No es la economía, estúpido: son las instituciones
Entre los economistas argentinos hay una constante: la idea de que la política y la economía van de la mano. No pueden separarse, están trabadas en una relación simbiótica, pero ésta—-a diferencia de las relaciones biológicas—-no es beneficiosa. Por el contrario, la política hace lo suyo y la economía sufre. Más que una relación simbiótica, es una relación parasitaria.
La enfermedad ha sido diagnosticada hasta el hartazgo, y se conoce—-en la literatura económica—-como el problema de los “ciclos electorales”. De manera simplificada puede presentarse así: la democracia y sus elecciones generan incentivos en los actores políticos para alcanzar logros de corto plazo con el objeto de ganar elecciones. Ello los empuja a buscar que las buenas noticias se concentren en el período electoral (dólar barato, acceso al crédito, inflación a la baja) y que las malas noticias ocurran justo luego de la elección (un ajuste aquí y allá, la corrección del tipo de cambio, aumento de tasas o tarifas, etcétera). En este cálculo, los políticos muchas veces postergan decisiones difíciles con el objeto de navegar el ciclo de un modo que les resulte beneficioso (es decir, de un modo que les permita conservar el poder que ganaron o acrecentarlo). Esa postergación, en ocasiones, empeora los problemas iniciales.
El economista italiano Alberto Alesina encontró a fines de los ochenta que de 18 gobiernos de la OCDE—-sean conservadores o progresistas—-la política fiscal tiende a flexibilizarse antes de las elecciones. Un puñado de años después encontró que la política monetaria sigue un patrón similar (expansiva en años electorales). David Bizer y Steven Durlouf, por su parte, encontraron que los impuestos tienden a reducirse dos años antes de la reelección exitosa de un presidente en ejercicio. William Keech y Kyoungsan Pak, que los beneficios a los veteranos de guerra de Estados Unidos aumentaban en años electorales. No hay nada demasiado nuevo bajo el sol, entonces, en el intento familiar del gobierno argentino de un dólar barato antes de las elecciones, la pretensión de bajar la inflación a todo costo (antes de las elecciones), o la postergación de decisiones difíciles (flotación cambiaria, ajuste del tipo de cambio) para después de las elecciones.
La política, consciente de sus efectos negativos sobre la economía de una sociedad compleja, procuró lidiar con algunas de estas cuestiones como—-por ejemplo—-limitar la oferta de base monetaria mediante reglas estrictas de expansión regulada (como propusiera Friedman) o nuestra famosa convertibilidad (establecida por ley del Congreso). En algunos estados de EEUU, los presupuestos con déficits están prohibidos por sus constituciones. Hace algunos años Warren Buffet, siguiendo intuiciones parecidas, propuso que no puedan ser reelectos los legisladores que aprueben presupuestos no balanceados. Incluso habría que pensar, en esta tradición de restricciones auto impuestas a lo Ulises, a la dolarización que nuestro presidente imaginó cuando era candidato. Se tratan todos estos ejemplos de reglas, ataduras, restricciones, para frenar los incentivos perjudiciales que generan los ciclos electorales.
El siglo XX produjo, sin embargo, un invento aún mejor que estas reglas: los Bancos Centrales independientes. Son el mecanismo que, hasta el momento, mejor ha permitido luchar contra al menos algunos de los incentivos que la política genera y que pueden afectar de manera negativa a la estabilidad macroeconómica de un país. Otra vez, el tema ha sido ampliamente estudiado. La independencia de los bancos centrales depende de normas formales e informales (estas últimas, quizás, sean más importantes que las primeras). Y permite separar a la política monetaria de la política en general, lo que suele generar dinámicas interesantes en las que los políticos “culpan” al Banco Central de malos desempeños, de economías frías, de tasas altas (que controlan la inflación), de aumentos del desempleo, etcétera. En Argentina, lamentablemente, nuestro Banco Central no es independiente. Nunca lo fue, pero desde que su presidente fue echado por decreto en 2010 la máscara—-si es que alguna vez estuvo allí—-se cayó. Y desde entonces, gobierne la izquierda o la derecha, conservadores o progresistas, libertarios o liberales, el Banco Central es una pieza central de la política económica del gobierno que turno. Por estos días, el Ministro de Economía y el presidente del BCRA streamean juntos.
¿Qué podemos hacer frente a este escenario? Poco. La creación de un Banco Central independiente, estructuralmente separado de la política y de sus incentivos, requiere no sólo de reformas legales profundas sino—-quizás—-de reformas constitucionales, prácticamente imposibles de imaginar. También requiere de acuerdos y consensos políticos aún más quiméricos. Por otro lado, los Bancos Centrales independientes son un juguete del siglo XX crecientemente rechazado. Vivimos en una era de desconfianza hacia las instituciones, y los Bancos Centrales son instituciones de confianza. La iniciativa sería, al menos, anticlimática. El problema es tan serio que algunos piensan que hay que eliminar el problema de raíz: las elecciones. No he visto a nadie proponer un sistema sin elecciones (al menos en público), pero Cristina Fernández—-creo que equivocada en la solución pero acertada en el diagnóstico—-sostuvo hace poco que deberíamos votar cada cuatro años y no cada dos. Es decir: propuso extender el ciclo electoral para reducir los incentivos perversos que generan elecciones tan seguidas.
Menos democracia y más estabilidad económica parece un pacto fáustico. ¿No podemos tener las dos cosas? El dilema no es tan complejo: de lo que se trata es de desencajar ciertas decisiones de alto impacto sobre la macroeconomía de los incentivos que tienen los políticos para mantenerse en el poder. El problema de nuestra economía no es, entonces, económico: es institucional. Un episodio más de la crisis del sistema representativo, de la distancia irresoluble entre gobernados y gobernantes que Pierre Rosanvallon diagnosticara hace más treinta años.
Eso nos pone, necesariamente, en una línea de innovación democrática que—-en otros países, con menos urgencias—-se están explorando, como las asambleas ciudadanas de Finlandia, Irlanda, y Francia y el regreso de instituciones basadas en el sorteo. Algo de eso, quizás, esté en el fondo como solución a la tensión irresoluble que las elecciones generan sobre los procesos económicos, especialmente en países como la Argentina. Todo parece, sin embargo, muy lejano. Pero quizás son opciones que ameriten reflexiones adicionales, tal vez después de las elecciones.
*El autor es profesor de derecho constitucional de la UBA.
AR
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