanzaban. Estaba exactamente en el mismo lugar del principio. Los pocos datos sobre Fernández eran errados, como que era de Mulchén o que tuvo una panadería. Sin embargo, no había gran apuro, más aún cuando la fama de Bolaño crecía y alcanzaba alturas inusuales para un escritor chileno. Era habitual ver entrevistas suyas en las secciones de cultura en diarios nacionales y extranjeros. Yo las leía buscando nuevas referencias sobre su paso en Los Ángeles.

Todo cambió el 14 de octubre cuando Bolaño publicó una columna titulada “Recuerdos de Los Ángeles” en su sección quincenal del diario Las Últimas Noticias. Aunque solía hablar de literatura y escritores, en esa publicación describió la ciudad en la que vivió su adolescencia y juventud antes de emigrar. El texto rememora un viaje en avión con un compañero de asiento angelino, hecho que lo llevó a “recordar mi infancia y parte de mi adolescencia en aquella ciudad o pueblo”.

“Para mi sorpresa -agrega- me di cuenta de que recordaba muchas cosas. Me acordaba, por ejemplo, de las paredes de mi casa, que eran de madera. Y de cómo se mojaban los tablones (y los listones) cuando caían esas lluvias interminables del sur (...)”. Más recuerdos: “Una chica llamada Loreto, otra llamada Verónica, las hermanas Saldivia, una cuyo nombre he olvidado pero a la que besé el último día que estuve allí. Los campeonatos de taca-taca. El rostro de mi amigo Fernando Fernández”. Otro párrafo: “En Los Ángeles comprendí que la práctica de cualquier deporte era un acto aberrante, (…) que sin salir del umbral de mi casa podía conocer el mundo entero”.  Concluye: “Por supuesto, hice más cosas que aún recuerdo: batí mi propio récord de masturbaciones, batí mi propio récord de páginas leídas en un día, batí mi propio récord de cimarras, batí mi propio récord de felices horas perdidas sin hacer absolutamente nada. Fui feliz allí, pero menos mal que mis padres decidieron irse”.

Al contrario de lo que pudiera pensarse, esa columna causó enorme escozor en Los Ángeles. El día de su publicación, vi cómo un señor le reclamaba a un concejal por lo que consideraba una afrenta para la ciudad, qué se cree ese tal Bolaño, decía un diario en ristre. Pensé en explicarle que ese tal Bolaño no era tan desconocido, que era escritor de talla mundial, que la crítica se rendía a sus pies, que sumaba fanáticos que devoraban su obra. No lo hice, por cierto. Ese incidente fue ilustrativo de una molestia contra Bolaño en el mundo cultural local, expresada en reproches al tono usado por el escritor, que se interpretó como un maltrato (injusto e innecesario) para la ciudad donde vivió en su adolescencia.

La discusión más álgida que presencié ocurrió en la biblioteca municipal durante una exposición muy pormenorizada sobre los orígenes de los Bolaño en la ciudad, hito marcado por aquel policía gallego que arribó al puerto chileno de Talcahuano a principios del siglo ‘20, y que desde ahí se radicó en Los Ángeles, dejando una numerosa descendencia. Sin  embargo, la mención al escritor desató una retahíla de críticas, de miradas torvas, de expresiones de profunda molestia entre la concurrencia. Se lo trató de malagradecido. Eso fue lo más elegante. Hubo comentarios peores.

Un par de voces salieron a defenderlo haciendo notar que la polémica columna era fiel a su estilo irónico y provocador, que era imposible pretender una reseña almibarada de la ciudad en la que vivió.

En paralelo, algo más habían avanzado mis averiguaciones. La madeja se desenredaba. Ubiqué la casa donde llegó la familia del escritor, entrevisté a varios compañeros de curso, me conseguí los libros de clases cuando era alumno en el Liceo de Hombres de Los Ángeles. ¿De Fernando Fernández? Nada.

2003 

Bolaño murió en julio debido a una falla hepática. Su  fama se acrecentó con sucesivas expresiones de profunda admiración y reconocimiento.

