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Opinión
El empate castrófico de Brasil

Simpatizantes del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, participan en una protesta por los resultados  balotaje presidencial frente al Cuartel General del Ejército en Brasilia, el miércoles 2 de noviembre de 2022, día de los difuntos, y feriado nacional.

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El escenario que dejaron las elecciones en Brasil puede ser interpretado desde dos perspectivas diferentes y ambas contienen elementos de verdad. Se puede colocar el acento en los estrechos límites que condicionan al resonante triunfo de Lula da Silva: ganó por menos de dos puntos de diferencia; la alianza que lo condujo nuevamente a la presidencia es tan amplia que también impone restricciones a sus planes de gobierno; el bolsonarismo salió fortalecido en el Congreso y en varias gobernaciones estaduales (nada menos que San Pablo, mientras que aliados suyos triunfaron en Río de Janeiro y Minas Gerais); la derecha gobernará 13 de los 27 estados y las condiciones de la economía internacional y local son mucho más adversas que las que atravesó en sus primeros gobiernos.

Sin embargo, todas estas fragilidades de Lula pueden distorsionar la real fortaleza del bolsonarismo. Jair Bolsonaro fue el primer presidente de la historia reciente de Brasil que fue por su reelección y no logró su cometido, pese a contar con todos los fierros del Estado y las “excusas” de una pandemia y una guerra. Las más de mil denuncias de empleados que aseguraban que sus patrones habían ejercido presión sobre ellos para que votasen por Bolsonaro no alcanzaron. Tampoco la campaña sucia ni las toneladas de fake news propaladas por el aceitado aparato comunicacional del bolsonarismo en la jungla de las redes sociales.

Si bien es real el crecimiento de lo que algunos analistas bautizaron como un “conservadurismo popular” compuesto por sectores de la clase media baja, con fracciones de la clase trabajadora, lo que hace cuatro años se presentaba como una ola imparable de fascistización de Brasil sufrió un revés en estas elecciones.

Incluso Bolsonaro fue vencido, pese a que las centrales sindicales y movimientos sociales (que responden a la dirección política del PT) no enfrentaron seriamente en las calles ni al régimen golpista encabezado por Michel Temer ni a la ultraderecha mientras estuvo en el gobierno. Su apuesta fue a la constitución de alianzas superestructurales con la centroderecha. Una estrategia que —en los hechos— configuró otra ventaja para el excapitán. En 2017 se produjo la mayor huelga nacional contra las reformas laborales regresivas implementadas por Temer y la medida no tuvo continuidad.

Lula tiene una tarea muy difícil por delante: la construcción de un consenso en el próximo periodo desde una posición de árbitro de una coalición político-social con múltiples tendencias centrífugas, una vez derrotado el cuco de la ultraderecha. Sin embargo, esto no puede ocultar las enormes dificultades que enfrentó el bolsonarismo para construir su propia hegemonía que muchos impresionistas daban por descontada cuatro años atrás. 

Fernando Henrique Cardoso fue el último presidente electo en primera vuelta en tiempos en los que el neoliberalismo gozaba de buena salud en el mundo. Tanto Fernando Collor de Mello antes como Lula y Dilma Rousseff después necesitaron del balotaje para llegar al Planalto. Sin embargo, hasta la primera elección de Lula, el candidato que triunfaba, lo hacía de manera más o menos homogénea en todo el país (conquistando por lo menos 24 de los 27 estados). A partir del 2006 cuando Lula logró su reelección, el escenario cambió.

Por un lado, las políticas sociales del lulismo (con eje en el plan Bolsa Familia) permitieron que el PT conquistara el empobrecido nordeste brasileño y lo recuperara de manos caudillos conservadores para transformarlo en su centro de gravedad político y electoral. Según el politólogo André Singer, Lula logró comprender la presunta “psicología” de los pobres brasileños que se sintetiza en dos aspiraciones: la esperanza en que el Estado pueda mitigar la desigualdad y el temor a cualquier tipo de desorden (ya sea el causado por la inflación, los movimientos sociales o las huelgas). El programa de Lula —según Singer— fue de combate a la pobreza y no necesariamente de distribución del ingreso: una disminución de la pobreza sin confrontar con el capital. Funcionó durante una década, combinada con una política que facilitó el acceso a la educación universitaria de amplios sectores de la juventud por una expansión de las universidades públicas.

Si los pobres nordestinos se hicieron petistas, el ‘mensalão’ (un escándalo de corrupción por sobornos a legisladores que involucró a la dirección del partido y del gobierno en 2005) produjo el pase a la oposición y al “antipetismo” de las clases medias y medias altas del sur y el sudeste del país, incluida la “zona núcleo” de los pueblos con eje en el agronegocio. Una región que al calor de la primarización que acompañó al superciclo de las materias primas aumentó su peso relativo en la economía nacional: algunos estudios indican que la suma de bienes y servicios generados por el agroneogocio ya alcanzó el 30 % del PBI brasileño. De los 50 mayores aportantes de la campaña de Bolsonaro, 33 fueron empresarios del agro; en las elecciones, el excapitán ganó en 77 de cada 100 pueblos con base agraria.

