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¿Dormimos despiertos? Ejercicio para desocultar miserias y virus mentales

Abril 2021, el segundo año de la pandemia.

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Decía José Saramago que el mundo se estaba convirtiendo en una caverna igual a la de Platón, que miramos cada vez más imágenes creyendo que son la realidad. Creencia mata conocimiento, algo así. El tiempo pandémico confirma en parte su sentencia, pero también descorre velos, mecanismos de percepción de los que aquí sigo ejemplos mundanos con las esperanza de extrapolar el ejercicio para comprender cómo opera un virus en nuestras habitualidades más básicas, para pensar luego la contaminación de las ideas. 

José, un linyera de Lanús que “encontró trabajo en un banco” citadino me dice que ahora mucha gente le agradece. Sentado en los porcelanatos del ingreso al cajero de Av. Belgrano y Chacabuco, donde Monserrat se acerca a San Telmo, José es testigo del efecto mágico de un virus biológico que desafía percepciones. Con su pie estirado, abre y cierra la puerta vidriada al cajero automático. Para ganarse una propina, para que los vecinos bancarizados no toquen nada, para que no hagan piruetas ridículas como las que todos hicimos durante meses para esquivar picaportes y barandas, para sortear el peligro de esos objetos banales. Picaportes y cajeros. Discursos y contradiscursos envenenando grietas, guerreando estereotipos.

Estereotipos invisibles como José, sentado ahí, abriendo caminos hacia esas interfaces que nos relacionan con nuestros sueldos y ahorros cada vez más flacos. Invisibles como Maia también, la niña desaparecida en Lugano por la que bramó la opinión pública en un gesto efímero, sintomático, sobreactuado que resumió agriamente el periodista Alejandro Marinelli en un artículo que iba al hueso. “Antes de que se vuelvan a olvidar dónde queda Lugano”, escribió en su sentencia certera, fugaz como los aplausos a enfermeros y médicos con que lavó culpas la clase media en sus nochecitas de balcón. 

La deflación de la empatía, la miseria expuesta en percepciones. ¿Somos conscientes de esos cambios en nuestras sensibilidades? ¿Pensaremos sus orígenes, sesgos y consecuencias? ¿La visibilidad efímera de Maia, la de José, alentará desalienaciones en cascada hacia otras complejidades perceptivas? Días de normalidades trastocadas en los que adoptamos la necesaria actitud de sospecha frente a nuestra red de habitualidades, ¿pero de qué normalidades sospechamos?

El codo, el pie, el puño o la geopolítica que es económica. La virtualidad, los besos, manos y cuerpos bañados en alcohol, pibes que pasan a la clandestinidad para irse de joda, los saludos, los abrazos, el bondi vacío, el tren popular, la pobreza en aumento, la miseria, los miserables, los poderosos, los intocables. Ya vimos cómo el poder se nos ríe disfrazado de sentido común. Ahora que todos somos fenomenólogos por un rato y otra vez desintegramos, sacudimos el GPS, cambiamos la dirección de la atención para que muchas cosas nunca cambien. 

Extrañamiento limitado. Asombro conveniente. Interpelación biológica y narcisista de nuestros relativismos y abstracciones complejas, manipuladas. Un interludio para volver a colocar las percepciones frente a sus muchos desafíos. Para escuchar lo que Merleau Ponty dijo hace ochenta años, para volver a encontrar este contacto ingenuo con el mundo. Un virus. Y a partir de allí dar el salto para repensar todo el sistema, la educación, la salud, la economía, las representaciones, las mediaciones, las democracias y esta “guerra” de operaciones de sentido agrietadas.