Seguí investigando. En 1965, la familia Bolaño Ávalos llegó a la casa signada con el  número 0320 de la calle Juan Antonio Coloma de la población Banco del Estado, un barrio de clase media, cerca del centro de Los Ángeles. Ahí vivieron hasta que partieron a México a finales de 1968. Se vinieron a la ciudad porque León Bolaño era angelino. Había nacido en el hospital local en 1926, hijo del matrimonio de Ricardo Bolaño y Eugenia Carné.

Los Bolaño Ávalos llegaron cuando la urbe experimentaba un acelerado crecimiento demográfico. Decenas de campesinos arribaban a diario buscando mejores oportunidades, pero tal como sucedía en el país en esa época, la esperanza devino en una brutal pesadilla. En muchos casos, esos campesinos vivieron en campamentos miserables e insalubres, conocidos como “poblaciones callampa”. En Los Ángeles, hacia 1965, unas 3 mil personas (el 10% de la población urbana) vivían hacinadas en 13 poblaciones callampa. En esa década, las diversiones eran los partidos de fútbol, pasear en la plaza o la laguna Esmeralda (un ojo de agua cerca del centro), escuchar música en la radio o en tocadiscos, ir a los cines Imperio y Municipal por las películas de vaqueros, espías o de amor.

León era un camionero pero poco y nada se le veía por el vecindario (el camión estacionado frente a la casa era una señal inequívoca que estaba ahí). Victoria Ávalos, madre del autor, fue profesora en el Liceo Comercial, que distaba un par de cuadras de su casa.

En esa búsqueda, buceé en la obra de Bolaño para encontrar referencias directas u oblicuas a su pasado angelino, de su vida adolescente en las bucólicas tardes en la ciudad. Leí “Los Detectives Salvajes”, un viaje impresionante, una obra tremenda. Pero no me aportó pistas. Ninguna.

Leí el libro de cuentos “Llamadas telefónicas”. No encontré referencias, salvo en “Los Detectives” en el que ficciona un diálogo de dos policías que recuerdan el encuentro con un compañero de colegio apresado después del Golpe de Estado. El cuento cobró sentido en ese mismo año, a partir de un artículo publicado por el diario Crónica de Concepción, que contactó a Renato Czischke Godoy y Ruperto (Roberto) Arriagada Venegas, compañeros de curso de Bolaño en el Liceo de Hombres de Los Ángeles hasta 1968. Aunque el primero dijo no recordarlo en ese tiempo en que el escritor estuvo preso, Arriagada ratificó que Bolaño estuvo detenido en noviembre de 1973. Arriagada fue uno de sus celadores.

Leí “Estrella Distante”. Sin duda, su libro más chileno. Narra un crimen perpetrado en Nacimiento, cerca de Los Ángeles, cuyas víctimas fueron las hermanas Garmendia, estudiantes de la Universidad de Concepción. Ambas murieron asesinadas después del Golpe de Estado por Carlos Wieder, un oficial de la Fach, quien se infiltró en el taller  literario donde participaban. El doble homicidio fue perpetrado el 6 de diciembre de 1966 en un sector campesino cercano a Los Ángeles, tiempo en que Roberto vivió en la ciudad. Ese crimen causó profunda conmoción en la época. Quienes vivieron en ese tiempo recuerdan el incidente con absoluta nitidez, es parte de la memoria colectiva angelina. Fue tema obligado de conversación durante meses, incluso años. No se recordaba crimen tan despiadado y sin sentido. Roberto tenía 13 años cuando las dos profesoras veinteañeras fueron asesinadas en la misma escuela donde enseñaban a niños campesinos. “Aquí mueren las profes” quedó escrito con la sangre de las víctimas en una de las paredes de la escuela. Sus funerales fueron los más masivos que se recuerden. Fueron sepultadas juntas en el cementerio, único punto de veneración popular en la ciudad. De vez en cuando, en el mausoleo siguen apareciendo placas de “agradecimiento por los favores concedidos”.

