Escribo mientras Bambú, mi gata, se ovilla a mis pies. La adopté en un refugio de animales. Ahí me contaron que la habían encontrado en una caja de cartón manchada de hollín, que al parecer ella sobrevivió al fuego y los hermanitos no. Bambú tiene diez años y desde que es mi mascota, intento ser una tenedora responsable. Cuido de comprar el alimento que me han indicado: “senior” y caro. Cuido que disponga de agua fresca aunque ella prefiera la del inodoro. Cuido que su calendario de vacunas esté al día, mientras espero mi turno para la dosis de oro. La cuido y ella, verán, me cuida.

Es mayo de 2021 y, desde hace catorce meses, la Argentina está sumida en restricciones para frenar el impacto del Coronavirus. Las reglas varían de acuerdo a la situación sanitaria de cada región. Pero la diferencia respecto del año pasado es que para todos y todas el virus dejó de ser una novedad. El tapabocas viene con tecnología de punta o estampado en animal print. Aprendimos a leer filminas. Somos cinturón negro en compras virtuales y sabemos que la fila para entrar en la verdulería promedia los cuarenta minutos. Dos metros de distancia, protocolo, aerosoles, ventilación cruzada. Mil cosas. 

Pero en marzo del año pasado no sabíamos nada de todo eso. Recuerdo esos primeros días de encierro. La gata echada al sol. Le silbé, un sonido corto y suave con el que nos comunicamos. Me miró y le devolví los ojos: “Bambú, vamos a pasar mucho tiempo juntas”.

Ahora es una mañana fresca, una copia de la mañana de ayer y de cualquier mañana en pandemia: el tiempo está en pausa. Bambú y yo oímos en la radio una noticia espantosa. Juan Fueyo, un científico y neurólogo español, autor del libro Viral, aseguró que “al ritmo que vamos, antes de diez años vamos a tener una pandemia terrible, con cifras apocalípticas que pueden llevarse a un porcentaje muy alto de la humanidad”.

A mí me costó tragar el mordisco de tostada. Bambú, en cambio, lamió la mermelada que había quedado en el cuchillo. Lo hizo con esa delicadeza felina que convierte el asco en gracia. Yo me quedé un rato mirando la pared.

Sentirse solo: una epidemia

El Reino Unido inauguró, en 2018, el Ministerio de la Soledad. Un relevamiento realizado por el Gobierno de ese país justificaba la apertura: el 14% de la población dijo “sentirse sola”; unas 200.000 personas confesaron no haber hablado con nadie en el último año; la mitad de los mayores de 75 años, el equivalente a dos millones de personas, vive sola. En tiempos de hiperconexión, y cuando el Covid-19 todavía no nos había condenado al Zoom, la primera ministra de entonces, Theresa May, declaró: “La soledad es la triste realidad de la vida moderna”.

En CABA, casi el 40% de los hogares son unipersonales. En uno de cada dos hay al menos una mascota. Taxis, líneas aéreas y hoteles las admiten como pasajeros.

En la Ciudad de Buenos Aires, casi el 40% de los hogares son unipersonales. La estadística indica que en uno de cada dos hay al menos un perro o un gato. Las mascotas no sólo son parte de las familias tipo, ensambladas o monoparentales. También comparten con nosotros el espacio público y privado: hay caniles y bares y restaurantes pet friendly; y hay taxis, líneas aéreas y hoteles que los admiten como pasajeros. La pandemia no detuvo las campañas de adopción ni de tenencia responsable ni las castraciones. Advertidos de su presencia, el Gobierno porteño creó la Unidad de Sanidad y Tenencia Responsable de Mascotas.

La coordinadora es la veterinaria Carolina de Sande y dice: “Los animales nos ayudan a gestionar las emociones. El efecto que producen sobre la salud física y psicológica de las personas es impresionante. No sólo los que acompañan en determinadas patologías, como trastorno del espectro autista o discapacidades, sino que para un adulto mayor tener un contacto cotidiano con su mascota lo socializa, le da una ocupación”.

De acuerdo a la última Encuesta Anual de Hogares, realizada en 2018, conviven en los hogares de la Ciudad unos 475.000 perros y 295.000 gatos. Pregunto a Carolina si la pandemia impulsó la adopción de animales domésticos: “Sin dudas hay un ascenso considerable en la cantidad de adopciones. ¿Por qué? La necesidad de sentirse acompañados”.

