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OPINIÓN

La crisis del PRO y la cabeza de Goliat

Corte total en Panamericana, trabajadores reclaman contra la flexibilización y los despidos.

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Cuando muchos pensaban que la disputa en Juntos por el Cambio podía desatarse por el desafío que un radicalismo autopercibido en plena recuperación podía plantearle al PRO, la interna estalló en el seno de la columna vertebral de la coalición opositora. Mauricio Macri quiere garantizarse la continuidad en el manejo del poder de la ciudad de Buenos Aires porque considera que tiene todo el pasado por delante y Horacio Rodríguez Larreta no quiere volver a un futuro que se asemeje demasiado al periodo inenarrable que fue de 2015 a 2019.

En un país de cabeza enorme y piernas raquíticas, según el amargo diagnóstico de Ezequiel Martínez Estrada, Macri no estaba dispuesto a rifar la cabeza de Goliat. Larreta quiere gobernar ese país desequilibrado y Macri prefiere asegurarse la gran ciudad que supimos construir —según otra definición del autor de Radiografía de la pampa—, precisamente porque no supimos edificar una gran nación.

El hijo de Franco había tenido su minuto de gloria cuando los impresionistas de siempre lo habían adulado con elogios desmesurados por su renuncia a una eventual candidatura presidencial. En el estricto terreno de la maniobra y la pequeña política, su mérito fue la construcción marketinera de la decisión: lo que en realidad fue un acto de resignación ante el rechazo masivo que despierta su figura más allá del núcleo duro del PRO, fue presentado como la renuncia a un triunfo que solo existía en la fantasía de los talibanes del macrismo. Igualmente, todo duró nada y Macri volvió rápidamente a demostrar su naturaleza: cálculo sin audacia.

Larreta cree que resuelve los problemas políticos (mal) actuando lo que ordenan los estudios de opinión. Como cuando confesó que su flamante novia lo “desestructuraba” en un recitado sin filtro de las conclusiones del focus group. En el anuncio de las elecciones “concurrentes” en la ciudad de Buenos Aires que favorecen a Martín Lousteau y perjudican al primo de Macri, Larreta acentuó —con los ojos un tanto estrábicos por la incómoda lectura del teleprompter— la palabra decisión (o decidí o tomé la decisión), como si un líder decisionista se construyera a fuerza de repetir como un mantra la palabra mágica.

Pero, ¿qué divide a Larreta y Macri, al margen de estos detalles de pequeña política y negocios múltiples?

En el libro El sueño intacto de la centroderecha (Siglo XXI Argentina, 2023), Mariana Gené y Gabriel Vommaro rescatan un debate interesante que tuvo lugar en la coalición Cambiemos durante su experiencia de gobierno. Una polémica que enfrentó a los dirigentes de origen peronista y a los PRO puros que tenían diferencias que no versaban sobre los objetivos, el programa o los tiempos, sino alrededor de los métodos. No los distanciaba el qué sino el cómo. Los PROperonistas (la mayoría, menemistas de alma) no eran ni gradualistas ni aceleracionistas, sino todo lo contrario: pragmáticos. Advertían a los macristas puros: si quieren implementar una política de shock tienen que reunir las condiciones y conquistar un volumen político que les permita aplicarla; si no consiguen esas condiciones deberían resignarse al gradualismo.

Una diferencia similar divide hoy a Horacio Rodríguez Larreta y a Mauricio Macri. No por casualidad, la infancia política del actual jefe de Gobierno porteño se desarrolló en el orteguismo de Ramón “Palito” Ortega, esa especie de etapa superior del menemismo que no pudo ser. No los separa ni el sentido ni la dirección y ni siquiera los tiempos, sino la disposición de fuerzas para lograr la meta. Además, como en toda empresa se discuten la memoria y el balance.

Si el PRO ocupó el lugar vacío que había dejado la entrada en recesión del radicalismo, su experiencia gubernamental desilusionó a una parte considerable de esa base social que vio frustrado el sueño de una centroderecha moderna. Larreta, Patricia Bullrich y Javier Milei son el producto del trauma que generó el fracaso macrista en el espacio no peronista.

Los socios fundadores del PRO no están de acuerdo en el balance: Macri cree que le sobró rosca y le faltó voluntad, Larreta considera que le sobró mesianismo y le faltó política.

En el espejo del otro lado de la grieta, las peleas también son por el balance. Todas las sensibilidades del Frente de Todos aceptaron el régimen del Fondo Monetario Internacional o el cogobierno con el organismo. Un esquema que no podía tener resultados muy diferentes a los que obtuvo bajo un programa que combina ajuste, recesión e inflación que esta semana batió un nuevo récord con el temerario 7,7 % de marzo. A pesar de todo, el ajuste fue lo suficientemente agraviante para generar un malestar y un rechazo al Gobierno, pero no lo adecuadamente profundo para conformar a los factores de poder. De esta manera, el FdT termina en el peor de los mundos: rinde homenaje a la “correlación de fuerzas” que impone el FMI y no es reconocido por la tarea cumplida.