 

2007

Pasa el tiempo y sigo preguntando. Y sigo sin tener algo concreto. A estas alturas, me cuestiono si Fernando Fernández existe. Los muy escasos datos que he obtenido son demasiado ambiguos e imprecisos, que fue estudiante universitario, que trabajó en una panadería, que se fue en los años 70, que nunca más volvió.

He seguido preguntando a varios conocidos que fueron de esa misma época… y nada. En el mundo cultural de Los Ángeles, los pintores, poetas, actrices y actores, saben de Roberto Bolaño, cuyos años de residencia en la ciudad solo son un dato anecdótico. Tampoco alguno de ellos conoce a Fernando Fernández.

Me contacto con una sobrina del escritor -que no lo conoció- y así logró ubicar a algunos parientes. Saben de Bolaño, que es famoso, que partió de Chile hace mucho tiempo y poco más. De Fernández, nada.

He llegado a creer que no existe, que perfectamente pudiera ser un personaje literario, una creación de Roberto Bolaño, una ficción que probablemente tiene algunos tintes de realidad. 

Seguiré preguntando.

2011

En febrero, el documentalista chileno-mexicano Ricardo House (ahora avecindado en España), me contactó. Ya había hecho dos documentales sobre Roberto Bolaño, uno sobre su paso en México y otro relatando sus vivencias en España. Ahora estaba empeñado en sacar la tercera parte, la parte chilena, la menos conocida. Como lo he hecho muchas veces, le ayudé en todo cuanto pude (sin pago alguno de por medio). No era el primer realizador audiovisual venido de muy lejos que llegaba a la zona persiguiendo la huella del escritor.

La presencia de House aceleró mis tratativas y así conseguí ubicar a Jorge Lebert, Carlos Cárcamo y las hermanas Saldivia, que aparecen citados por Bolaño en sus artículos. 

En una conversación con Rossemarie, Silvana y Angelina (las hermanas Saldivia), les hice la pregunta que ya había hecho antes: si ubicaban a un tal Fernando Fernández.  Consulté sin ninguna fe, posiblemente esperando un no por respuesta. 

-¿El Mono? Pero claro que lo conozco, como no lo voy a conocer si fue vecino nuestro -me dijo. 

-¿En serio? ¿Y no era de Mulchén? 

-No, él nunca vivió allá

-¿Y hay manera de ubicarlo? ¿Algún número de teléfono? –le retruqué disimulando mi emoción.

Media hora más tarde, Silvana me dictaba los números de un teléfono que garrapateé en un papel cualquiera. Después de 12 años, por fin tenía un dato cierto de Fernando Fernández. Lo llamé. En principio, se me atropellaban las palabras, debo reconocerlo. Por la emoción, supongo. Me presenté, le dije quién era, que lo buscaba hacía tiempo, que sabía que él había sido un gran amigo en la adolescencia de Roberto Bolaño. Al otro lado de la línea, Fernández respondía lacónico.

Por casualidad, ese día estaba en Los Ángeles porque vivía hacía mucho en Concepción. Nos quedamos de reunir en la plaza, a las seis. Esa tarde era calurosa. Esperé a Fernando Fernández. Cada persona mayor que aparecía entre el gentío me daba la impresión que podía ser él. Los minutos pasaban y me estaba impacientando. Saqué mi teléfono y marqué su número. Algunos metros más allá, escuché sonar un teléfono. Un señor que no había divisado respondió. Era bajo, delgado, cuerpo enjuto, pelo cano, ojos claros. Voz baja, correctamente bien vestido.

Era él.

Me acerqué. Me presenté, sin demostrar nerviosismo, le conté rápidamente de lo que se trataba y cuál era mi interés. Él me observaba con un dejo de desconfianza (o eso creí suponer). Me contó que era vendedor viajero. Hablamos como media hora, sin grabadoras de por medio. La idea era que después conversara con Ricardo House para el documental. Quedamos en volver a vernos un par de horas después en el mismo lugar, justo cuando el sol caía sobre la ciudad. La luz de esa tarde era preciosa, un marco ideal para una entrevista emotiva, evocadora.

