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Opinión

Almodóvar, la ley del deseo y el día del amor

Almodóvar en la oficina de su productora, El Deseo

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Almodóvar ha creado un estilo. Estilo es que, con tan sólo ver un living, un fotograma, la gráfica de una película, la tipografía de los títulos o escuchar una canción pueda decirse al instante: “esto es Almodóvar”. Creó un mundo y ahora el mundo se puso almodovariano. Quizás por eso Netflix, la plataforma ícono del streaming, haya adquirido los derechos de su última película, Madres paralelas, que podrá verse desde el 18 de febrero y, para calentar la espera, ha subido once de sus películas. Estamos en las puertas de su año. Eso habla de este director pero de algo más: hoy mucho se juega en si te queda a tono o no la sensibilidad de un tiempo. De él podríamos decir rápidamente que sí, que con comodidad. Pero en ese estar al borde de convertirse en el museo de sí mismo aparecen torsiones, desvíos, matices. Una ley del deseo adentro. 

Nace en 1949 en Calzada de Calatrava y de adolescente llega a Madrid, donde trabaja en una empresa de telefonía por una década. Escribe, está vinculado al teatro, a la música y a la plástica. Pero sobre todo está enchufado a las venas subterráneas de esa España que, tras la dictadura de Franco (1936-1975), asiste a lo que ha sido nombrado como “el destape”. Aunque “destape” sea un modo de circunscribir y controlar un fenómeno de desborde, de fiesta, de drogas, de noches, de estridencias. Un juego: elegir cualquier película de Almodóvar de los ochenta, al azar, y calcular cuánto tiempo demora en verse un culo desnudo. Probablemente no sean más de cinco minutos. Eso que muchas veces se demora o se especula (sobre todo los primeros planos de varones, y no de mujeres), en sus películas son el lugar desde donde partir. En su destape los tipos también están en pelotas. Y no faltan travestis, transexuales, historias de transición entre sexos. Desde Carmen Maura en La ley del deseo –como la hermana del protagonista que ha cambiado su sexo–, pasando por el personaje de Miguel Bosé en Tacones lejanos –que interpreta a un juez que por las noches se convierte en drag-queen– hasta Todo sobre mi madre –en la que Lola cambia su sexo tras haber sido padre–.

Almodóvar lo hizo todo antes de que estuviera de moda y ahora está de moda Almodóvar. Pero a un clic están esas películas lisérgicas, como ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, en la que Carmen Maura interpreta a una ama de casa que vive entre la frustración de su marido taxista, dos hijos ligados a la droga y una suegra que detrás de unos anteojos de marcos grandísimos vive comiendo magdalenas. No hay decorado elegante ni vestuario vintage. Es una España rasante atravesada por la mishiadura económica. El personaje de Carmen Maura busca plata en la billetera de su marido y, cuando no la encuentra, toma más trabajo como empleada doméstica. Mientras, la vecina (una deliciosa Verónica Forqué) se gana la vida como prostituta. Esta acidez casi al borde de la cirrosis, con planos oscuros, con ese humor atragantado ante familias rotas por la falta de guita, es también la España que queda cuando tiene que arreglárselas con la democracia. 

La ley del deseo primero, y Tacones lejanos después, dinamizan ese Almodóvar de los noventa, consagrado por los festivales europeos y por Hollywood. Esa reescritura del melodrama pasado por el embudo del final del siglo XX, con el kitsch y el camp. Esas historias adictivas que se mantienen sobre un núcleo que sigue siendo indigerible: el deseo (que de hecho es el nombre de su productora). Sus películas son literatura del deseo. Jamás como elección, goce o narcisismo, sino como algo resbaladizo, juguetón. En el libro Conversaciones, Almodóvar dice: “Mi objetivo no es transgredir, pues la transgresión implica un respeto y una consideración hacia la ley que yo no tengo. Por eso mis películas nunca han sido antifranquistas, porque no reconozco en ellas la existencia de Franco. La transgresión es un término moral: ahora bien, mi intención no es infringir una norma cualquiera, sino solamente conseguir que se impongan mis personajes y su comportamiento. Es uno de los poderes y también uno de los derechos del cineasta”. 

