Coronavirus
Fiestas clandestinas y ollas populares: los sub30, entre el voluntariado, la desobediencia y la estigmatización
De las fiestas clandestinas se dice que “son un foco de contagio (de Covid-19) al que no le encuentran solución”, “un descontrol” o “lo que disparó el rebrote”, “el reflejo del comportamiento de los jóvenes”. A propósito de “los jóvenes”: en los últimos nueve meses, tiempo de pandemia en la Argentina, ellos, los sub-treinaypico, fueron los que menos voz tuvieron.
Con las escuelas cerradas, los más chicos asistieron a clases virtuales y, con alguna excepción, debieron conformarse con intercambios con sus pares a través de las pantallas. Los que ya están insertos en el mercado laboral, trabajo remoto y encuentros esporádicos. No hubo espacios de entretenimiento para ninguno.
Pero los jóvenes irrumpieron en el discurso público ahora, de la mano de la organización y asistencia a encuentros masivos que van en contra de las medidas sanitarias impuestas por el Estado para frenar el impacto del Coronavirus. Basta con chusmear en Instagram: ahí están, bañados por la luz del amanecer, descalzos haciendo equilibrio sobre la arena, pegaditos, trago en mano, sin barbijo. La condena mediática y social tarda menos en llegar que el virus en propagarse.
Es enero y las fiestas clandestinas se multiplicaron en la Costa, el destino que algunos, pocos en comparación a temporadas anteriores, eligieron para vacacionar. Anteayer en Mar del Plata, el municipio desactivó un encuentro privado del que participaban 500 personas. El intendente de esa ciudad balnearia, Guillermo Montenegro, no sólo advirtió sobre el riesgo sanitario que implican esas fiestas sino sobre otros peligros: venta de bebidas alcohólicas, asistencia de menores y mayores de edad, salidas de emergencia inexistentes. Los organizadores podrían pagar un millón de pesos en multas.
Este fenómeno veraniego tiene un contrapunto, también multitudinario y multiplicado, y con una organización fina, aunque legal y, sobre todo, “bien vista”. Se trata de adolescentes y adultos jóvenes que de manera independiente o nucleados en organizaciones civiles, unidades básicas, parroquias y templos se juntaron para prestar servicio en sus barrios. Desde poner al fuego ollas populares hasta facilitarle trámites a adultos mayores. Desde apoyo escolar, pasando por entrega de barbijos o la difusión de información sobre Covid-19, o la elaboración de proyectos para prevenir o asistir en casos de violencia.
Virtual y presencial: las formas de sociabilizar
“Con mis viejos hicimos un acuerdo: si recibía la invitación de alguna amiga para ir a su casa podía ir, siempre que fuéramos solo nosotras dos y cada tanto. Una vez les mentí: no quería perderme ese cumpleaños. Es que en un momento no quise ver más a mis amigos por la pantalla”, dice -confiesa- Camila, 16 años.
Los que andan por los 30 años tienen menos reparos a la hora de reunirse y son mayoría en las fiestas. “Hartas del home office y de no vernos tanto como antes, nos tentó una clandestina que organizaban en una quinta. La invitación nos llegó por Instagram. Pagamos $2.500 la entrada y fuimos en auto. Lo que acordamos entre nosotras es que no subiríamos stories porque sabemos que no está bien y porque pensamos que podían escracharnos”, dice Florencia, 31 años. “Acuerdos” es la palabra que se repite entre los que saben que un encuentro atenta contra cualquier protocolo sanitario.
Fuimos a una clandestina, pero acordamos entre nosotras que no subiríamos stories porque sabemos que no está bien y porque pensamos que podían escracharnos.
Esa gran masa de personas que conforman los adolescentes y los jóvenes es heterogénea. Historias como la de Florencia o Camila se repiten, incluso en aquellos que se juntan con el objetivo de colaborar en contexto de pandemia. En Mar del Plata, por ejemplo, un gran grupo de jóvenes identificados con un chaleco celeste caminan por las playas públicas o la rambla: ofrecen información, advierten sobre la distancia de dos metros entre sombrillas o lonas y piden que quienes no lo tengan colocado, usen tapabocas. Empezaron como voluntarios el primer fin de semana largo de diciembre y ahora trabajan con un contrato temporal hasta fines de febrero con un sueldo básico de $26 mil pesos.
“Tenemos la ventaja de no pertenecer al grupo en riesgo y además esta es una oportunidad de trabajo para una generación como la mía, que sufre el desempleo. Sentir que estás cuidando a la gente es fascinante. No se trata sólo de proteger al turista, sino a los comerciantes, que fueron los más afectados por la pandemia en los últimos meses. La verdad es que la gente lo recibe de manera súper positiva”, cuenta Sofía Maidana, 19 años, que forma parte del operativo de control en Mar del Plata.
En abril, los chicos y chicas que integran la cooperativa Cristo Obrero decidieron organizarse y colaborar en el barrio en el que viven, Padre Mujica, conocida como la Villa 31, en Retiro. Juntaron dinero, compraron una máquina, lavandina y máscaras para salir a desinfectar calles. Acciones como ésa e impulsadas por jóvenes se replican en Fuerte Apache, el barrio 1-11-14 y José León Suárez.
