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Economías

La obra pública en el laberinto del FMI

Obra pública

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El Gobierno apuesta a que la obra pública sea el motor de la recuperación económica en 2021. Después de un primer año crítico, donde su ejecución se focalizó en infraestructura de salud y agua y cloacas, la gestión Fernández duplicó las partidas de gasto de capital en el presupuesto del año próximo. ¿Puede la obra pública ser la llave que abra la economía pospandemia? ¿Es realista llegar a ejecutar semejante salto en el nivel de inversión? ¿Qué dirá el FMI, que busca reducir el déficit fiscal, de esta inyección de gasto?

El punto de partida es realmente bajo, facilitando la comparación. En 2019, la ejecución de obra pública de la Nación fue la menor de los últimos quince años. Lo mismo ocurrió con las provincias y municipios. Y 2020 no fue la excepción.

En la Argentina afecta a los atajos y a las salidas rápidas, la obra pública históricamente estuvo en la mesa de las soluciones a todos los problemas. Así como Dios es argentino y una cosecha nos salva, el facilismo lleva con frecuencia a creer que la inversión en rutas, cloacas, acceso al agua potable o viviendas, porque “se ven y se tocan”, es el remedio infalible a las crisis seculares.

Por supuesto, son indiscutibles sus efectos positivos sobre el resto de las actividades. Según estudios recientes del Banco Central, el aumento en la inversión en infraestructura —tanto pública como privada— multiplica hasta cinco veces sus impactos sobre el PBI. La industria de la construcción, que la obra pública integra, involucra unas 180 actividades, por lo que se la conoce como la “madre de todas las industrias”. Y, a diferencia de muchos sectores productivos, no demanda dólares de manera intensiva, cuando es el dólar justamente lo que el Gobierno quiere cuidar. Muchos atributos para convertirla en la elegida para la recuperación.

Pero conviene poner en contexto cuándo y cómo la obra pública puede realmente convertirse en una impulsora sostenida de crecimiento a lo largo del tiempo antes que en un espasmo transitorio de mayor actividad. La condición básica es estabilizar la macro. Con estos niveles de inflación y brecha cambiaria, los constructores cargarán precios más altos en las obras para protegerse de la incertidumbre y los proyectos seguirán la suerte del siempre escaso fondeo del estado.  

 Y entonces llega el FMI. En la búsqueda de un nuevo acuerdo más amplio con el organismo, que permita refinanciar los impagables vencimientos del convenio firmado por el gobierno anterior, el Fondo querrá que la Argentina comprometa una sensible reducción del déficit fiscal. Es donde la obra pública aparece en la primera fila para cualquier eventual ajuste de partidas de gasto. Ningún ministro de Economía, acá y en el mundo, duda qué hacer frente a la disyuntiva de frenar una obra o reducir jubilaciones o salarios públicos.

En este punto la contradicción se vuelve evidente: aumentar la inversión en obra pública a costa de ajustar partidas que impactan en forma directa sobre las familias de menores recursos no es el camino. Pero no hacerlo sólo profundizará la desigualdad y la exclusión.

El Estado no cuenta con recursos suficientes ni con acceso al financiamiento para sostener el desafío de potenciar la obra pública en forma sostenida en estos contextos. Hay que salir del laberinto del ajuste fiscal que llega por arriba. ¿Cómo? En primer lugar, entendiendo que la estructura institucional de la obra pública no está aggiornada. Faltan fondos, está claro, pero también escasean el recurso técnico y los bancos de proyectos en condiciones de ser licitados. Las regulaciones son antiguas (la ley de Obras Públicas es del año 1947 y la de concesiones de obra pública de 1967), aparecen fuertes restricciones para competir en varias provincias, y hay mecanismos de financiamiento poco creativos, basados casi exclusivamente en recursos del Tesoro y en los préstamos de los organismos multilaterales. Se dificulta, por innumerables razones, la llegada de la inversión privada al financiamiento de los proyectos públicos, y sólo aparecen eventuales líneas bancarias apoyadas por gobiernos, como China.

Y no debe olvidarse que la obra pública representa apenas la tercera parte de la industria de la construcción. Sin la construcción privada la rueda no se pondrá en marcha. El Gobierno parece entenderlo cuando puso en la agenda de las sesiones extraordinarias del Congreso dos proyectos que pueden dar vida al sector. Uno, que promueve la construcción privada de viviendas a través de amplias desgravaciones y exenciones fiscales, con un régimen de blanqueo incluido. Y el otro, que busca recrear el crédito hipotecario atado a la variación salarial.

La velocidad y precisión con que se implementen estas reformas mejorarán las chances de que la obra pública sea un motor que funcione a pleno antes que un soplo espasmódico usado, como siempre, en un año electoral. 

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