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Mi bisabuelo Pedro y las cosas hechas con las manos

El bisabuelo Pedro junto a Rafael Bielsa (sentado con el bisabuelo, a la izquierda) y Marcelo Bielsa (segundo desde la derecha, sentado en el piso).

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Mi bisabuelo Pedro era un ebanista aragonés que vivió casi cien años. Su longevidad me permitió −hasta mis siete u ocho−, conocerlo y disfrutar de su carácter. Vivía en Esperanza, una colonia suizo-alemana de Santa Fé en el que también vivió el poeta José Pedroni.

Su casa era umbrosa y profunda, y al fondo había un patio, con un limonero, un parral de uva crespa, y su taller de trabajo. Vivía junto a su esposa, Dolores, y tres de sus hijas solteras. Las mujeres de esa familia eran todas morenas, llorosas, con los ojos de agua. Aún había una cuarta soltera, que se había ido a vivir a Rosario; ésa estaba siempre contenta como unas castañuelas.

Allí, los hombres eran flacos, secos y nudosos. Tenían piernas como las traseras de la cabra montés pirenaica, con muslos gruesos y cortos y pantorrillas enjutas, apenas flexionadas, como si estuvieran a punto de saltar de una piedra a otra.

La cocina y el comedor diario daban al patio del fondo. Había una mampara de vidrio a través de la que la fosforescencia del invierno y del verano iluminaba las baldosas del interior. Junto a la medianera, una despensa verde crema ocupaba el resto del espacio. Cuando la abríamos −para lo que nos era necesario un taburete, porque la puerta comenzaba por encima del metro y medio−, se abalanzaban ruinas de una noche confinada, y ruidos de neumáticos que se apagaban como pulsaciones debajo del agua.

Entre paquetes de harina, conservas y frascos de frutas en compota, estaban –ordenados como arcabuceros− los títeres. Jaleas, escabeches, galletas de manzana y miel, fantoches de trapo: todas cosas hechas con las manos.

El abuelo Pedro no sólo fabricaba los monigotes de guante; además, había construido un escenario detrás del que manipulaba obras para chicos: “El niño desobediente”, “La viudita del Conde Laurel”, con personajes llamados Cristobica, Chapete, Pipirigayo o Chacolí. Onomatopeyas, oclusivas dentales sordas, pensamiento ilógico, cólera, misterio y dicha.

Entre mis favoritos, recuerdo a tres: al Diablo, al Enano, y a Melisendra. El Diablo se atenía más a la estética de mi bisabuelo que a su prontuario: a pesar del color rojo de la piel, tenía la nariz de un Pierrot ruso, cabellos ordenados, una sonrisa hospitalaria, y sus fechorías pasadas apenas alcanzaban para que los chicos gritáramos advertencias al monigote que estaba por ser su víctima. El Enano tenía joroba, dientes largos asomándose por entre los labios gruesos, la cabeza calva, y el rostro congestionado. Melisendra llevaba trenzas y unos ojos rosáceos e imperturbables.

En las fiestas de guiñol, mi bisabuelo Pedro se las ingeniaba para intercalar algunas canciones. Recuerdo un villancico, o un aire regional catalán: “A la Ma, Ma, Ma, / a la re, re, re, / a la Ma, a la re, / a la Mare pía, / la Verge Maria”, que en su voz y su intención sonaba como una canción de taberna. También una copla, que adornaba como una jota: “Si vas a Misa por verme/ no vayas a la mayor/ ni tampoco a la primera/ porque a Misa no voy yo”. Mis tías solteras rabiaban, porque la consideraban profana, e impropia para niños.

No sé cuándo comenzó la cultura del descarte. Tal vez, con los pañales, que en mi infancia se lavaban y se colgaban a secar al sol. O tal vez sea la evolución de la eficiencia productiva, superior a la de la mano de obra, que terminó en que adquirir un producto nuevo sea más barato que reparar el estropeado. Con seguridad, la miniaturización se lleva su porción: hay dispositivos no manipulables más que por máquinas.

Pero mi tema no es el basurero colosal en que se está convirtiendo el planeta, ni los vertidos que dañan el mar, ni la contaminación industrial, o la deforestación, o el hecho de que el “usar y tirar” necesite de tanta materia prima, que devoramos la Tierra, así como las termitas se alimentan de la celulosa de la madera hasta minar el mueble.

Lo que quiero decir es que el motor de un auto con carburador se podía entender. Hasta un niño podía hacerlo. El arranque con manivela cuando fallaba el encendido también (“¡cuidado con el retroceso del cigüeñal!”). Lo mismo la máquina de proyectar diapositivas. Y esa comprensión nos permitía el amor por los objetos y su cuidado, porque en ellos reconocíamos aquello en lo que se nos parecían o lo que nos faltaba. Así, era posible una concepción del mundo más o menos aproximada a cómo era, y un uso del tiempo desahogado.

Mi bisabuelo Pedro vaciaba un huevo con una jeringa de cristal chilena, Eterna-Matic, a la que todos mirábamos con respeto a causa de la aguja, y lo afirmaba sobre una copa con la que tomaba oporto. Luego fabricaba papel maché con tiras de diarios, que sumergía en un tazón con almidón, yeso, cola blanca de carpintero, y unas sales, que extraía de botellas lila, a las que llamaba “mi secreto”. Iba pegando con un pulso implacable capas de la mezcla, hasta que decía que ahora había que dejar que se secara. Al día siguiente, el retablo serían sus manos.

Un semicírculo de botellas con laca rodeaba la cabeza en ciernes: bermellón, añil, musgo. Él se sentaba, pegaba los ojos del títere −unas piedritas rosado pálido de carbonato de manganeso, que él llamaba Rosas del Inca−, limpiaba el extremo del pincel con un trapo embebido en trementina, y empezaba a tocar. Yo le miraba los dedos y a partir de entonces el tiempo se daba a la fuga. Desde ese momento, todo eran manchones, pintura que se interponía, rasgos recientes, y sus uñas, algunas manchadas de tabaco.

En la casa de Pedro había un objeto maravilloso e incomprensible: era una burbuja de vidrio que coronaba un cuello largo y angosto. Dentro, cuatro rectángulos nacarados estaban unidos a un alambre perpendicular por delgados tentáculos rígidos. Cuando se le acercaba una vela, los rectángulos empezaban a girar, cada vez más rápido a medida que el calor era mayor.

Lo maravilloso siempre es estático y pone distancia. Una tarde, mi bisabuelo me explicó que dentro de la ampolla había vacío, y que los rectángulos eran de zinc. El calor les daba impulso y por eso se movían. Cuando comprendí el ingenio, lo amé, y lo amo hasta el día de hoy, cuando ya no existe.

A veces, me entretengo lustrando un reloj de leontina, lo único tangible que me queda de él, a excepción de dos escritorios de trabajo. Entiendo cómo funciona y siento por ese objeto un apego inexplicable. Algunas tardes de lluvia, me parece que él también lo siente por mí.

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