La cadena alemana Deutsche Welle tituló en marzo de 2021: “En pandemia, los alemanes gastan una fortuna en mascotas”. El año pasado se compraron un millón de animales domésticos y los dueños invirtieron 5.000 millones de euros en productos para ellos. El registro indica que en la mitad de los hogares alemanes hay un animal. La mayoría son gatos. “Una compañía y un escudo contra la soledad”, dice la nota. Sería interesante tener dimensión de cuánto dinero mueven las actividades económicas vinculadas a las mascotas pero los datos están dispersos. 

El Reino Unido inauguró el Ministerio de la Soledad. Un relevamiento del Gobierno justificaba la apertura: el 14% de la población dijo “sentirse sola”.

Hogar, territorio y especismo

Todavía no lo sabíamos pero en octubre habíamos pasado el primer pico de contagios, al menos en el AMBA. Empezaba la primavera y aflojaban las restricciones. Bambú y yo surfeamos esa primera ola con una mudanza. De un departamento de dos ambientes en un piso ocho en San Cristóbal a un PH con terraza en Paternal. Embalé sus cosas y las mías, y juntas estrenamos nuestro nuevo hogar. 

Los meses previos habían sido de reencuentro y nuevos rituales para nosotras. Por la mañana, la encontraba tiesa bajo el marco de la puerta: con los ojos abiertos y dorados me avisaba que su plato estaba vacío. Por la tarde, mientras yo trabajaba frente a la computadora, ella dormía en mi regazo. A la noche, en la faena de la cocina, Bambú fisgoneaba desde un estante. No supe distinguir si eran costumbres viejas o surgidas en convivencia.

En la casa nueva, Bambú hizo lo que a nosotros se nos complica: conocer a fondo y por fuera de la virtualidad a otros. Ahora tenemos dos nuevos vecinos animales no humanos: Gala y Betún. En su pelea por el territorio, Bambú se torea con los dos. A Betún, un gato poco ágil, lo corre por la medianera. Con Gala es diferente. Hacen un freestyle que incluye sonidos guturales, zarpazos, y exhibición de dientes y paladares hasta que intercambian unos agudos de ópera. La batalla por el territorio termina con saltos y caídas sobre el techo. A veces todo eso sucede de madrugada. De a poco entendí que era su juego, su forma de decir “acá estoy y esta es mi casa”. Y dejo que haga.  

En “la vida de antes” escribí un texto sobre el avance del movimiento vegano en la Argentina. Entendí que la cuestión no sólo es dejar de comer carnes o derivados de los animales, sino algo más potente: cruzar esa decisión de vida con el cambio climático y el derecho animal. Para esa nota, entrevisté a activistas de la organización Voicot. Hablamos de especismo, que es discriminación entre especies. Es decir, poner al hombre por encima del animal o a un perro por encima de una vaca, en términos de derechos.

Pregunté qué opinaban de los animales de compañía, como los lazarillos. La respuesta de Magui Ascon, 19 años, fue, para mí, inolvidable: “Mis papás son no videntes y nunca tuvieron un lazarillo. Pueden vivir sin tener que explotar a un perro”.

¿Vos me domesticás?

Veo en Instagram, una de nuestras ventanas al mundo, a una chica paseando a su gata. La gata lleva correa sujeta a un arnés, así como se pasea a los perros. Tendrá miedo de que se escape, pienso. Después veo a un galgo vestido con una remera y un short, ambas prendas de humanos, pero adaptadas a la flacura típica de esa raza. El derrotero del galgo: de víctima de carreras clandestinas a esclavo de la moda, pienso. Ahora veo que acaba de caer en el mail laboral la gacetilla de una cadena de pet shop(s). Pienso: hay un pet shop por cuadra y también franquicias, wow. 

En el Meet, otra nueva ventana al mundo, hablo con Tatiana Balbontín Beltran. Comunicadora social y antropóloga. Tiene 35 años y es empleada en el Parque de la Biodiversidad de Córdoba, un lugar que hasta diciembre se llamó “zoológico”. Ese fue el escenario de su tesis. Durante su trabajo de campo observó la relación entre los animales y sus cuidadores. Pero no sólo se dedicó a mirar: ella también cuidó a leones, cebras, loros, guacamayos, bueyes, avestruces... “Yo miraba a los animales y me sentía en la respiración a través de ellos, me conectaba con mi presencia y eso me conectaba con el cuerpo. Y el cuerpo dejaba de ser vehículo. Se volvía sensibilidad, percepción. Es un modo de conocer el mundo. Un modo de estar en copresencia con el otro. La relación interespecies no está tan explorada”, dice Tatiana.