Liz Encizo tiene 30 años y tres hijos pequeños. Atendió su bar hasta abril, mes en el que lo tuvo que cerrar por seguridad ante la propagación del Coronavirus. “Y mi marido se quedó sin trabajo. La estábamos pasando mal, como muchos vecinos. Así que lo pensamos un poco y decidimos ayudarnos y ayudar”, dice Liz. Sacó las ollas que habían quedado en el bar, un vecino les armó un chulengo con un tambor, otro les dió leña y así encendieron el primer fuego en la Playón, la arteria que organiza el barrio Padre Mujica.
“A los días ya éramos varios organizando la olla popular, todos del barrio. Algunos chicos salían a buscar mercadería o picaban las verduras o se turnaban para entregar las viandas”, dice Liz. Entre abril y octubre dieron de cenar a 150 familias que de lunes a viernes hacían fila frente al tambor. Hubo noches de fideos o de polenta, de guiso con carne o lentejas. “Y los sábados hacíamos chocolatada”, agrega. Hacían “una vaquita” entre ellos para reunir el dinero con el que compraban los alimentos.
En el barrio siguen activas otras ollas populares pero la que organizaba ella se cortó hace unas semanas: es que ya no es posible conseguir la mercadería que necesitan para armar las viandas. Sin ayuda del Gobierno de la Ciudad ni de otro organismo del Estado, los vecinos no pueden colaborar. “Fue muy triste explicarles a las familias que venían que ya no podíamos seguir. Para algunas era la única comida del día”, cierra Liz.
La vara con la que se mide a los jóvenes
Daniel Feierstein, doctor en Ciencias Sociales, docente e investigador del Conicet pisa la pelota y detiene el juego. Ante la pregunta de elDiarioAR -¿Qué nos ayudaría a entender la necesidad de los jóvenes de juntarse a pesar de las advertencias sanitarias por el virus?-, él responde: “La pregunta supone una parte de la respuesta que yo no comparto. No creo que sólo los jóvenes se junten pese a las advertencias. Se juntan todos pese a las advertencias”.
¿Entonces por qué apuntamos a los jóvenes si todos, de alguna manera, “rompimos” alguna regla? Ahora responde Gabriel Noel, antropólogo e investigador del Conicet y en la Unsam: “Porque los jóvenes son construidos como parte de las nuevas clases peligrosas. Esto sucede desde hace décadas, como cuando se -mal- planteó lo de las ‘tribus urbanas’, que es una forma de sobreexotizarlos, de mostrarlos como un otro raro, amenazante. Y en verano, sobre todo, se los liga a la figura del exceso, del desborde. La pregunta que deberíamos hacernos en este contexto es si son los jóvenes los que constituyen el problema. A mi entender, lo que está siendo tematizado en los jóvenes son comportamientos ampliamente extendidos en muchísimos grupos etarios y muchos sectores de la sociedad”.
A los jóvenes se los 'sobreexotiza', son un 'otro' raro, amenazante. Y en verano se los liga a la figura del exceso, del desborde.
Consultado sobre cómo operaron estos meses de restricciones, sigue Feierstein: “Es cierto que quizás para los jóvenes resultó más difícil la etapa de mayor aislamiento por la falta de independencia y la necesidad muchas veces de poner distancia con sus seres queridos. Pero no veo que eso se vincule con el quiebre de las normas sanitarias actuales, que no incluyen esa distancia sino simplemente la necesidad de tener un conjunto de cuidados en los encuentros, espaciarlos en el tiempo, hacerlos en lugares abiertos, buscar que sean menos los participantes, todos problemas equivalentes para jóvenes y adultos, y que no impiden la socialidad”.
Daniela Giacomazzo, psicóloga y docente, coordinadora del área de expansión Comunitaria de la asociación civil FUSA, habla de una representación social de los jóvenes que resulta estigmatizante. “La idea de ‘joven peligroso’ está ligada en los sectores altos a, por ejemplo, las fiestas clandestinas y en los vulnerables, a la baja en la edad de imputabilidad. Sin embargo, los jóvenes están organizados, más allá de que para los adultos no responden a su ideal o son seres ‘incompletos’. Ellos participan, toman decisiones, aportan perspectivas críticas y orientadas a sus experiencias que abarcan a toda la sociedad”, analiza.
De hecho, FUSA trabajó con jóvenes de entre 18 y 24 años durante la pandemia en un proyecto al que llamaron #EsConESI y lograron elaborar un guía con recomendaciones para el abordaje de la violencia de género. También relevaron su situación física, emocional y mental en una encuesta que arrojó resultados interesantes: alrededor del 80% reconoce sentir su salud mental afectada por la falta de espacios de sociabilización durante la cuarentena, aun cuando está de acuerdo con las medidas restrictivas que se tomaron. ¿Corresponde entonces que se los señale como los causantes de la segunda ola?
VDM
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