Era difícil en los cuarenta del siglo pasado cuando escribía Ponty, lo es mucho más en este 2021 con mediaciones totalizantes, abstracciones aceleradas inundando nuestros mundos de la vida. Con la invasión fecunda de pantallas y virtualidades que también aceleró la pandemia. Y con campañas de desinformación y apropiaciones movidas por creencias que sedimentan rápido, poniendo en sordina las resistencias, los contrarrelatos. ¿Cuántas veces más se desvanecerá el ya fallido y operado proyecto iluminista? Posverdades sobre las que se abren campos para reflexionar sobre los mundos y experiencias a los que tenemos acceso, los filtros perceptivos que usamos para sobrellevarlos. Los opios de los pueblos.

Cuestionamos la relación con objetos pero no a los dueños de la tierra: naturalizamos y hasta celebramos a los megamillonarios, al jugador del pueblo que no era tan del pueblo. De Nordelta a Lugano a Guernica. En un mundo en el que todos somos performers, el problema de la percepción, que incluye la representación y la rememoración se complejiza. Se complica pensar con Edmund Husserl a la conciencia como continente y como flujo de nuestras vivencias, porque hay otros continentes y experiencias cada vez más mediadas. Operaciones, distorsiones que modelan nuestras relaciones con el mundo. Como lo hace un virus.

El miedo al ascensor compartido, la invisibilidad de José, las Maias, las sugerencias de Netflix. ¿Cómo crear una voluntad cognitiva para trascender lo dado, cómo generar el deseo de otra actitud, otra afectividad distinta a esta que hemos venido construyendo? ¿Qué evita que nos preguntemos por la manera en que se dan las cosas, que las queramos cambiar? ¿La pereza, el placebo de las redes, los deseos algoritmizados, la costumbre de que todo sea así? Que crujan las zonas de confort, los meandros del sentido común, la ceguera producida por la apatía, por la información que nos ofrecen para habitar estos mundos.

¿Somos, como dice Husserl, irreflexivos, ingenuos, mundanos? ¿A qué le prestamos atención en una economía de la atención, qué y para qué es el conocimiento si le anteponemos la palabra economía? Correlaciones para ver a José en el cajero, o para ir a sedimentaciones como la cultura esclavizante, el patriarcado. Parafraseando a Lalo Mir y su reciente perorata antimachista podríamos decir que no somos parte del problema. Somos el problema. Posar la atención sobre otros mundos es hacerlos existir, para ver cómo se construyeron, cómo se sostienen y qué consecuencias producen, cuáles son los condicionamientos subjetivos de nuestros actos. Sociales, políticos, cognitivos, íntimos. Construir los problemas sabiendo que somos, en buena medida, el problema.

El virus no es una idea, el poder modulador de las tecnologías tampoco. Pero las ideas se contagian como virus, como memes peligrosos diría Daniel Dennet. Podemos preguntarnos cómo aparecen las cosas modelizadas por la conciencia y qué las modeliza. El cajero y su amenaza, los gestos ridículos para abrir puertas, las puestas en escena en una red social como evidencia pura de los más sencillos caminos de la alienación. De pronto una crisis sanitaria produce algunos extrañamientos frente al mundo que habitamos para pensar con Husserl “cómo se modula la percepción, el recuerdo, la imaginación, qué pasa con lo que se oculta”. ¿Mientras más veamos, mayor será la ceguera?

Paradójico. El mundo de la vida se complejiza mientras nos impide pensar esa complejidad. Sus capas tecnológicas superpuestas son capas de sentido, sacuden nuestras nociones de tiempo y espacio. Operan sobre presente, pasado y futuro, sobre la historia, la voluntad, las intenciones. La globalización tecnológica homogeneiza, invade, contagia como se contagia un virus en pandemia. Superpone mundos, descontextualiza. Pero ese virus también visibiliza las diferencias, descorre velos, jaquea un sustrato de habitualidades. Para un grupito, un ratito, qué se yo.