Le avisé a Ricardo House y al rato llegó con todo su equipo a la plaza. Pero pasaron los minutos y Fernández no apareció. Lo llamé por teléfono. Insistí. Tampoco respondió.  Le envié mensajes de texto como último recurso.  Y no volví a saber de él por mucho tiempo.

2018 

Cuando vivió en Los Angeles, Bolaño hacía gala de sus vastos conocimientos de la Segunda Guerra Mundial. 

A solo un par de casas de distancia, un vecino suyo fue un veterano de guerra. Benedykt Felzensztein Klein era un polaco judío cuya vida tuvo un giro dramático el 1 de septiembre de 1939 cuando el Ejército Alemán de Adolf Hitler invadió Polonia. Aunque se enlistó, poco y nada pudo hacer para detener a la formidable maquinaria bélica germana que, en menos de 40 días, venció a las fuerzas polacas. Alemania y la URSS se repartieron Polonia. Felzensztein fue apresado y entregado a los soviéticos que lo enviaron a los gulags en Siberia, sometido a trabajos forzosos, mal vestido, peor alimentado, sufriendo un frío brutal. Cuando el 21 de junio de 1941 Hitler invadió la Unión Soviética, Felzensztein fue liberado y entregado al mando del general Wladislaw Anders, quien formó el Segundo Ejército polaco, una fuerza formada en el  exilio para combatir a los nazis. Desde Siberia, recorrió más de 8 mil kilómetros por Irán, Irak, Siria hasta alcanzar Palestina. Asignado a la Brigada de Tiradores de los Cárpatos, su primera destinación fue el norte de África y combatió en Tobruk y Gazala contra el mariscal Erwin Rommel. Trasladada a Italia, la brigada polaca participó en combates decisivos para liberar a ese país de Mussolini. El más importante -el más sangriento-, fue en Montecassino, a las puertas de Roma, con más de 100 mil bajas, entre muertos y heridos. El 18 de mayo de 1944, después de cinco meses de encarnizados combates contra los alemanes, una bandera polaca flameó en la cima del templo benedictino. En ese grupo de soldados estuvo Felzensztein. La guerra terminó en 1945 pero el joven polaco colgó el uniforme en 1948 para buscar la tranquilidad en un país llamado Chile, al otro lado del mundo. Específicamente a la ciudad de Curicó, 200 kilómetros al sur de Santiago. Ahí conoció a Mery Nahmías, una descendiente de palestinos. Se casaron en 1956 y poco después se radicaron en Los Ángeles, entre cuyos vecinos estaba la familia Bolaño Ávalos, y entre ellos, el hijo mayor, Roberto.

Felzensztein tuvo una vida apacible. Sus vecinos ni siquiera sabían sobre ese capítulo de su vida. Les llamaba la atención que le faltara el dedo del medio en su mano izquierda (cercenado por una granada en el asalto final a Montecassino). Unos niños, después de mucho insistir, consiguieron que Felzensztein les mostrara las cicatrices de guerra. Falleció en febrero de 1974. En su lápida del Cementerio General de Los Ángeles dice que fue veterano de la Segunda Guerra Mundial. Felzensztein aparece transfigurado en Juan Stein, uno de los personajes de “Estrella Distante”, un judío-soviético que dirige un taller literario en Concepción y que después del Golpe militar, reaparece combatiendo en Angola, El Salvador y Nicaragua.

Ese año también leí “Putas Asesinas”. Más pistas en el relato “Carnet de baile”. Habla de su retorno a Chile en 1973 y su paso por Mulchén, Los Ángeles y Concepción, recuerda el Golpe de Estado, se refiere a sus orígenes familiares, entrega detalles del tiempo de reclusión y describe la impensada ayuda de dos ex compañeros de curso en el Liceo de Hombres de Los Ángeles que eran detectives. Vuelve a hablar de “mi amigo Fernando Fernández, que tenía un año más que yo, veintiuno, pero cuya sangre fría era sin duda equiparable a la imagen ideal del inglés que los chilenos desesperada y vanamente intentaron tener de sí mismos”. Era la tercera vez que Roberto Bolaño lo mencionaba. Nuevamente, desbordaba afecto. 

