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Opinión

Cristina, el tuit fijado de la política argentina

Cristina Fernández de Kirchner

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La Navidad y el Año Nuevo del 2020 –tal vez, las fiestas más esperadas y temidas del siglo XXI en la Argentina, ese que se abrió el 21 de diciembre de 2001- concluyeron con un balance relativamente favorable para el gobierno, medido en sus propios términos. La aprobación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, claro, sobre el telón de fondo de un dato para nada evidente en el inicio de la explosión pandémica: “No explotó” diciembre.

El fantasma del estallido social estival se transformó hace rato en el país en un indicador duro de la gravedad de la crisis, una suerte de test anual de su “gobernanza”. Este ejercicio resulta muy útil sobre todo para las Casas Rosadas, no importa su orientación: situar la crisis en una fecha pero también en una geografía determinada (básicamente, el Conurbano en su conjunto y los barrios populares a lo largo del país) le permite al poder político crearle un contorno y un cuerpo nítidos a esa elusiva hidra de mil cabezas que es la crisis secular argentina. Concentrar esfuerzos y recursos escasos en algunas semanas del año y fabricarse un triunfo de vara baja, visible por todos en lo que no sucedió.

El fin del Año de la Peste y su acumulación de desgracias parecían preanunciar algo así como una final de la copa del mundo de los diciembres argentinos, y, en este sentido, su “no detonación” implicó un respiro no sólo para el gobierno, sino para toda la dirigencia política nacional.

Dentro de un mapa tan móvil, se dibujan algunas certezas. Una de ellas, tal vez la principal, porta sobre la naturaleza interna del Gobierno y de la coalición oficialista. Qué es, qué no fue y qué no será la presidencia de Alberto Fernández. Si el 2020 fue, en términos políticos, el año de las dudas (¿existiría un nuevo peronismo?, ¿cuál seria el rol de Cristina?, ¿habría diferencias de esta nueva etapa con las anteriores?) el 2021 amanece con algunas respuestas que parecen bastante definitivas.

La “centralidad de Cristina” despunta reforzada, consolidando y profundizando el tweet fijado de la política peronista –y nacional- de los últimos años. Sea por el éxito de Alberto en su política activa de “no armar el albertismo”, sea por la inercia de una voluntad de poder del cristinismo de la que otros carecen, sea por el vacío conceptual y político del resto del peronismo, o, más probablemente, por una combinación de todas esas cosas juntas, la realidad es que la mollera del Frente de Todos parece cada vez mas sellada. El presidente no saldrá nunca del perímetro de poder que se autodiseñó: falta que se tatúe ese mantra en la espalda, el único tema sobre el cual no quiere dejar sembrada ninguna ambigüedad. “Me iría a una isla desierta con Máximo Kirchner”, declaró en una entrevista radial con Ernesto Tenembaum. Sergio Massa, durante las semanas de la corrida un proto primer ministro nacional y luego “reordenado” en un alianza llena de vaivenes con el líder de La Cámpora, parece haber encontrado en el rol de intérprete y articulador ante el establishment empresarial una funcionalidad posible que le sienta naturalmente bien y que marida con sus menguadas posibilidades electorales actuales. El resto del peronismo calla, concede, y hace pequeñas cuentas municipales, en un ejercicio de permanente repliegue territorial y político: se desnacionaliza cada vez más, en un proceso que es concurrente con la reconurbanización extrema que propone el kirchnerismo 2021. La “guerra” en dos frentes llevada a cabo contra dos contendientes mayores –Macri y Cristina- lo dejó exhausto y seco, al borde de la inanición. Lejos de representarlo, Alberto parecería pegarle el tiro del final. Tan así es que si en el peronismo de aquel 2002 todos los gobernadores querían ser presidentes, en el peronismo de 2021 ninguno quiere pasar ni cerca del Sillón de Rivadavia.

El 2021 y el devenir de lo que terminó siendo en la práctica el Frente de Todos cristalizó la quiebra y el fin definitivo de los sueños del peronismo alternativo y de cualquier tipo de reformismo interno en la galaxia peronista. Bajo el principio de que aquello que no mata hace mas fuerte, Cristina consolidó internamente un poder incluso mayor que el anterior: de la formación de Unidad Ciudadana y el Peronexit de 2017 a la asunción familiar –en un principio dinástico no demasiado plebeyo- de todos los poderes del único PJ que importa en el peronismo contemporáneo, el bonaerense. La ex presidente puede exhibir como trofeos hoy en su living las cabezas de los que hace poco fueran sus principales impugnadores. Las internas en el oficialismo parecen rebeliones en un jardín de infantes: se terminan cuando llega la maestra. Y todo termina ordenándose en función de la única política que parece existir: la suya. La amalgama del Frente de Todos finalmente terminó lográndose pero no con la creación de una nueva identidad superadora sino con la fusión con la más poderosa de las identidades preexistentes: el kirchnerismo. Una suerte de contrarreforma en los hechos.

