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Ensayo general Opinión

Aprender a vivir tu propia vida

Tamara Tenenbaum Ensayo general rojo

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La mejor parte de no tener una biblioteca ordenada es que nunca encontrás lo que estás buscando. Siempre encontrás otra cosa. 

Hace unos días me despertó el sol y me levanté sintiendo que había soñado con un relato de Leo Perutz, la historia de un prestamista judío que tenía una mujer muy hermosa que se llamaba Esther de la que el emperador de Bohemia se había enamorado; en el cuento, un rabino iniciado en la cábala lograba que el emperador se calmara concediéndole una especie de hechizo por el cual él y Esther, que nunca abandonaría a su marido, se encontrarían en sueños todas las noches y al despertar no recordarían nada. En mi sueño, en cambio, lo que pasaba era que yo le contaba que había leído esta historia a mi mamá y ella me miraba como si yo hubiera dicho una idiotez y me decía “Tami, eso no es una ficción, eso pasó de verdad, lo aprendiste cuando eras chica, no puede ser que te lo hayas olvidado, vos sabés esto”. En fin, cuestión que no sé dónde dejé el libro de Perutz, y como lo leí hace relativamente poco no puedo haberlo dejado en otra casa ni perdido en una separación ni puede estar en el fondo de la biblioteca así que está claro que me lo debo haber olvidado en un café o debe estar dentro de mi campo visual en este mismo momento. 

Buscándolo encontré Violeta, de Whitfield Cook, mi libro favorito de los once o doce años. Para seguir con estos enredos que no le importan a nadie, yo estaba segura de que este libro sí lo había perdido, porque estaba segura de que se lo había regalado a alguna nena, pero se ve que solo lo pensé y nunca lo hice. 

Violeta es una novela situada en los años 40, protagonizada por una chica de doce años que el libro describe como extraordinaria, solemne y precoz. Violeta es la hija mayor de Pete, un artista de poca monta que se casó tres veces, tuvo dos tandas de hijos con su segunda y su tercera esposa y está a punto de volver a casarse con la primera. Cuando la novela empieza, los seis hijos de Pete están todos en su casa; como Violeta le explica a Lily, la primera esposa y flamante novia de Pete, esto rara vez sucede. Pero la tía Esther (que vendría a ser la encargada de criar a los chicos cuando están en la casa de su padre) perdió el cuaderno donde llevaba la cuenta de las idas y venidas y terminaron todos juntos en la casa los seis chicos de Pete y de paso Donald, el hijo del nuevo marido de la esposa número 2, que no tiene parentesco sanguíneo con nadie pero una vez fue enviado por error por los hijos de la esposa número 2 y después ya terminó yendo todas las veces. La novela cuenta los enredos en los que Violeta mete a los adultos y que después se encarga de intentar solucionar; básicamente, los problemas que se crea para no aburrirse de la existencia monótona de una chica de doce años rodeada de adultos a quienes considera, probablemente con justicia, mucho menos interesantes que ella. 

Me hizo pensar en lo que la lectura representaba para mí cuando era chica: una especie de trampa que podíamos hacerles a los adultos, que para cuando yo crecí, en los años 90, ya consideraban que leer era un hábito edificante de por sí y podían negarse a comprarte otro juguete pero rara vez a comprarte otro libro; pero después podías leer libros que te hablaran de cosas que ellos probablemente jamás te hubieran dicho, e incluso libros como Violeta, que reforzaban tu convicción innata (o la mía, al menos; saco la segunda persona esa capciosa porque no sé si todos los chicos pensaban como yo) de que eran gente que fundamentalmente no entendía nada. No sé cuál es hoy ese ámbito que los chicos de esa edad, los que todavía no son adolescentes pero ya no quieren saber nada con sus padres; y no puede ser internet, porque justamente, como en internet los chicos están expuestos a tantos peligros, hoy los padres (con razón) exigen algún tipo de control de lo que sus hijos hacen ahí. Mi relación de la pubertad con los libros y con internet, también, porque en esa época nuestros padres no entendían nada, me hace acordar a esas películas gringas de los 80 en las que los chicos de pueblo entran y salen de sus casas sin supervisión ni permiso, circulan en bicicletas por lugares que sus padres no conocen y vuelven y se sientan a comer con una sonrisa misteriosa o unas lágrimas misteriosas, porque tienen un secreto, porque tuvieron un rato una vida de la que nadie más sabe nada, porque tienen una doble vida finalmente. No sé cuáles son, en estos días, los lugares que una como niña puede transitar que sus padres no conozcan.

Y no sé, tampoco, por qué pienso tanto en esto; no tengo hijos, y los hijos de mis amigas están en general muy lejos de esta edad en la que en realidad me doy cuenta que nunca dejé de pensar. Junto varias cosas: el sueño con mi mamá, el sueño en el que mi mamá todavía es una especie de parámetro de lo que yo puedo saber y de lo que debería saber; un momento, la noche antes de ese sueño, en el que comí con mi mamá y elegí un vino que ella no conocía y pensé en qué extraño es realmente saber cosas que ella no sabe. Y la sensación de que odio decir cosas fatalistas como esta pero yo creo que hay cosas que solo se aprenden en un momento o no se aprenden, y que a vivir tu propia vida no se aprende a los veinte ni a los treinta ni a los cuarenta, como se podría suponer, sino que —sostengo— se aprende a los doce o no se aprende jamás.

TT

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