Auge y caída de Blood, Sweat & Tears, o cuando el diablo mete la cola
En 1968, un grupo que invocaba en su nombre una frase de Winston Churchill se convirtió en la niña mimada del rock. Se llamaba Blood, Sweat & Tears (sangre, sudor y lágrimas). Su primer disco de larga duración –Child is Father to the Man– había sido publicado a comienzos de ese año y contaba como líder con Al Kooper, un sesionista que había tocado con Bob Dylan y The Rolling Stones, entre otros.
La banda era atípica y se parecía –intencionalmente– más a los grupos de soul de comienzos de la década que a un grupo de rock: había una base de guitarra eléctrica, teclados, bajo y batería pero a ella se sumaban dos trompetistas –uno de ellos era el notable Randy Brecker–, saxo y trombón. Pero la explosión llegó a fin de año con el segundo LP, con el nombre del grupo como título. Había algún cambio de integrantes pero, sobre todo, el cantante era otro. David Clayton-Thomas, con su aspecto de camionero del Medio Oeste, tenía una de esas voces negras y perfectas para el Rhythm & Blues que solo tienen algunos blancos –Joe Cocker, Tom Jones cuando se acerca al blues, Paul Mc Cartney cuando está en vena, Janis Joplin si se cuenta a las mujeres y Javier Martínez si hay lugar para un argentino–. El simple con “Spinning Wheel” vendió millones. Y el LP ganó varios de los Grammys del 69, incluyendo mejor disco, una categoría en la que venció nada menos que al recién editado Abbey Road de The Beatles.
Todos los integrantes de Blood, Sweat & Tears eran veteranos. Jim Fielder había sido el bajista de The Mothers of Invention, el grupo de Frank Zappa, y de Buffalo Springfield. Steve Katz venía de tocar guitarra en The Blues Project, la banda anterior de Kooper, Dick Halligan, un instrumentista y arreglador de sólida formación, cambió el trombón, que había tocado en el primer disco, por el piano y el órgano eléctrico. Bobby Colomby había sido el baterista de la cantante de blues Odetta. Y la sección de vientos quedó conformada con Chuck Winflield y Lew Soloff en trompetas, el extraordinario Fred Lipsius en saxo y Jerry Hyman en trombón. La elección de la nueva voz, por su parte, no fue sencilla. Primero pasó por allí la cantante y compositora Laura Nyro, con la que llegaron a actuar un par de veces, y tanto Stephen Stills –compañero de Fielder en Buffalo Sprinflield– como Stevie Wonder estuvieron a punto de ocupar ese lugar. El elegido fue un canadiense (aunque nacido en Londres) que en la adolescencia, luego de escaparse de la casa de sus padres y antes de dedicarse a la música, de tener un grupo llamado The Bossmen, de grabar un hit antibélico titulado “Brainwashed” y de actuar con John Lee Hooker, había vivido en las calles y había estado varias veces preso por robar ropa y comida. Judy Collins lo escucho cantar blues en un club del Village neoyorquino y, sabiendo que buscaban un vocalista le habló de él a su amigo Bobby Colomby. El romance con BS&T fue inmediato.
La química entre el estilo sanguíneo, casi salvaje, del cantante, el empuje del que eran capaces el bajo y la batería y los arreglos más sofisticados e intelectuales que el rock tuvo jamás, sumados a un sonido grupal de una cohesión altamente infrecuente y la elección de un repertorio que en sus manos era oro puro, los puso en el centro de la escena instantáneamente. De hecho fue presentado como una de las grandes atracciones del festival de Woodstock, realizado en Bethel (y no en Woodstock) en agosto de 1969. Sin embargo en el film que narraba esos famosos “tres días de amor y música”, realizado en 1970, BS&T no aparecía. A comienzos de ese año había salido otro gran disco del grupo, Blood, Sweat & Tears 3 donde, entre otras cosas, estaba la única otra versión posible de “Sympathy for the Devil”, una magistral fantasía –con momentos verdaderamente vanguardistas– alrededor de la canción de los Stones que duraba más de 7 minutos. Pero, para cuando el film se compaginó, el grupo –y su música– ya se había convertido en mala palabra. Había habido, en el medio, una gira fatídica. No porque las cosas salieran mal. Todo lo contrario.