El sociólogo y arquitecto estadounidense Benjamin H. Bratton describe la emergencia de un nuevo nomos de la Tierra y para ello desarrolla el concepto de “Stack” con la intención de vincular la tecnología, la naturaleza y los humanos. “En contraste con la geografía política moderna, que dividía mapas horizontales, la geografía del Stack también apila espacios verticalmente uno encima de otros... capas de una metaplataforma consolidada”. ¿Qué impacto tienen esas capas, esas mediaciones, interfaces con capacidad de agencia, de modulación de nuestras relaciones con el mundo apilado?

La alimentación de burbujas en las redes es un término metafórico. La burbuja es un paraguas, a veces protege a veces ciega la percepción (sabio el dicho: vive en una burbuja) . Podemos ver su utilidad, podemos ver sus limitaciones. Son todos reduccionismos, percepciones escorzadas, problemas con varias caras que se van sedimentando como correlato de la conciencia. Familiaridades, sesgos, refuerzos sobre los que necesitamos reflexionar y de los que nunca hay una percepción acabada. Vemos con Bratton que todo se superpone, que es difícil trazar líneas divisorias, pero sin embargo grietas.

Naturalizar que la mitad del país sea pobre, que existan millones de Josés, de Maias invisibilizados, que la ciencia sea para algunos el origen de conspiraciones. ¿Todo opera igual en la conciencia? Pero entonces, ¿cuáles son las narrativas que provienen de ese caos cada vez más mediado, codificado, operado, algoritmizado? ¿Leyeron a Husserl los chicos de Silicon Valley, lo hicieron a contrapelo como las corporaciones mediáticas leyeron la Dialéctica del Iluminismo a contrapelo, es decir, para fortalecer el aparato de manipulación, para afirmar sus sistemas?

Los pibes de mi barrio cazan pokemones inmersos en una virtualidad poderosa que les impide ver a José. Si Google, Facebook o Amazon “cablean” mis accesos al pasado, si codifican y curan los datos de mi ahora, si predicen mis próximos pasos en base a modelos psicológicos entramos en un debate viejo, actualizado por la extracción masiva de datos, por la codificación digital de la experiencia si es que eso fuera posible.

 Pero no toda la memoria pasa por el cerebro, ni por las prótesis. El cuerpo tiene memoria. ¿Qué clase de lenguajes son aquéllos que todavía no codificamos en digital para alimentar la Matrix? Husserl dice que el cuerpo es una dimensión que acompaña a la conciencia: sólo cuando algo no funciona, algún dolor, el cuerpo se vuelve para la conciencia un objeto de atención. En nuestra vida ordinaria el cuerpo se mantiene en condiciones de anonimato (hay cada vez más excepciones, claro). Pero el cuerpo dejó de ser cómplice en esta crisis. Los abrazos retenidos, los besos dudados, los encuentros, el sexo, todo es duda cuando el cerebro construye un mensaje que el cuerpo no entiende. “No abraces a tu amigo (dale un like), no acompañes a tus muertos…” La habitualidad trastornada, cuestionada. Atrofiamos habitualidades, cercenamos costumbres, placeres. ¿Cómo nos saludamos? ¿Cuándo tuvimos que pensar un saludo?

Merleau Ponty distingue el cuerpo actual del habitual. El habitual es aquél en el que están retenidas las experiencias, en el que están sedimentadas. El actual puede estar atrofiado, incluso limitado por el entorno. Es el problema del futbolista avejentado. Su cuerpo habitual le dice que puede, su cuerpo actual le hace pasar papelones. El cuerpo habitual se olvida del actual. “Soy un deportista en el cuerpo de un alcohólico”, dice un amigo honesto. Otros amigos la disfrazan: “soy un buen tipo en el cuerpo de un garca”. La motricidad como criada de la conciencia suele rebelarse. Merleau Ponty habla de una intencionalidad alojada en el cuerpo, íntimamente vinculada con las atmósferas emotivas con muchas cuestiones prerreflexivas. Y bajo la actual manipulación de los códigos, los lenguajes formales, es esperanzador saber que algo puede rebelarse, que conocemos el mundo no sólo a través de esta capacidad intelectual diezmada, que estamos conectados por esta intencionalidad prerreflexiva que cada tanto nos sacude. ¿Es esperanzador?