2019

César Torres llegó desde Colombia buscando “los atardeceres privilegiados de Los Ángeles”. Nunca me quedó claro si era un estudiante o solo un lector inveterado, sí entendí que en las calles de Bogotá descubrió a Bolaño y alucinó con su literatura. También había leído esa columna donde el escritor hablaba de Los Ángeles, no la ciudad de los grandes rascacielos, sino la del sur chileno.

Asumió que todos debían saber de Bolaño pero, para su  sorpresa, nadie lo conocía. Preguntó en la biblioteca, a personas en la calle, hasta que alguien le dijo que hablara conmigo, que podía ayudarlo. Me llamó por teléfono y convinimos en vernos. Me dijo que buscaba los pasos de Bolaño en la ciudad para un artículo en una revista colombiana. Lo miré con escepticismo.

Hablamos de lo que hasta ese momento conocía sobre Bolaño en Los Ángeles. Yo le contaba lo que sabía. Él anotaba con interés. Aún me daba vueltas que hiciera semejante travesía para buscarlo. Era moreno, barba hirsuta, algo delgado, sin el abrigo suficiente para el frío de un día especialmente gris. Me aceptó un café para capear la gélida jornada. Le di los datos de otras personas con quienes podía conversar. Encontró útil hablar con Ximena Bolaño, prima de Roberto. Fuimos después hasta la casa de Ximena y me despedí diciéndole que todo lo que pasara de ahí en adelante dependía de él. Nos apartamos. Supe que hablaron por mucho rato porque él mismo lo escribió en un extenso artículo en su perfil de Facebook donde admitió que no existía tal revista, sino el afán por encontrar respuestas. 

Su caso no ha sido el único en llegar a Los Ángeles por Bolaño. Ha habido otros buscando el punto de partida del autor, quizás para entender sus motivaciones, sus impulsos. Escritores queriendo ser protagonistas de sus propios “Detectives salvajes”, buscando ser Arturo Belano que sigue los pasos de su Cesárea Tinajero. 

2020

Leí “Entre Paréntesis”. La breve columna “Fragmentos de un Regreso al País Natal”, publicada en la revista Paula, fue un verdadero descubrimiento. Había sido publicada en  febrero de 1999. Habla de Los Ángeles con cariño, de manera muy distinta al artículo publicado en octubre de 2002, y que tanta roncha causó en la ciudad. La columna de la polémica fue muy divulgada, esta otra apenas se conocería. Bolaño volvía a hablar de Fernández. Por  cuarta vez.

El escritor pidió que esa columna no tuviera cambio alguno. Escribió: “… una voz femenina me preguntó si me gustaría viajar a Chile y entonces la ciudad de Los Ángeles llena de rascacielos y de palmeras se transformó en la ciudad de Los Ángeles llena de casas bajas y calles de tierra. Los Ángeles, la capital de la provincia del Biobío”. Hay evocaciones: “la ciudad en donde Fernando Fernández jugaba al  taca-taca en patios que parecían soñados por adolescentes locos, la ciudad en donde Lebert y Cárcamo caminaban siempre juntos y en donde el tolerante Cárdenas fue presidente de curso en un Liceo de Hombres diseñado por algún ayudante del diablo y en donde el Pescado entró de golpe en la clandestinidad. La ciudad de los malones vespertinos. La ciudad salvaje cuyos atardeceres eran como el comentario afásico del  privilegio”. Y cierra diciendo: “la capital de la provincia de Biobío saltó de golpe, como un gato montés, sobre el mapa de la ciudad de la felicidad y la arañó y en esos arañazos (imperceptibles) ya estaba escrito que tenía que volver a Chile y que tenía que volver a subirme a un avión”. 