Tatiana vive con su pareja y cinco gatos en un departamento. Le pregunto cómo miramos a los animales domésticos. Y responde: “Desde un mismo lugar. La mirada es unidireccional: animal humano domestica a animal no humano. Pero, ¿la mascota no puede domesticar al humano? ¿Ellos pueden sacar un rédito de la relación con nosotros? Si anulás al animal, en la relación no te queda más que la mirada humana. Entonces, ¿dónde está la relación?”.

Desde que Bambú y yo convivimos, no dejo vasos con líquido en ningún lado porque los tira. Descarté los floreros, también. Tiré sobre el sillón una manta vieja y fea porque sufro cada vez que se afila la uñas en el sillón. Sé qué lugar de la cama prefiere y me ducho con la puerta abierta porque sino “llora”. Bueno: maulla de una manera que me pone triste. Durante la pandemia mantuve mi práctica de yoga. Una vez vi a Bambú mientras se estiraba. Hacía adomuka, una asana también llamada “perro boca abajo”: las manos y los pies apoyados en el piso, la cadera elevada. El cuerpo toma la forma de un techo a dos aguas. Observé su flexibilidad, muy parecida a la de un yogui de claustro. Me dio envidia, intenté imitarla.

La gratitud

Escribo y Bambú sigue enrollada a mis pies. Duerme en una camita muy coqueta que compré en una tienda virtual y que llegó por mensajería en tiempo récord. Es posible que Maia Debowicz, 35 años, periodista, también esté trabajando. Pero en vez de una gata debe estar acompañada por alguno de los once conejos con los que vive. Seguro es She-Ra.

Los conejos no son mascotas tradicionales pero su tenencia es legal, como la de erizos, hurones y cobayos. ¿Cómo podemos comunicarnos con ellos?

“Me gusta mucho estar rodeada de conejos y ver lo que hacen. Aprendo de ellos, me ayudan a salir de mi forma de hacer las cosas. Eso es fascinante”, dice en una videollamada. Así como perros y gatos no son iguales entre sí, los conejos tampoco. Eso me explica Maia. Rocoso, por ejemplo, se pone contento cuando ella entrena boxeo: corre, brinca. Warhol roba el diario y lo muerde hasta hacer papel picado. Todos son territoriales y cada uno tiene su baño. Y son apegados a los horarios: avisan si es la hora de comer o de levantarse.

Los conejos no son mascotas tradicionales pero su tenencia es legal, como la de erizos, hurones y cobayos. Quiero saber cómo se comunica con ellos: “¡El esfuerzo por comprender un idioma en el que no hay palabras!”, dice Maia. Ella les habla y ellos la entienden. Como cuando alguno le avisa que tiene hambre. “Bueno, en un ratito”, avisa Maia y el conejito se echa a dormir hasta que registra que llena el plato de alimento. También la “topetean”: son unos toquecitos con el hocico en los pies o en el brazo. O le desatan los cordones. O emiten un sonido breve, parecido al graznido. “Ellos encuentran la manera de avisarte que algo está pasando. Eso te obliga a ponerte en el lugar de una especie a la que no pertenecés, lo que creo que te prepara para enfrentar la vida”, dice Maia.

En una tanda de nacimientos, que suelen ser numerosos, un conejito vivió apenas un mes. Ella hizo lo posible para que resistiera, pero no resultó. Maia no dice que murió, sino que “dejó de estar”. Dice, también, que hay cosas o personas que pueden durar poco tiempo, pero eso no lo hace menos importante. ¿Cuándo termina una pandemia? Ni ella ni yo lo sabemos. Mucho menos Bambú y ninguno de sus once conejos. A todo esto… ¿Cuántos años vive un gato? No sé, no quiero saber. No me atrevo, siquiera, a googlearlo.

Desde que el virus nos intervino la vida, Bambú fue mi socia y compañera. Una de esas noches en las que Buenos Aires estuvo sumergida en un silencio de sepulcro, se acercó sigilosa y de un salto se subió a mi regazo. Con sus patitas me amasó la panza. Fue de a poco, suave, sin querer. Me recosté en el respaldo del sillón y me entregué a su mimo. Cuando estuvo cómoda, apoyó la cabeza en mi pecho y entrecerró los ojos. Era un bebé boca abajo que roncaba leve, un arrullo de mar. Intenté seguir su respiración, el vaivén de su barriga y la mía. Latíamos: fue nuestra comunión. Nunca antes había sentido tanta gratitud.

VDM