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Opinión

Lo que el barco se llevó

Un barco de inmigrantes de los tantos que llegaron a América

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En 1935, mi abuelo Julio llegó a Buenos Aires en un barco procedente de Galicia. Tenía tres años. Sus padres dejaban atrás una España ya convulsionada por la inminencia de la guerra civil, en un contexto en el que las diferencias familiares resonaban cada vez más fuertemente. La historia del otro lado de la familia la conozco menos, pero sé que mi bisabuelo paterno nació en Salvatierra, País Vasco. Mis familiares vinieron de los barcos, pero no fundaron el país. Llegaron a un territorio que precede tanto a la fundación de la Argentina como a la colonización española y que habitan, desde hace milenios, diferentes naciones y comunidades indígenas sistemáticamente perseguidas e invisibilizadas.

La declaración del presidente Alberto Fernández junto a su par español, Pedro Sánchez, trajo repudios, justificaciones, debates de autoría sobre la referencia y muchísimos memes. Sobre todo eso, renovó la mirada dominante que invisibiliza a las identidades originarias preexistentes al territorio argentino, como reconoce la Constitución Nacional. Más allá de las excusas de un lado y las indignaciones selectivas del otro —no olvidemos el “en Sudamérica todos somos descendientes de europeos”, del expresidente Macri—, evidencia la normalización de un modelo hegemónico que no encuentra grieta.

Siglos antes que los barcos de mis abuelos, de todas y todos los inmigrantes de primera mitad del siglo XX que nadie niega, llegaban vacíos y zarpaban cargados los barcos del saqueo colonial. Junto al exterminio de los pueblos originarios que habitan desde hace milenios el suelo de América Latina, los europeos de entonces alimentaron su revolución industrial y su poderío económico con el saqueo de los bienes comunes de nuestra América. Lejos de traer integración y comunidad, esos primeros barcos trajeron miseria y se llevaron riqueza. Sentaron las bases de un modelo agroexportador, que con el advenimiento del capitalismo pasaría del esclavismo a la commoditización, y que se sostiene avanzando furiosamente sobre los territorios.

En todo el mundo los pueblos originarios construyeron cosmovisiones de integración con el entorno que habitan y del que dependen. Lejos de romantizarlos, se hace urgente su reconocimiento, visibilización y empoderamiento. Son pueblos que aún habitan las fronteras extractivas, como las comunidades wichí en la frontera agroindustrial salteña o las mapuche-tehuelche en la meseta chubutense que resiste la embestida minera. Tal vez lo más emblemático sea la superposición casi exacta entre los mapas de reclamación territorial mapuche y los límites del yacimiento Vaca Muerta —con la consecuente persecución que eso les supone a estas comunidades—. Aunque nos vendan progreso, el extractivismo permanece alineado con la dominación colonial. La crisis climática y la dominación de la naturaleza son dos caras de una misma moneda.

Desde Bonn, al otro lado de las hoy controversiales aguas atlánticas, un grupo de cincuenta expertos de los dos mayores organismos científicos en materia de cambio climático y biodiversidad (el IPCC y el IPBES, respectivamente), publicaron el jueves su primer reporte conjunto. El informe visibiliza tanto la conexión en los impactos como las sinergias posibles en las soluciones a estas crisis globales y refuerza que tanto la pérdida de biodiversidad como el cambio climático “son producidas por las actividades económicas humanas” y que “deben abordarse conjuntamente”.

Al otro lado de las hoy controversiales aguas atlánticas, un grupo de cincuenta expertos de los dos mayores organismos científicos en materia de cambio climático y biodiversidad (el IPCC y el IPBES), publicaron el jueves su primer reporte conjunto

Hans-Otto Pörtner, copresidente del Comité Científico Directivo, planteó la urgencia de “resolver algunas de las fuertes y, aparentemente, inevitables disyuntivas entre el clima y la biodiversidad implicará un profundo cambio colectivo de los valores individuales y compartidos en relación con la naturaleza”. En especial planteó la necesidad de “abandonar la concepción del progreso económico basada únicamente en el crecimiento del PBI, para pasar a una que equilibre el desarrollo humano con los múltiples valores de la naturaleza para una buena calidad de vida, sin sobrepasar los límites biofísicos y sociales”.

Otro de los especialistas a cargo del informe, Brian O'Donnell, consideró que podemos hacer grandes progresos para el clima y la naturaleza “si los líderes mundiales se ponen de acuerdo para proteger al menos el 30% de las tierras y los océanos del planeta [NdeR: hoy solo el 15% de la superficie terrestre y el 7,5% de los océanos están protegidos] y asegurar los derechos de tenencia de la tierra de los pueblos indígenas y las comunidades locales”. El informe destaca las crecientes políticas de conservación a partir del comanejo de las áreas protegidas, sólo lograda luego de la presión de pueblos originarios y la evidencia científica sobre su efectividad.

Las aguas atlánticas se ven surcadas esta vez por información de primer nivel que acerca, con más claridad que nunca, el rol fundamental de los pueblos indígenas para la protección de la biodiversidad y, en consecuencia, de la lucha contra la crisis climática. Estas amenazas, como reflejan el IPBES y el IPCC, no tendrán soluciones solamente técnicas; mucho menos, retóricas. La acción deberá ser integral, conjunta y de escala inédita.

La lamentable frase del presidente nos presenta la oportunidad de revisar nuestro sentido común sobre un modelo económico que privilegia la acumulación de capital sobre el buen vivir, saber ancestral de los pueblos de América Latina. Reconocer que la coexistencia con los inmigrantes llegó mucho después del genocidio de los colonizadores. Y que las bases que sentaron entonces, siguen vigentes hasta que no logremos una emancipación auténtica, producto del reconocimiento y el empoderamiento de la verdadera diversidad de nuestro suelo. En lugar de enfocarnos en qué trajo el barco, miremos lo que el barco se llevó.

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