2021

Mi objetivo seguía siendo volver a entrevistar a Fernando Fernández alguna vez. Sentía que él podía aportar una dimensión diferente sobre el autor, entregar una perspectiva despojada de lo literario y, desde ahí, comprender sus motivaciones iniciales cuando era recién un adolescente. Además, Fernández estuvo prácticamente en toda la vida de Bolaño, desde la infancia hasta la adultez. Su testimonio era único. Muchas veces me cuestioné si tenía sentido insistir, si valía la pena perseverar. Insistí varias veces en el transcurso de estos años. Lo llamaba y a veces contestaba, a veces no. Cuando respondía, aceptaba que nos viéramos en un café del centro en Concepción. Después me dejaba  plantado.

También perseveraba con mensajes por Whatsapp.  

-Hola don Fernando. Soy Juvenal Rivera de Los Ángeles. Hace algún tiempo conversamos a raíz de su amistad con Roberto Bolaño. En alguna ocasión lo he llamado para ver la posibilidad de conversar al respecto (…) ¿Será posible? Desde ya, muchas gracias. 

- Saludos don Juvenal. La próxima semana agendemos una reunión en Concepción. Este fin de semana tengo compromisos. 

- Ya, muchas gracias. Le escribo el lunes para agendar.

Pero ese momento no llegaba. No tenía nada que reprocharle. Era yo quien molestaba, quien insistía. Estaba en todo su derecho a no responder las llamadas o mensajes. A 24 años de la vez en que debí transcribir la entrevista de quien era un promisorio escritor chileno que tenía un amigo llamado Fernando Fernández, conversar con ese amigo ya era una obligación.  

2022

En julio volví a insistir. Él propuso día, hora y lugar. En la víspera le pregunté si estaba todo listo. Lo confirmó, escuetamente. Ya de viaje a Concepción volví a escribirle para una confirmación final. Me pidió aplazar la hora. Temí que me dejara plantado.

Entré a la cafetería, a media cuadra de la plaza. Afuera, la gente pasaba incesante. Unos operarios trabajaban en una excavación. El sol entibiaba tímidamente entre las nubes albas, mientras una fuerte ventolera se hacía sentir a ratos. Entré y miré alrededor. Tal como hacía más de 10 años, tomé mi teléfono y marqué su número esperando ver quien sacaba su móvil. En un ventanal, hacia la calle, un hombre buscó hasta encontrar su celular. Era él, volvimos a encontrarnos, lo reconocí en el café. Ahora sí iba a entrevistarlo, después de 25 años de buscarlo. 

1965-1968 

“Cuando Roberto llegó, tuvimos rápidamente una buena convivencia. Yo vivía en la población José Manso de Velasco, a una cuadra y media de la casa de Roberto. Él se incorporó bastante rápido y aunque era tímido, ya tenía otra mentalidad. Éramos tres en el grupo para jugar pero para compartir en la casa, sólo éramos él y yo. Siempre se apegó a mí, no sé por qué. Me invitaba a su casa o íbamos a la mía a jugar taca-taca. También jugábamos a la pelota, comprábamos caramelos en El Habanero o íbamos al Cine Municipal. Siempre le gustaron las películas de espías, de James Bond, era muy creativo, inventaba formas de espionaje. Llegaba a la casa y le entregaba un papelito a la empleada con instrucciones, como los espías. Siempre creaba cosas, siempre creativo. Éramos muy distintos. En ese tiempo, yo me vestía con terno y él con jeans y casaca de cuero.

Los primeros malones (fiestas juveniles) los hicimos en la casa de él. Ahí empezamos a mirar niñas, tuvimos los primeros bailes chic tu chic, a escuchar las canciones de Salvatore Adamo, de pronto unos besitos inocentes. Roberto permitía que solo yo bailara con su hermana María Salomé, nadie más podía sacarla a bailar.

En ese tiempo ya pensaba en ser escritor. Siempre anotaba en una libreta la que llevaba para todos lados. Ya le salía esa fibra de escribir. Tenía libros, muchos libros. Se notaba que era por la mamá porque era una señora muy culta, a su papá casi nunca lo vi, solo una vez para un cumpleaños de Roberto. A principios de 1968 a mi padre lo trasladaron a Concepción por trabajo. Roberto y María Salomé fueron los únicos que estuvieron a las 6,30 de la madrugada para despedirnos en la estación. Me siguieron hasta que se fue el bus carril a Concepción. En ese tiempo ellos ya estaban viendo irse a México. Se fueron a finales de ese año. Mantuvimos el contacto por correspondencia y después por teléfono“. 