Ahora que todos venden experiencias ayuda saber que toda experiencia es ambigua. Cuerpo, conciencia y prótesis tecnológicas no son homogeneizables fácilmente. Las famosas affordances, dimensiones del objeto que solicitan un tipo de gesto, pueden fallar. El picaporte de la puerta del banco falla y José lo sabe, por eso es visible. Una crisis desafió nuestras habitualidades, nuestras percepciones almacenadas. 

“Cuando más tardíamente se desarrollen los lineamientos de las técnicas contemporáneas de tratamiento de la información, se habrá constituido una verdadera actividad automática de memoria, anunciando un proceso de exteriorización de las funciones del córtex cerebral y, más globalmente, del sistema nervioso”, dice el filósofo Bernard Stiegler. Sabemos quienes son los dueños de los costosos servidores que llaman nube, las enormes inversiones que han hecho para tomar ese control de nuestras retenciones. Stiegler veía la afectación de las identidades colectivas, que se van constituyendo en esos dispositivos de retención terciaria. Claro que luego podemos discutir si nuestro perfil es identidad, si nuestras puestas en escena en redes son representativas. Lo que no anula las preguntas por dónde se origina el sentido, por las capas en las que se inocula sentidos.

Los virus, las percepciones, los hábitos, las rupturas, las tecnologías, los individuos, las narrativas colectivas, la memoria, la política, el poder, las asimetrías cognitivas. Parece mucho. Un problema enorme de capas superpuestas para pensar cómo se co-constituye la conciencia en correlación con el mundo. Podemos pensar, tratar de comprender qué ocurre detrás de las interfaces, de los medios, del lenguaje, las instituciones. Pero comprender jamás fue garantía del cambio, y si no pregúntenle a José. No podemos pensar todo lo que percibimos o las acciones que realizamos, nos imposibilita operar. La kinestesia opera sin llevar a los planos de la conciencia. ¿Qué hago cuando aprieto un botón? ¿Qué hago con mi pantalla táctil, cuándo escribo un tuit, y qué dejo de hacer?¿Qué deberíamos problematizar y qué no?

Ahora que un virus global nos obligó a cuestionar actitudes, a desnaturalizar abrazos, a agradecerle a José, a ver que los esenciales en realidad son otros, a definir presencialidades. Pensar lo biológico, lo social, las capas tecnológicas. Pensar con Arendt la banalidad del mal, la racionalidad instrumental, con Marx la posibilidad de otras apropiaciones para las tecnologías, las armas para desalienarnos. 

Hemos alterado algunas percepciones, quizá podamos ver cómo se produce el acostumbramiento. Que el sacudón, el golpe en la cabeza que nos da la pandemia empuje percepciones trascendentes. Más allá de los picaportes. Para pensar también qué está roto en nuestra relación con las ciencias, con la técnica, con algunas narrativas. ¿Si invisibilizamos a José podemos negar cualquier cosa? ¿Llegamos a la luna, quiénes se van a mudar a Marte con Elon Musk y Jeff Bezos?

El virus trastoca las percepciones, la relación médico paciente, docente alumne, la responsabilidad sanitaria sobre uno mismo, la mirada sobre lo colectivo, sobre los objetos, sobre las operaciones electoralistas, sobre la tecnología y sus dispositivos de sustitución sensorial. Ya vimos que la experiencia modifica las relaciones de uso, pero qué ocurrirá si esa experiencia se mantiene alienada y cada vez más abstracta. ¿Habrá una ruptura entre las nuevas capas de sentido, habrá un choque entre los tiempos objetivos y los subjetivos? Este tiempo en el que todos fuimos fenomenólogos, ¿servirá como despertador o los somníferos ya son demasiado poderosos?

HB

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