“Belén” viaja a los Oscar desde San Sebastián y el cine argentino marca presencia en el festival

Después de la espectacular recepción que tuvo su premiere en el Festival de San Sebastián, acaba de llegar otra muy buena noticia para Belén, la película de Dolores Fonzi sobre un dramático caso que puso en alerta y movilizó al colectivo feminsta argentino. Apenas un par de días antes de que se conozca el resultado de la votación del jurado que decidirá qué película se lleva la Concha de Oro, el premio destinado al mejor film de la competencia oficial en la que participa el largo de Fonzi, la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de la Argentina informó que Belén es la candidata argentina para participar de la preselección de la categoría de mejor film internacional en los premios Oscar y en el rubro de mejor película iberoamericana en los Goya, que se otorgan en España. Ahora es cuestión de esperar la resolución del jurado de esta edición de San Sebastián, presidido por el cineasta catalán Juan Antonio Bayona y con una integrante argentina, la popular actriz y cantante Lali Espósito.
Mientras tanto, la edición 73 de este tradicional festival de cine que se lleva a cabo en una de las ciudades más bonitas del País Vasco sigue adelante. La popularidad del evento es indiscutible. En la época de esta contagiosa fiesta que la ciudad vive a pleno, los hoteles están atestados y hay mucha gente circulando por la calle a todas horas. Las funciones están casi siempre llenas, son de verdad muy pocas las ocasiones en las que quedan algunas butacas vacías. Conseguir entradas para ver películas de la sección oficial, de hecho, requiere ser precavido y gestionarlas con un buen tiempo de antelación.
En la sección Perlak del festival se agrupan películas de directores ya consagrados en el circuito de festivales. Muchos de ellos tienen un pie en el mainstream, pero se trata de cineastas con la personalidad suficiente como para distinguirse. Autores, digamos. Por eso siempe vale la pena seguirla. Este año hubo en este apartado películas de unos cuantos favoritos de la crítica especializada: Yorgos Lanthimos, Paolo Sorrentino, Jafar Panahi, Joachim Trier, Richard Linklater, Olivier Assayas, François Ozon...

La grazia, del italiano Paolo Sorrentino, fue la encargada de abrir el último Festival de Venecia, donde tuvo una muy buena recepción. El León de Oro se lo llevó Jim Jarmusch por Father, Mother, Sister, Brother’, pero Toni Servilio, actor fetiche de Sorrentino y otra vez protagonista en esta nueva película del realizador napolitano, se quedó con la Copa Volpi destinada al mejor actor.
Una revalorización de la política
En San Sebastián también hubo muy buenas reacciones. Y lo cierto es que la película lo justifica largamente. La grazia es el film más maduro y equilibrado de Sorrentino, un cineasta muchas veces barroco y desmesurado que esta vez consiguió el tono justo para la historia que quiso contar.
Servilio está magnífico en su papel de Presidente de la República Italiana. En Italia, parte de la prensa ha observado que el personaje está, en buena medida, inspirado en quien actualmente ocupa ese cargo, el siciliano Sergio Mattarella (a propósito, otro hombre del sur del país, como Sorrentino). Igual que Mattarella, Mariano De Santis (Servilio) proviene de la Democracia Cristiana y es un moderado. Se ha dicho bastante que la película es un revalorización de la política en estos tiempos donde sufre tanto descrédito, un contexto que ha facilitado la llegada al poder de arribistas de todo pelaje. Italia sabe de este asunto por el caso de Beppe Grillo, fundador del “partido antisistema” Movimento 5 Stelle, del que terminó eyectado por sus propios militantes. Otro ejemplo desafortunado de este tipo de incursiones extemporáneas es el del comediante ucraniano Volodímir Zelenski.
La grazia es un comentario muy inteligente sobre el tema porque nos permite empatizar con alguien que, por sobre todas las cosas, tiene tantas fortalezas como debilidades. De Santis es un ser humano real y no una idealización o una proyección de deseos y frustraciones ajenas.