1973 

“A fines de agosto María Salomé me llamó desde México para decirme que Roberto venía en un barco. Se llamaba Donizetti, un barco de lujo. Me dijo que su hermano venía a trabajar a la editorial Quimantú que era lo mejor en libros en ese tiempo. Iba a llegar el 5 de septiembre a Valparaíso. Salomé quería que lo fuera a buscar porque él no se ubicaba allá.

Viajé en bus a Santiago y de ahí a Valparaíso. Llegué en la tarde. Me quedé en un hotel. A las 6 de la mañana tenía que estar en el desembarco. Como no teníamos contacto, no sabía cómo venía vestido ni nada. No nos encontramos, no nos vimos. Esa noche viajé de vuelta a Santiago. El tren iba muy lleno, hasta por la ventana metían gente. Al tren se le cortaron unos vagones, quedó en panne en el camino.  Después Roberto me contaría que viajaba en el mismo tren y tampoco nos vimos. 

A mediados de octubre, golpearon en la casa de mi papá en Concepción. Salí a abrir y era él, era Roberto. ¡Ahí llegó mi amigo! Nos dimos un gran abrazo y hasta unos lagrimones nos cayeron. Me contó de todas sus peripecias. Fue emocionante pero venía bastante shockeado, habían bombardeado la Moneda, así que se quedó en mi casa. En esas semanas con toque de queda, salíamos a ver a una polola de ese tiempo o paseábamos por la calle Lautaro, cerca del centro de Concepción. Le gustaba ese lugar porque no había nada parecido en Ciudad de México. 

Me dijo que iba a visitar a sus parientes en Mulchén, pero lo detuvieron los carabineros en Chaimávida (en la principal salida de Concepción) cuando iba en bus. El día de la detención, Roberto andaba sin ninguna documentación, se vestía muy estrafalario, además que tenía acento mexicano, yo le decía que hablaba como Cantinflas, pero para los militares eso era como un ají. Deben haber pensado que era un guerrillero. 

Desde la Policía de Investigaciones llamaron a la casa para avisar que estaba detenido. Mi mamá (Morelia Merino) fue a dejarle ropa y comida. Yo no lo hice porque tenía miedo de que me detuvieran. Era estudiante de la Universidad de Concepción y simpatizaba con el MIR. Eso podría ser muy peligroso.

Mi mamá debió llevar el pasaporte que estaba en Mulchén. Ella fue como tres veces a verlo y le llevaba comida, ropa y para afeitarse. La última vez, cuando sabía que lo liberarían, le dejó dinero para que tomara un taxi de vuelta a la casa.

Nunca más vuelvo acá, me dijo. No lo torturaron pero sentía gritos en los calabozos. Golpes y torturas. Sintió mucho miedo. Desde mi casa había una terraza y desde ahí se veía el regimiento Chacabuco. Veíamos entrar y salir de camiones, seguramente para los patrullajes en el toque de queda. Yo lo molestaba y le decía que iba a llamar a los milicos y él me respondía que no, que ni de broma. Me decía que iba a escribir sobre esto que estaba pasando en Chile, pero que al país nunca más volvía.

Un día me dijo que se iba a Santiago porque ya se volvía a México. No recuerdo cuándo se fue. Después, muy de vez en cuando, hablábamos por teléfono pero eran llamadas muy cortitas porque era demasiado caro comunicarse con el extranjero“. 

1998 

“Supe que venía a Chile porque un mes antes llamó para avisarme. En los diarios salía que él había vuelto después de 25 años. Averigüé el hotel en donde se hospedaba y me comuniqué con su habitación, pero hablamos muy poco. Fue una conversación muy rápida, estaba preocupado de otras cosas, tenía muchas otras actividades en Santiago. Entendí que ya estaba empezando a ser famoso, así que la posibilidad de verlo en persona era muy difícil”.  