El público se volvió loco y ellos tocaron maravillosamente. Visitaron tres países: Yugoeslavia, Rumania y Polonia. Era la primera vez que un grupo de rock estadounidense actuaba tras la cortina de hierro. Y la organización, como la de todas las acciones culturales de esos años, había corrido por cuenta del Departamento de Estado. Es decir de la CIA. Para una audiencia compuesta en gran medida por futuros reclutados para ir a pelear a Vietnam y por novias o hermanas de quienes ya lo habían sido, no se trataba de un pecado menor. De golpe, los héroes de los tres días de amor –y anti belicismo– se habían convertido en agentes de la CIA. Y con los partidarios de la política exterior de los Estados Unidos no les fue mejor. Si habían estado detrás de la Cortina era porque eran comunistas.
Odiado por unos y por otros, BS&T se fue desmembrando. Hubo algún disco más, con otra formación, y un regreso intrascendente a mediados de los setenta. Clayton-Thomas tuvo una carrera solista discreta, Soloff tocó en cuanta big band de jazz anduvo por allí y Colomby se convirtió en productor –lo fue, entre otros discos, del debut de Jaco Pastorius–. El documental, producido por Colomby y dirigido por John Scheinfeld, los muestra como víctimas de una época y de circunstancias que no pudieron prever. Steve Katz, el guitarrista, dice “fuimos cancelados”. Y Clayton-Thomas argumenta: “Éramos solo músicos”. El título del film ( “Qué diablos le pasó a Blood, Sweat & Tears”) coloca al grupo como objeto de acciones ajenas. Calum Marsh, en The New York Times, no piensa lo mismo. “Como todos los lamentos de quienes se auto identifican como cancelados –escribe en la edición del 23 de marzo pasado– de lo que se trata es de no hacerse responsables de sus malas decisiones”. Más allá de los intentos exculpatorios, el documental muestra actuaciones deslumbrantes de un grupo que no se pareció a nada y que no tuvo casi continuadores (tal vez el grupo inglés If). Y la banda de sonido es extraordinaria.
Otras cancelaciones
El caso de BS&T no fue el único entre aquellos que pasaron de la popularidad y el reconocimiento a la casi inexistencia. Tal vez el más sonado fue el de The Monkees, firmes competidores de The Beatles en los Estados Unidos, y hasta con programa de televisión propio, cuya carrera terminó, de un día para otro, con lo que hoy muchas empiezan: el descubrimiento de que sus canciones no eran suyas y de que el grupo se había armado a partir de un casting. Lo que me lleva a una nota brillante escrita por Abel Gilbert en este diario, un par de semanas atrás, acerca de la inteligencia artificial y algunas de sus probables consecuencias en el campo del arte. Hubo una época, en todo caso –hasta ayer nomás– en que la Inteligencia Artificial ya existía, solo que no era artificial.
El proyecto The Monkees, como la mayoría de las óperas de los siglos XVIII y XIX, obedecía a un mismo sueño. Componer éxitos asegurados a partir de seguir fórmulas al pie de la letra. Oscar Anderle para Sandro, Carole King o Leon Russell (entre otros) para The Monkees, casi todos los guionistas de comedias de Hollywood y los retratistas franceses e ingleses de comienzos del siglo XX y los escritores de Best Sellers (aunque acabaran como Worst Sellers) solo querían aplicar fórmulas. La única diferencia con la IA es que esta no falla. Y que, por lo menos hipotéticamente, podría incluir en la fórmula esa tensión con la fórmula que sigue caracterizando al arte. “Relación dialéctica entre convención y creación”, formulaba Arnold Hauser y IA podría arreglárselas –sin muchas dificultades– para programar la dialéctica y hacer películas de culto, canciones malditas, rock indie y, por supuesto, arte que cuestione al arte y que no cumpla ninguna de sus reglas.
Quedarían dos preguntas para el futuro. Una es hasta cuándo la IA seguirá siendo artificial. Es decir, suponiendo que pudiera darse a sí misma un cuerpo –o la idea de un cuerpo– y que pudiera crear nuevas inteligencias artificiales a su imagen y semejanza –o incluso con pequeñas variantes al azar a partir de elementos de la matriz original–, ¿qué la diferenciaría, además de su capacidad para componer éxitos seguros, de un ser humano? La segunda pregunta es más incómoda. ¿Cuánto tardará una IA en descubrir que los seres humanos no solo son innecesarios sino, sobre todo, peligrosos para sí mismos y para lo que los rodea?
DF
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