Una parte importante de esta sociedad actual en la que todos nos asumimos, por acción u omisión, más como consumidores que como ciudadanos se indigna con los políticos y reclama con las ínfulas de un cliente ofendido. No da la impresión de que llevemos una vida tan inmaculada como para ponernos en ese lugar, pero igual lo hacemos todo el tiempo. “Son todos ladrones” es el axioma más común de aquel que se queja de la política como si se hubiera suscripto a una plataforma para ver fútbol y no logra encontrar todos los partidos por los que dice haber pagado.
La película de Sorrentino pone el foco en la etapa final del mandato de este presidente de modales elegantes y ritmos pausados que se entrega con resignación a las tediosas rutinas que le exige el protocolo y escapa visiblemente a los conflictos. Pero hay que decir que lo hace con gracia y mucha sagacidad. De Santis es un hombre que acierta y se equivoca, que mide, calcula y cambia si hace falta. Y no es necesariamente un camaleón o un oportunista. Obviamente, dependerá de la experiencia de cada espectador con la película, pero se podría decir que Sorrentino apuesta porque nos identifiquemos con De Santis sin presentarlo como un héroe indiscutible.
Si bien desea más que nada tranquilidad y una salida decorosa del cargo, más que un epílogo cargado de gloria, De Santis debe enfrentar algunos dilemas morales en la última recta de su mandato: dos indultos a personas que ya fueron condenadas por la justicia italiana y la aprobación de una ley de eutanasia que lo enfrenta al Papa ficticio de la película, que por fin es negro, tiene rastas y maneja una moto de alta cilindrada.
Pero lo que realmente lo tortura es no tener a su lado al gran amor de su vida. De Santis extraña a horrores a esa mujer que fue siempre su media naranja y ya no está, pero también lleva la espina clavada de una infidelidad y se aboca con mucha determinación a descubrir al tercero en discordia. Cuando finalmente se entera, no opta por la venganza, elige una actitud mucho más serena y noble.
La película también cuenta muy bien el vínculo con una hija que trabaja con él como asesora. Es, como bien dijo el director, una historia de amor. Pero no en el sentido puramente romático. En La grazia, el amor va tomando distintas formas: el de pareja, el paternal, el filial e incluso el que requieren los buenos vínculos amistosos. La grazia también celebra explícitamente la duda (eso lo dice como declaración de principios ya de arranque) y la imperfección. Pero lo medular en la película es el amor como condición indispensable para mantener la vitalidad. Una idea candorosa, casi extravagante para la época. Aplausos de pie para Sorrentino.

Una comedia negra, muy negra
También llamó la atención Bugonia, del griego Yorgos Lanthimos, un cineasta talentoso al que le gusta mucho calzarse el traje de provocador. Más que a Sorrentino, incluso. Emma Stone y Jesse Plemons se lucen con dos actuaciones memorables en esta comedia negra –muy negra, en realidad– y por momentos grotesca que está ligeramente inspirada en una la película coreana de 2003 titulada ¡Salven el Planeta Verde!
Un apicultor afectado por la progresiva disminución de la población de abejas está convencido de que ese problema fue generado por un poderoso conglomerado farmacéutico que dirige la gélida, robótica figura corporativa que encarna Stone con un sublime despliegue de recursos. Habrá entre ellos una guerra sin cuartel porque hay otros hechos trágicos del pasado que pesan en la relación.