A pocos días de la celebración del día de las y los enamorados (un asterisco: en ese enojo cínico de quienes rechazan el festejo por cursi o comercial cruje no poder sacarse de encima la fecha; la única verdad es la indiferencia) Almodóvar vuelve sobre el amor, porque no hay amor que no sea cursi. O al revés: para que haya amor, se salta al vacío de la cursilería. Almodóvar no es Woody Allen: vive en el ocaso del narrador canchero. Y hace, de ese despojo, una gramática. Alexandra Kohan en Y sin embargo, el amor propone el amor phármakon, veneno y remedio al mismo tiempo, y cita esa poesía de Heine: “¿Qué es el amor? Una estrella caída en la mierda”. Almodóvar hace películas de este amor phármakon, por momentos intragables (mentir por amor, odiar por amor, estafar por amor, raptar por amor, matar por ¿amor?). Historias al borde: Átame, donde el personaje de Antonio Banderas secuestra a una famosa actriz; Hable con ella, donde el enfermero viola a la protagonista mientras está en coma. Volver a ver sus películas es el amor después del amor por Almodóvar; por ese filón radioactivo, inclasificable, perturbador. 

Las mujeres en Almodóvar son “las” chicas: Carmen Maura, Verónica Forqué, Rossy de Palma, Victoria Abril, Penélope Cruz, Cecilia Roth. Aún en ese sistema profundamente español, madrileño, que exuda jamón crudo, cañas y catolicismo, Almodóvar tiene una filial del corazón argentino. En varias de sus películas aparece Argentina. A través del personaje protagónico de Cecilia Roth en Todo sobre mi madre, del escultor Darío Grandinetti en Julieta, del argentino interpretado por Leonardo Sbaraglia en Dolor y gloria. Argentina va y viene en las películas de Almodóvar, como un destino del que muchos personajes parten, pero en particular como una pieza de esa sensibilidad almodovariana, agarrada entre la nostalgia, el sexo, la ciudad, la guita. Uno de esos puentes es la bellísima versión de Estrella Morente del tango Volver en aquella película protagonizada Penélope Cruz, o el homenaje que le dedicó Lucrecia Martel. 

¿De dónde vienen los hijos en Almodóvar? A veces de la basura de la historia, de los hijos de la vida, de las cuentas podridas. En 1999, cuando reinaba Blockbuster, alquilé Todo sobre mi madre y la vi junto a mi mamá sentadas en el sillón, mientras la época estaba por hacernos mierda. Me fascina la escena del living en el que están sentadas Cecilia Roth, Penélope Cruz, Marisa Paredes y Antonia San Juan, con el empapelado de círculos amarronados, los sillones de flores, los muebles de madera y esa gama que va a quedar siempre asociada a la colorigrafía almodovariana del rojo. Mi fascinación por ese living es mi fascinación por el lugar en el que vi la película (de mi familia). Siempre me quedé buscando volver a ese sillón. He pedido partes de regalo. Mi madre y yo hicimos silencio, lo compartimos, tras ver esa historia. Una historia de la sangre. El final del film es una representación de la escena de Yerma, de García Lorca, con el personaje de Huma que recita en un ensayo un fragmento de esa obra (“Hay quienes piensan que los hijos son cosa de un día. / Pero se tarda mucho, mucho, por eso es tan terrible ver la sangre de un hijo derramada por el suelo. / […] Me mojé las manos de sangre y me las lamí con la lengua, / porque era mía. / […] En una custodia de cristal y topacio / tendría yo la tierra empapada por su sangre.”) Que el amor también está hecho de sangre es el hilo rojo de todo Almodóvar. En especial, entre Todo sobre mi madre (el HIV, la madre de crianza por fuera de la familia biológica, la enfermedad que puede no ser hereditaria), y la última y con dos nominaciones al Oscar, Madres paralelas (la pregunta por la filiación a través del ADN). En el afiche de esta película un pezón recorre el mundo. Almodóvar vuelve sobre esa imagen: a todos alguien alguna vez nos amamantó. Una vuelta al origen. Seguir volviendo. A algún sillón.

FA

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