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Opinión
Asediadas

Imagen referencial de una joven en las protestas de Colombia.

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El otro día en una cena conversaba con la grandísima escritora boliviana Liliana Colanzi, ganadora del último Premio de narrativa breve Ribera del Duero, sobre una preocupación que le asaltaba a Liliana y me contagió a mí. Hablábamos sobre esta maravillosa nueva generación de autoras latinoamericanas que están escribiendo sobre el territorio, la identidad y sus violencias fuera de contextos necesariamente urbanos, sobre los cuerpos y la naturaleza como campos de batalla. Hablábamos de autoras como Vanessa Londoño –Premio Aura Estrada 2017–, autora de El asedio animal, su novela publicada por la editorial mexicana Almadía, que por cierto acaba de desembarcar con mucho esfuerzo en este país para ampliar su labor editorial y descolonizar un poquito el panorama local. 

La angustia compartida era volver a notar que resurge, o mejor dicho, que no cesa esa lectura de América Latina como una región estereotipadamente ancestral, naturalmente violenta y salvaje frente al norte global que representa la razón y la civilización. Es decir, apuntaba Liliana, secundaba yo, que se vuelva a mirar nuestras literaturas desde filtros exotizadores parecidos al del realismo mágico solo que con más sangre y cocaína. Y sin ver lo importante: lo poderosamente políticas que son estas narrativas que exploran desde la ficción y un lenguaje cocido en la imaginación poética y el habla de nuestros territorios, las violencias estructurales que permanecen como herencia de lo colonial y patriarcal. 

Lo de civilización vs. barbarie, ese falso debate creado desde las hegemonías para seguir alimentando el mito del progreso capitalista frente a otras formas de vida, se resuelve en Madrid muy facilito: Mientras aquí se celebraba el otro día uno de esos congresos donde se blande pomposamente la palabra libertad y personas muy ilustradas afirman que el pueblo colombiano votó mal o no sabe votar, en Colombia se gritaba de felicidad porque por primera vez en su historia parece surgir una oportunidad para “los nadies”, como dice Francia Márquez, la primera vicepresidenta afrocolombiana de ese país hoy lleno de esperanza. Entonces en qué quedamos: ¿Quiénes son los bárbaros y quiénes los civilizados?

Precisamente El asedio animal es un libro en el que discurren, duelan y resisten “los nadies” de Colombia y de este mundo. Aquellos a los que durante siglos se les ha mutilado la lengua, literal y metafóricamente, el órgano y la voz, ese lugar de agencia y participación política que hoy se lucha por recuperar. 

En un pequeño pueblo tan colombiano y caribeño como imaginario y universal, una serie de personajes, mujeres, niños, madres, empiezan a contar, sin que haya un hilo temporal claro, historias que se intersectan en violencias feroces, la principal, la de la mutilación. Hay en la primera página una advertencia que será a lo largo del libro una clave de lectura fundamental: “La pérdida de la simetría del cuerpo propone otra forma de armonía cuando se comprende que las partes amputadas son materia viva”. Si los cuerpos mutilados recuerdan el fantasma del miembro que les fue arrebatado, la literatura recuerda con ellos, pero hace algo más fuerte que crear memoria, dice Vanessa, les inyecta vitalidad. Por medio del recuerdo y el relato, los devuelve a la vida. 

El libro, una primera novela que parece más bien una novela consagratoria, ambiciosa y compleja en sus cien páginas, declara desde su primera línea que lo que leeremos no es tanto una traducción en lenguaje de un horror indecible, sino la materia viva persiguiéndose a sí misma, los huesos buscando espacio. Desde un lugar de enunciación poco visitado, el cuerpo mutilado habla en este libro: cuerpos a los que han cercenado las piernas, la lengua, las manos, pero también los cuerpos no individuales, ni humanos, el cuerpo colectivo, la tierra saqueada, la pachamama dolida, la naturaleza depredada. Los protagonismos se diluyen, se funden, y el lenguaje protagoniza, la memoria protagoniza, la violencia protagoniza, todo lo sistémico que subyace a la herida. 

La estructura de cuatro relatos encadenados es pura desestructuración, como el propio lenguaje. Se desmonta el género literario, la cronología, el propio andamiaje ficcional. Cuando surgen polémicas sobre cómo narrar al otro, sobre todo si ese otro es un otro excluido, precarizado o racializado –con derecho a contar su propia historia–, mientras el autor o la autora no lo es, El asedio animal sortea esa problemática con éxito, entre muchos aspectos por ese narrador múltiple y por la deslocalización que permite que el libro no caiga en la trampa de exotizar o estereotipar sujetos o comunidades concretas. Y como en Rulfo o Arguedas predomine un universo propio, cerrado pero común.

Uno de los grandes temas de esta novela, la violencia contra las mujeres, se empareja en el libro al de la violencia contra nuestros territorios por lo que tiene de profanación y expolio: el Hombre en su asolada destructora y bestial: Una joven empieza a ver cómo su cuerpo cambia como los maizales en tiempos de cosecha. Lo que es augurio de florecimiento es también señal del peligro que está a punto de asediarla. Escritura orgánica, fantasmal, telúrica, rulfiana, gallardiana, la de Londoño da cuenta de una cosmovisión que ve integrado lo humano en un ecosistema mayor que lo determina y sacude. Pero su crítica es corrosiva y profundamente cuestionadora de las estructuras que nos oprimen. Así que exotizadores del nuevo mundo, ni lo intenten. Para el resto, estamos ante otro enorme libro de una autora latinoamericana, una fiesta. 

GW

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