2002

“Le dije a mi señora de entonces que a mi amigo escritor le quedaba poco tiempo. Fue después de haber hablado con él durante más de una hora, por teléfono, no fue una charla con el escritor famoso, fue de amigo a amigo. En esa conversación recordamos todo. Me contó que le quedaba poco, que estaba mal, se le escuchaba muy decaído. De alguna manera, fue su manera de despedirse. Dos meses después, por las noticias, supe que había muerto. 

¿Sabe algo? Nunca he leído algo escrito por mi amigo. Lo mío nunca fueron las letras ni los libros. Pero recuerdo cuando Roberto decidió ser escritor, cuando anotaba todo en una libreta, y que siempre se mantuvo fiel a esa decisión“.

2023

Fernando Fernández, en 1973, era un estudiante de tercer año en la carrera de técnico en topografía en el campus de la Universidad de Concepción en la ciudad de Los Ángeles. Sin embargo, el Golpe de Estado cortó sus intenciones: las autoridades académicas que fueron designadas por los militares decidieron expulsarlo. ¿El delito? Como se decía en esos años, y con profundo desdén, su delito fue ser “marxista”.

El nombre de Fernández figura en las fichas elaboradas por los miembros del aparato de inteligencia de la Colonia Dignidad, el enclave alemán que durante la dictadura se alió con los servicios represivos, como la Dina del general Manuel Contreras, para asesinar, torturar y hacer desaparecer, principalmente a militantes de izquierda. Esas fichas son parte de una gigantesca nómina de más de 45 mil archivos con referencias a unas 40 mil personas, principalmente en las regiones del Maule, Ñuble y Biobío. Las fichas fueron develadas por el ministro Jorge Zepeda recién en 2014, después que reunieran polvo y olvido en la bodega de un tribunal desde 2005.

Fernando Fernández Barrales ahora frisa los 70 años y vive en una amplia casa de dos pisos y techo de teja colonial en un condominio cerrado de la comuna de Quilicura, en el norte de Santiago. No conoce a Roberto Bolaño. Apenas sabe que es un escritor chileno, ya fallecido, cuya obra literaria es importante. Aunque Fernández llegó desde Loncoche a vivir a Los Ángeles a principio de los años 70, probablemente nunca se vieron en sus vidas, aunque existe una muy remota posibilidad que se divisara con Bolaño cuando volvió a esa ciudad en esos meses en que el horror se tomaba el país y, entre todo, a Fernández se le comunicaba que era expulsado de la universidad por su cercanía con los movimientos de izquierda.

Fernando Fernández Barrales y Fernando Fernández Merino no se conocen. No saben de la existencia el uno del otro. Solo coinciden en que fueron bautizados con un nombre cacofónico y que vivieron en Los Ángeles. Ni el uno ni el otro saben que el primero fue un estudiante expulsado por política y el otro que fue amigo entrañable desde la adolescencia de un escritor famoso ya fallecido que lo mencionó con aprecio en una entrevista olvidada en un diario de provincia.

Esa coincidencia de nombre fue causante de que durante varios años mi búsqueda se bifurcara por caminos completamente apartados de Roberto Bolaño. Las pistas sobre ese Fernández –que era Fernández Barrales- me llevaron a una panadería del centro de la ciudad hasta derivar en una información ambigua y lejana acerca de un paradero tan incierto como desconocido, sin que supiera entonces que esa vía que exploraba no tenía relación alguna con el hombre citado por el escritor de fama mundial en una desconocida entrevista a un diario de provincia.

Debo ser el peor detective. Solo me salva la perseverancia, de no cejar en el intento, de perseguir los pasos de mi propia Cesárea Tinajero que tal como lo hicieron Arturo Belano y Ulises Lima en “Los Detectives Salvajes”, aunque acá no fuera ni poetisa ni mexicana, sino que un señor de cuerpo enjuto y ojos claros que no leía nada de nada, aunque su amigo más entrañable fuera un escritor de fuste.

Debieron pasar 25 años para que mi búsqueda terminara. En 2023 leí sobre un concurso de crónicas y supe que debía escribir esta historia, que debía ponerle un punto final.

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