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Opinión

La democracia y el fin del mundo

El aumento de la frecuencia e intensidad de las lluvias torrenciales y de los huracanes, las olas de calor y las sequías son algunos de los impactos del calentamiento global, que ya advirtió el informe sobre cambio climático de las Naciones Unidas.

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Las elecciones de mañana serán especiales. Millones de argentinas y argentinos irán a votar con una crisis atravesándoles la cara y presionándoles las orejas. Un símbolo que algunos, con retórica encendida, asimilan a la falta de libertad y otros, con evidencia científica, al cuidado del prójimo. Más allá de las interpretaciones, lo que esconderá el rostro de las y los votantes, es la realidad incómoda del mundo que construimos. La más inmediata evidencia de una crisis sanitaria que se cuenta minuto a minuto, pero cuya raíz permanece al margen de la letra catástrofe de los titulares: la crisis ecológica está en la génesis de este accidente facial; y el capitalismo —más raudamente su profundización neoliberal—, está en el origen de este atentado contra la existencia.

Esta situación, inéditamente crítica, podría acercarnos a la posibilidad de explicar lo inexplicable en condiciones normales. Acercar narrativas claras sobre la raíz de los problemas y la gravedad de sus consecuencias, la claridad del abordaje que requieren sus soluciones, el foco en la desigualdad que producen estas catástrofes, así como en el impostergable rol del Estado para planificar y ejecutar tanto la respuesta a estas emergencias, como pavimentar nuevos caminos para evitar su reiteración. Podría también convocar emociones de solidaridad y de urgencia. Pero no. En gran medida, la campaña tomó un rumbo bizarro y alterado de la realidad que ignoró este contexto y perdió una oportunidad histórica para estos años que requerirán consensos legislativos inéditos para reformar nuestro modelo productivo ampliando derechos y no retrayéndolos. 

La campaña tomó un rumbo bizarro y alterado de la realidad que ignoró este contexto y perdió una oportunidad histórica para estos años que requerirán consensos legislativos inéditos para reformar nuestro modelo productivo

Es así porque esta década es definitoria. Según los más de tres mil expertos climáticos nucleados en el IPCC, en cuatro años las emisiones de gases de efecto invernadero deben llegar a su pico, bajar a la mitad en los siguientes cinco y llegar a cero para 2050. Una hoja de ruta drásticamente ambiciosa. Es así porque durante más de treinta años las corporaciones y los gobiernos ocultaron información y retrasaron la acción necesaria para hacer frente a la crisis climática. Siguieron apostando al crecimiento infinito, la concentración por parte de las élites y el business as usual de las corporaciones petroleras que dominaron las guerras por el poder en el siglo XX. La mayoría, lo siguen haciendo.

En lo personal, hace décadas me considero un integrante, en rebeldía, de una especie suicida. El último sábado, una pregunta de las conductoras de Qué mundo nos dejaron, el programa de Jóvenes por el Clima en Radio Nacional Rock, me dejó pensando: ¿qué es lo verdaderamente suicida, la especie o el modelo hegemónico que gobierna política y económicamente sus destinos? ¿Sucumbimos ante el antropoceno, o resistimos el capitaloceno? En criollo: ¿quién nos amenaza: nosotros o el capitalismo? ¿Todos o las élites?

Buscando respuestas leí que, hace un mes, el colectivo Scientist Rebellion filtró al diario español ctxt.es el primer borrador del resumen para políticos del Grupo III del IPCC, el encargado de analizar cómo reducir las emisiones, y cómo mitigar y atenuar sus impactos. Esta filtración es categórica: “el crecimiento del consumo de energía y materiales es la causa principal del incremento de gases de efecto invernadero. El ligero desacoplamiento observado del crecimiento respecto al uso de energía [y motivado en gran parte por la deslocalización de la producción] no ha podido contrarrestar el efecto del crecimiento económico y poblacional”. 

Antes de despertar al histriónico león neomalthusiano, veamos otro fragmento: “el 10% más rico emite diez veces más que el 10% más pobre. Por eso aumentar el consumo de los más pobres hasta niveles básicos de subsistencia no aumentaría mucho las emisiones”. No somos todos, son las élites. Y ante las fieras desarrollistas, veamos una más: “Los desarrollos tecnológicos que permiten mejoras en la eficiencia y el cambio hacia fuentes de energía bajas en emisiones no bastan”. No se trata, como insisten desde la cartera que conduce Kulfas, de mejorar la eficiencia del modelo y llamar a eso “verde”, se trata de transformar la matriz productiva y abandonar la idea del crecimiento infinito. Barajar y dar de nuevo, garantizando la inclusión de los y las trabajadoras.

La escala de la transformación necesaria es revolucionaria. El capitalismo, el neoliberal y el nacional, son incompatibles con lo que requiere nuestra supervivencia. Lo demuestra la ciencia y la lógica más sencilla: el crecimiento infinito en un planeta con recursos finitos es magia negra.

El capitalismo, el neoliberal y el nacional son incompatibles con nuestra supervivencia. Lo demuestra la ciencia y la lógica: el crecimiento infinito en un planeta con recursos finitos es magia negra

Omitiendo estos análisis, algunos apuestan por mecanismos de mercado o por soluciones tecnológicas que no sólo serían suficientes para cumplir los objetivos climáticos, sino que además excluirían a millones de trabajadores haciéndolos pagar el costo de una crisis que no produjeron. Así, las élites saldrían indemnes, continuarían acumulando a partir de inversiones y la desigualdad seguiría profundizándose. Por otro lado, quienes dicen proteger a los sectores populares, no están siquiera en camino de comenzar una transición que se acerque al rumbo y la velocidad que son necesarios para no sufrir los peores impactos de un clima desatado que afectará especialmente a los más vulnerables. El extractivismo sigue siendo la norma, aunque no todos sean lo mismo.

La falta de confianza en la política facilita la irrupción de esos raros peinados nuevos que agitan el odio y resaltan la rebeldía. Rebeldía ante un orden político y democrático que es el principal freno al orden económico, al poder desatado de las élites que, a decir de uno de sus destacados representantes, Warren Buffet, están “librando y ganando la lucha de clases”. Así como la desigualdad pone en duda el estatus y la identidad percibida de sectores de altos y bajos ingresos, facilitando el ascenso de las derechas populistas, luchar contra la desigualdad y detener la dominación de las élites supone una salida contra la crisis climática, social y de representación política que atravesamos. 

Si todavía hay lugar para la esperanza es porque somos nosotras y nosotros quienes tenemos el poder de cambiar las cosas. Porque aunque los representantes nos fallen, la democracia es una conquista que no podemos relegar y que nos da la oportunidad material de transformar la realidad en forma colectiva, sin imposiciones del poder fáctico. Votar e involucrarse, son derechos que no deben mermar por el agotamiento ante la falta de soluciones. Por el contrario: más política y más derechos deben guiar el voto y la acción militante, por un planeta vivo y una humanidad resiliente.

A los experimentos ultras del poder se los combate con votos y con política. A los poderes fácticos que manejan sus hilos se los combate con más votos y más política. A los otros, también disfrazados de amigos, a esos que integran megacoaliciones identificadas como populares mientras cancelan a las voces críticas para defender sus privilegiados negocios con el poder, también se las combate con votos y con más política. Lo que debemos construir, mañana y en cada día, es una alternativa al capitalismo suicida que asegure mayores derechos dentro de los límites planetarios. Una alternativa desde abajo y desde los costados contra el poder concentrado que nos conduce, por caminos distintos, a un idéntico abismo.

MF

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