Lecturas

El Atlas de las desigualdades

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El apartheid climático

Las desigualdades ambientales son una característica de todas las sociedades complejas, a partir de los procesos de sedentarización. En las culturas nómadas (como en muchos de nuestros pueblos originarios antes de la Conquista), todos los integrantes de una comunidad comparten el mismo ambiente. Pero los procesos de división social del trabajo asociados a la agricultura y el sedentarismo primero, y a la vida urbana después, generaron profundas diferencias en las condiciones ambientales de los miembros de una misma sociedad. En la Antigua Roma, los mejores terrenos fueron para los templos y palacios. Los pobres vivieron en las tierras bajas arrasadas por las crecidas del Tíber o hacinados en casas de departamentos sin agua ni letrinas. Y los barrios populares de la Europa medieval fueron los más afectados por la pandemia de peste bubónica de 1348.

Los sucesivos modos de globalización trasladaron ese esquema de desigualdad a la relación entre distintas sociedades. Las grandes potencias deben su acumulación originaria a la apropiación de la riqueza de los países del Sur, incluyendo en muchos casos la esclavización de sus poblaciones. El imperialismo de fines del siglo XIX significó el reparto del mundo entre las grandes potencias y la apropiación de los recursos naturales de las colonias. En esa época se consideraban como recursos naturales solamente a aquellos bienes físicos de la naturaleza que fueran apropiables. El saqueo de esos recursos generó enormes impactos ambientales, muchas de cuyas consecuencias persistieron después, en forma de pasivos ambientales tales como la desertificación de las zonas de cultivos tropicales o los depósitos de residuos industriales y mineros. 

La actual percepción de los recursos naturales no incluye sólo bienes físicos sino también funciones del medio natural, que también han sido alteradas por los sectores económicamente más poderosos en perjuicio de las sociedades de la periferia. El clima es un recurso natural de las sociedades humanas (un “bien común”, dice el papa Francisco) y ha sido depredado por las grandes potencias con la misma violencia con que fueron depredados los recursos físicos en los siglos XIX y XX.

Lo indebidamente apropiado o destruido debería generar una deuda, en este caso, del Norte hacia el Sur. Se puede definir la “deuda ecológica” como “aquella que ha venido siendo acumulada por el Norte, especialmente por los países más industrializados, hacia las naciones del Tercer Mundo, a través de la expoliación de los recursos naturales por su venta subvaluada, la contaminación ambiental, la utilización gratuita de sus recursos genéticos o la libre ocupación de su espacio ambiental para el depósito de los gases de efecto invernadero u otros residuos acumulados y eliminados por los países industrializados”. A esta deuda generada por la sobreproducción, el sobreconsumo y la superproducción de desechos actuales y pasados de los países del Norte, debería sumársele la “deuda colonial” por la extracción y usufructo de recursos minerales no reembolsados, como los cientos de toneladas de oro y miles de toneladas de plata que España extrajo de América sin pagar contrapartida alguna. 

“Otro costo no reconocido por los países desarrollados es el de los servicios ambientales. Un ejemplo es el proceso de cambio climático, debido a las emisiones de gases de efecto invernadero hacia la atmósfera, del cual son esencialmente responsables los países desarrollados. Los daños a la producción y economías de todo el mundo, la inestabilidad e incertidumbre sobre sus futuras e impredecibles consecuencias (desertización, inundaciones, daños a la biodiversidad), no son tenidos en cuenta”, afirma Walter Pengue. Esas deudas deberían aplicarse a paliar estas inequidades ambientales.

La crisis climática iniciada por las economías desarrolladas destruye los ecosistemas naturales y las áreas productivas, y amenaza las poblaciones de aquellas sociedades que están en peores condiciones para hacer frente a esas amenazas. Existe una profunda injusticia en los impactos del cambio climático. Los países ricos han sido quienes causaron el problema tras dos siglos de emisiones de gases de efecto invernadero, que contribuyeron a su enriquecimiento. Los países pobres (o las zonas pobres de todos los países) por su parte, han sido los más afectados, debiendo hacer frente a un número cada vez mayor de inundaciones, sequías, hambrunas y enfermedades, con situaciones de extrema gravedad en las comunidades más vulnerables. 