Esta reafirmación del poderío cristinista no está, desde ya, exenta de paradojas. Hoy por hoy, sigue siendo mucho más interno que externo: en enero del 2021, Cristina es en términos relativos una de las figuras políticas que más rechazo tiene en el país, manteniendo intactos sus pisos y sus techos. Un fenómeno que está lejos de ser nuevo: desde el 54% en adelante, al cristinismo le fue difícil trasladar el éxito de su operatoria de poder al campo electoral. En su momento, Insaurralde, Scioli fueron los nombres de una táctica recurrente destinada a supurar este problema –un “centrismo” de urgencia- que hoy parece ya definitivamente agotado tras la experiencia Alberto. A Cristina muchas veces ser el principio vertebrador del sistema político argentino le jugó en contra, y no a favor. Contra ella es más fácil ordenarse. Por eso la unidad del peronismo, contra la cual operó activamente entre los años 2013 y 2019 en la era de Unidos y Organizados y Unidad Ciudadana, le es hoy tan relevante.

La pregunta importante que subyace, tal vez la más relevante, es: ¿todo ese poder para qué? Muchas veces, la descripción de los Juegos de Tronos argentinos oculta el interrogante sobre esta dimensión central. Se suman y cuentan diputados y senadores, intendentes y jueces, sin saber muy bien para qué sirven. A qué sirven. Acumular intendentes del Conurbano, ¿para hacer qué exactamente? ¿Qué política territorial, social o económica? Más allá del cristinismo, hoy en la política nacional hay muchos más proyectos de poder que proyectos de país. O el que tiene el uno no tiene el otro. El poder en Argentina parece tener sólo un principio de autoreproducción como meta última; la acumulación por la acumulación misma. Al poder se lo mete en la caja de seguridad y no se lo invierte. Una concepción fetichista que se vuelve rápidamente parasitaria. Esto es complementario con otro axioma, que podríamos llamar el principio de sustitución: la Revolución existe porque los revolucionarios están en el poder. No por lo que hacen, sino por lo que son. La Argentina es capitalista porque Macri es capitalista y la Argentina es socialmente peronista porque los peronistas están en el poder. La política del Ser y no del Hacer, que perdió casi su capacidad transformadora. La toma del poder ya se hizo una y mil veces pero la Revolución se hace esperar.

¿El poder para qué?

Los analistas del universo opositor suelen construirle al cristinismo una homogeneidad y coherencia ideológicas leninistas; una unidad de proyecto “bolivariano” impecable, necesaria para su propia demonización. La realidad, sin embargo, suele ser más contradictoria y ramplona; ¿hoy por hoy, quién tiene, ya no en el oficialismo, sino en toda la política nacional “no marginal” un programa económico integral alternativo al de Martin Guzmán? Probablemente nadie, y el kirchnerismo no es la excepción a esta regla. En el fondo, la lógica del “anexo”, de adosarle al guzmanismo siempre una política por “izquierda” –caso impuesto a la grandes fortunas- implica una renuencia en la práctica a asumir la propia centralidad. Un sembradío de “políticas sectoriales” contra los “sectores concentrados” que no construye un todo integral ni coherente, y que dificulta el armado de cualquier esquema de alianzas sociales necesarias para sostener el plan que sea: una economía política, sin la cual no prospera tampoco ningún viento de cola.

Esta renuencia, este si pero no, este es mi gobierno pero a la vez no lo es, construye en el cristinismo una suerte de intermitente fuga hacia delante, una obsesión por el poder futuro, cuando la realidad indica que, por default del resto o por voluntad propia, el poder nacional ya se le cayó encima. Para bien o para mal, este es su gobierno, y su tiempo es el del presente. ¿Para qué usará esta nueva oportunidad histórica? En 2012, una hegemonía mucho más poderosa y menos ajada fue invertida en la construcción de un poder propio alternativo al del peronismo y en una agenda de “temas”: la democratización de la justicia, el Acuerdo con Irán, el 7D. Visto desde el 21, podría sostenerse que lo primero triunfó notablemente y lo segundo fracasó en igual medida.

¿Para que sirve la centralidad de Cristina, en términos argentinos ya y no exclusivamente peronistas? ¿Puede construirse algo diferente a lo anterior sobre ese dato que es ya hoy insoslayable? En la tercera certeza de una de sus cartas habló de un acuerdo nacional sobre el tema de la economía bimonetaria y el dólar que despertó expectativas. Más allá del escepticismo obvio, tenía sentido: claramente, en la actualidad y por los próximos años en el poder no existe posibilidad de acuerdo social que no la incluya, y no existe posibilidad de realización de un programa económico y social que no incluya alguna forma de acuerdo. Lógico, tal vez demasiado lógico para ser verdad.

Hoy Cristina es la mujer más libre de la Argentina: su ratio de acción política es de 180 grados. Imaginemos. Podría subirse a un avión, presenciar la asunción del nuevo gobierno de Joseph Biden, reestructurar la relación argentino-americana después de la desastrosa enténte endeudadora de Macri y Trump y ser la garantía política –la única posible-del éxito de un acuerdo con el Fondo: Nixon en China. De ahí podría volar a Beijing y Moscú, entrevistarse con Putin y Xi Jinping y sentar las bases de diálogo de una Argentina en este nuevo mundo. Un uso del poder que abre, que amplía y que mira desde arriba, fuera de la dinámica asfixiante, claustrofóbica, de efecto invernadero, de la política del conteo de intendentes y jueces y de la compra de medios por empresarios amigos.

PT

 

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