Desde una perspectiva a media distancia, las circunstancias hicieron que esta versión del peronismo no pudiera desplegar ninguna de las capacidades que se suponía “innatas” a su condición: ya no es sinónimo de fortaleza electoral; carece de eficiencia en el manejo del Estado y, por ende, está en duda su cualidad para garantizar la gobernabilidad; no brindó ninguna mejora a los sectores populares (todo lo contrario) y no puede renovar sus dirigencias. Con Sergio Massa prendido fuego por la escalada inflacionaria, Daniel Scioli se transforma parsimoniosamente en la última esperanza. Parece confirmarse que Alberto Fernández fue un presidente de transición: una larga transición entre 2015 y… 2015.

El cristinismo asegura que a Alberto Fernández le faltó voluntad y le sobraron dudas, y el Presidente considera que le faltó respaldo y le sobró boicot, sin reconocer que este ajuste es viable porque Cristina Fernández de Kirchner —durante estos cuatro años— en el mismo acto que lo criticó, lo sostuvo.

Con la interna del PRO no sólo terminan de entrar en crisis dos coaliciones, sino el modo en el que se gestionó la restauración del orden luego del estallido de 2001 y que el periodismo bautizó como la grieta. El bicoalicionismo ya era una expresión de un bipartidismo senil y para todas las formaciones políticas tradicionales regía la misma ley: con unos no alcanza y sin los otros no se puede.

La crisis de representación responde a razones más profundas. Hace por lo menos veinticinco años que la Argentina viene experimentando un proceso de latinoamericanización de su fisonomía social: acumula tres generaciones con prácticamente un tercio de la población en la pobreza “estructural”. Y más impactante aún que el fenómeno en el promedio de la sociedad es la latinoamericanización del mercado de trabajo que implica precarización y una foto inédita para la historia de nuestro país: trabajadores y trabajadoras pobres.

En su libro El nudo (Planeta, 2023), Carlos Pagni rescata un trabajo de Santiago Poy y Camila Alfageme que “identificaron un fenómeno que no siempre resulta visible: la pobreza de los que tienen trabajo. Entre 2018 y 2019, los pobres pasaron de ser el 21,8% a ser el 29,8% de la población con trabajo, es decir, aumentaron 8 puntos porcentuales. En 2017, el 16,8% de los trabajadores eran pobres. Quiere decir que en solo dos años hubo un incremento de la pobreza entre los trabajadores de 13 puntos porcentuales. Entre 2019 y 2020, durante el primer año de gestión de Alberto Fernández, hubo otro salto. El ingreso laboral promedio de los trabajadores, que implica el salario y lo que obtengan en tareas por cuenta propia, se redujo el 7,4%. La pobreza subió del 29,8% al 33,4% en ese sector. Atención: estamos diciendo que entre 2017 y 2020 los trabajadores pobres pasaron de ser el 16,8% a ser el 33,4% de la población con empleo”.

Los pronósticos apocalípticos que profetizaron el fin del trabajo y la muerte de la clase obrera se demostraron completamente falsos (un fantasma que vuelve a agitarse con la irrupción de la inteligencia artificial): la clase obrera no desapareció, fue precarizada empobrecida y dualizada.

Un país que destruyó a su clase media (o la polarizó) y dualizó a su clase trabajadora es lógico que vea estallar su sistema de representación política e irrumpir fenómenos aberrantes entre lo viejo y lo nuevo.

Esta semana retornó el piquete industrial y la voz metálica de la Panamericana se hizo escuchar nuevamente en la zona norte del Gran Buenos Aires en un intento de unir los dos universos: cientos de obreros y obreras subieron de madrugada a la Pana para reclamar que la multinacional Kraft dejara de despedir empleados contratados, víctimas de la precarización. Días antes, los eléctricos de EMA y los químicos de Megaflex cortaron el Puente Pueyrredón, mientras los empleados del Subte de Buenos Aires llevaban adelante un plan de lucha contra la contaminación por asbesto y por la reducción de la jornada laboral a 5 días, 6 horas. Ya habíamos visto a los choferes de la UTA en La Matanza protestar violentamente por un tema espinoso como es el de la violencia social urbana y dar un mensaje pesado con su acción colectiva.

Todos acontecimientos que para el mainstream académico quizá no sean tan taquilleros como el “fenómeno Milei”, pero que muy probablemente tengan algo que decir sobre la crisis de representación y sobre la Argentina que viene.

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