Cómo gestionar la asimetría

La gestión de la crisis climática tiene habitualmente dos perspectivas diferentes y complementarias. Una es la mitigación que implica actuar sobre las causas de origen antrópico (humano) que inciden en los fenómenos, y tratar de reducirlas. Básicamente, apunta a bajar las emisiones de gases de efecto invernadero. Y la otra es la adaptación que apunta a actuar sobre las consecuencias, procurando disminuir el daño que los cambios del clima causan en las sociedades. Las diferencias entre una y otra aproximación son políticas. Mitigar el cambio climático requiere de fondos para cambiar formas de producción y consumo de energía por otras que emitan menor cantidad de gases de efecto invernadero. Los actores sociales del antes y el después suelen ser los mismos (las grandes empresas) y esas inversiones suelen ser subsidiadas, es decir, pagadas por el conjunto de la sociedad. Por el contrario, para adaptarse al cambio climático son necesarias medidas mucho más complejas, en las que intervienen diversos actores sociales. Casi siempre requieren de estrategias de ordenamiento territorial, que pueden ser fuertemente resistidas por los intereses creados. Por ejemplo, adaptarse puede requerir reforestar márgenes de ríos y arroyos o reconvertir cultivos. Puede requerir limitar o prohibir la urbanización en zonas de riesgos actuales o futuros. En Argentina, muchas ciudades crecen sobre las tierras más bajas y sufrirán inundaciones cada vez más frecuentes. En Brasil, Venezuela o Colombia, las urbanizaciones precarias trepan los cerros hacia zonas geológicamente inestables, allí donde las tormentas cada vez más fuertes pueden causar deslaves de consecuencias trágicas.

Será necesario restringir actividades productivas que consuman o contaminen grandes volúmenes de agua en zonas áridas o semiáridas, como la gran minería en las zonas andinas de Chile y Argentina amenazadas por la sequía. No queda claro a priori la decisión política de hacerlo. Pero en todos los casos, intentar adaptarse es políticamente más difícil que intentar mitigar.

La asimetría de la situación requiere de esfuerzos asimétricos. En los países que más contaminan la atmósfera son necesarias tareas de mitigación. Es decir, de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero de las que son responsables y que perjudican al conjunto de la humanidad. Por el contrario, en los países y regiones que lo sufren, en las zonas más afectadas por la desigualdad ambiental, es necesario poner el acento en la adaptación. Es decir, en reducir los daños provocados por un fenómeno que ya existe y que ellos no causaron. Se trata de minimizar lo antes posible los daños que sufren las víctimas de este proceso. Sin embargo, hay una fuerte postergación de las medidas de adaptación y una prioridad de las medidas de mitigación, que refuerza las condiciones de injusticia social.

Los países más ricos han puesto el acento en promover políticas de mitigación en sus propios países y en todo el mundo. La mayor parte de las políticas climáticas del mundo están centradas en la mitigación. Un estudio sobre Europa revela: “La atención científica y política sobre la adaptación se ha desarrollado tardíamente. Ello se ha debido en gran parte a que, siguiendo la tendencia mundial, los esfuerzos realizados para luchar contra el cambio climático en las últimas décadas se han centrado en la mitigación de gases de efecto invernadero”.

La adaptación requiere miles de millones de dólares anuales. Sin embargo, hasta ahora el aporte financiero para hacerlo ha sido muy escaso en todo el mundo. En un informe conjunto sobre financiamiento para el clima, elaborado por los Bancos Multilaterales de Desarrollo, se señala que 27.900 millones de dólares, o el 79% del monto total de 2017, se destinó a proyectos de mitigación del clima orientados a reducir las emisiones nocivas y disminuir el ritmo de calentamiento de la Tierra. Sólo el 21% restante, es decir 7.400 millones de dólares, del financiamiento destinado a naciones emergentes y en desarrollo se invirtió en proyectos de adaptación al clima que ayudan a las economías a abordar los efectos del cambio climático. En otras palabras, cuatro quintas partes del dinero se destinan a financiar las prioridades de los ricos y sólo el quinto restante a las prioridades de los pobres.

En innumerables situaciones, lo único que los afectados pueden hacer es huir de los sitios que han dejado de ser habitables. Sin embargo, a pesar de la retórica de los organismos internacionales, su práctica no disminuye la desigualdad. El Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas dictaminó en 2020 que “los refugiados por causas climáticas no pueden ser devueltos (a sus lugares de origen)”. Sin embargo, la resolución no es vinculante y no hay indicios de que llegue a serlo. Hasta ahora existen entre 50 y 60 millones de refugiados climáticos. Esta cifra supera al número de los desplazados por razones políticas, étnicas y religiosas. En un contexto mundial de desigualdades crecientes, se espera superen los 100 millones de personas en las próximas décadas, sin apoyo financiero para revertir la situación en sus lugares de origen y sin políticas de acogida fuera de ellos. Es difícil de imaginar la magnitud e intensidad de los conflictos sociales que están generándose sin que se haga nada por evitarlos.