Pero cuando todo indica que Teddy, el obsesivo personaje que interpreta Plemons, es solamente un fanático enloquecido por las conspiraciones que se tejen en redes sociales y el film parece encaminarse decididamente hacia la crítica mordaz, recargada de humor oscuro del clima cultural que desembocó en la inolvidable invasión al Capitolio fogoneada por Donald Trump, de pronto da un giro inquietante que suma una trama alienígena y complejiza su decodificación más superficial.
Ambicioso, Lanthimos desarrolla su propio diagnóstico sobre este mundo acelerado y violento en el que vivimos echando mano al absurdo, lo cual obviamente tiene mucho sentido. ¿Quién no siente hoy que la misión es sobrevivir como se pueda a los exabruptos de una agotadora tragicomedia? Queda muchas veces atrapado en las trampas de su estilo grandilocuente y efectista, pero está claro que es un cineasta muy personal y osado. Y eso también se agradece.
Lucrecia Martel y Milagros Mumenthaler, despiertan expectativa
Son muchas las películas programadas en el festival (más de 250). Inabarcable, lógicamente. Pero vale la pena contar que se exhibieron otras dos producciones argentinas muy esperadas en estos días: Nuestra tierra, de Lucrecia Martel, primero estrenada en Venecia, y Las corrientes, de Milagros Mumenthaler, también presentada antes en otro festival clase A, el de Toronto. Las dos tienen ayuda extranjera. Nuestra tierra, de Estados Unidos, México, Francia, Países Bajos y Dinamarca. Las corrientes, de Suiza, donde transcurre una parte de la historia. Este tipo de cine, que no es esclavo de estereotipos ni fórmulas algorítmicas, necesita imperiosamente que el INCAA cumpla la función para la que fue creado si no quiere correr el riesgo de languidecer.
Las corrientes cosechó buenas críticas en Toronto. The Hollywood Reporter, por ejemplo, tituló la suya de manera elocuente: “Una mujer que lo tiene todo se deshace en una fascinante película argentina exquisitamente elaborada”. Mumenthaler evidencia la insatisfacción y la confusión por algunos traumas no resueltos que conflictúan a la protagonista con sutileza, sin subrayados. Y consigue que el ambiente de la película sea capturado por un misterio persistente que lo envuelve gracias a un sólido trabajo de puesta en escena. Cuenta con dos socios muy eficaces para esa tarea, Isabel Aimé González Sola, Esteban Bigliardi, concentrados, y muy precisos, en sugerir más que en remarcar.
Nuestra tierra, por su parte, toma como punto de partida al asesinato de Javier Chocobar, dirigente indígena de la comunidad de origen diaguita Los Chuschagasta, ocurrido en 2009 en la provincia de Tucumán. Atacado por el terrateniente Darío Amín y dos ex policías que lo escoltaban cuando defendía pacíficamente el territorio ancestral de su comunidad frente a la explotación de una cantera, Chocobar se ha transformado en un símbolo. Eso es lo que de algún modo reafirma Martel con un documental que usa como principal puesta en escena al propio juicio oral en el que los tres agresores terminaron condenados (Amín a 22 años de prisión por homicidio agravado, por caso) pero que ahora vive una nueva etapa en la Corte Suprema de Justicia.
La acertada hipótesis de Nuestra tierra, cuyo guión fue escrito por la directora y María Alché (actriz de La niña santa, directora con Benjamín Naishtat de la exitosa Puan), es que el caso Chocobar se inscribe como continuidad de una violencia simbólica y material que atraviesa la historia argentina desde la época colonial (con un epicentro en la sangrienta Campaña del Desierto), un tema recurrente en toda la obra de Martel, no solo en su notable adaptación de la novela Zama de Antonio Di Benedetto.

Esta vez, la directora de joyas del cine argentino como La ciénaga y La mujer sin cabeza se mete de lleno en este tema con una contundencia inédita. Los pueblos originarios son víctimas permanentes de la marginación, la estigmatización y la invisibilización. Nuestra tierra es un gran aporte para confirmar esos graves problemas.
Hoy, tanto Amín como los expolicías Luis Gómez y José Valdivieso esperan una instancia judicial decisiva en libertad. La persecución al cine argentino no es sólo un tema de manejo de recursos disponibles (que por otra parte son genuinos). Se trata de otra manifestación categórica de un programa ideológico que tiene una importancia mayor a la que suelen asignarle cínicos y desentendidos.
AL/MG
0