Desde ese momento el PT vence en la mitad del país mientras que sus opositores se fortalecieron en la otra mitad. La grieta política se transformó en una fractura social que incluye una clara división geográfica.

En este “empate catastrófico” agudizado por la combinación de crisis social, económica y política que tuvo su expresión en las masivas movilizaciones de junio de 2013, Bolsonaro emergió como un “Bonaparte” no necesariamente deseado por la operación judicial conocida como Lava Jato y el golpe institucional contra Dilma, aunque luego sostenido por las clases dominantes. Radicalizó a ese bloque social, agregó la activación política de las fuerzas militares y de seguridad, cierta conexión con el nuevo precariado o el universo del cuentapropismo empobrecido. Una fracción de la clase trabajadora dejada a la intemperie por el neoliberalismo.

Hegemonía invertida

En el contexto de los comicios que llevaron a Lula a su primera reelección, el sociólogo brasileño Francisco de Oliveira ensayó un concepto para explicar una nueva hegemonía que estaba surgiendo en la política del país continente. Definió como “hegemonía invertida” la política que permitió la continuidad del PT: ya no eran los dominados los que consentían su propia explotación, sino los dominantes los que aceptaban ser dirigidos políticamente por un partido y una dirección de otra clase, a condición de que la “dirección moral” nunca cuestione la lógica de los negocios. Se trataba de una hegemonía de “neoliberalismo inclusivo” ejercida por un partido de los trabajadores, por esa misma razón una “hegemonía invertida”. En realidad, en la más clásica tradición gramsciana el fenómeno responde a lo que el comunista sardo definió como transformismo: la incorporación (o cooptación) de dirigentes de las clases subalternas por parte del bloque de clases dominantes para una política de contención (y eventualmente reformas) que contiene todo mecanismo “pasivización”.

Hacia 2013 pierde eficacia este mecanismo de regulación de las tensiones sociales del país luego de una década en la que el lulismo articuló moderadas mejorías para los de abajo sosteniendo los privilegios de siempre para los de arriba. La combinación entre las jornadas de junio de 2013 –el ciclo de movilizaciones masivas más importante en la historia del país–, nuevos escándalos de corrupción y la desaceleración económica que derivó en recesión a partir del 2015, marcaron el agotamiento del mecanismo de “hegemonía invertida”. Las clases dominantes pretendieron poner la “hegemonía al derecho” e imponer la dirección política de algún dirigente de los partidos tradicionales de la derecha. Con la destitución de Dilma Rousseff buscaron favorecer el ascenso de Geraldo Alckmin (hoy vicepresidente electo de Lula) al poder. Bolsonaro fue la consecuencia de algunos errores de cálculo en esta operación.

El bloque social que sustentó al boslonarismo no podía hegemonizar a la base social que respalda al lulismo —su programa económico era la negación misma de esos sectores— y, viceversa, el heterogéneo bloque que apoya al presidente electo no puede ofrecer una conducción unificada al núcleo del antipetismo, hoy concentrado y capitalizado por Bolsonaro. Básicamente, porque para dar cumplimiento al contrato electoral implícito entre Lula y sus bases de respaldo (revertir no sólo la herencia bolsonarista, sino también “corregir” al gobierno de Dilma) debería afectar los intereses de ese bloque, orientación que Lula no puede tomar sin que sea bloqueada por un Congreso hostil o sin que se rompa su coalición. El éxito de la “hegemonía invertida” presuponía la atenuación de un factor que hoy es muy potente: la crisis (nacional e internacional). La misma que hizo fracasar precipitadamente el intento de “hegemonía al derecho” y al error de cálculo que derivó en los cuatro años funestos del Frankenstein bolsonarista en el poder.

Los momentos en los que tiene lugar este tipo de empate catastrófico son propicios para la irrupción de liderazgos mesiánicos alrededor de los que se depositan expectativas desmesuradas. En algún momento, el juez Sergio Moro y el Poder Judicial quisieron ocupar ese lugar. Jair Bolsonaro y Lula da Silva son figuras muy diferentes: el ex dirigente metalúrgico es una personalidad política extra-ordinaria en la historia de Brasil por diversas razones, mientras que el mediocre referente de la ultraderecha fue el emergente de un proceso de descomposición política acunado por las fuerzas más reaccionarias y oscuras del país. Sin embargo, ambos comparten las aspiraciones generadas alrededor de sus figuras: el anhelo de que puedan resolver contradicciones sociales, políticas, económicas e históricas sólo con la fuerza de sus personalidades.

En un ensayo titulado El papel del individuo en la historia, el fundador del marxismo ruso, Gueorgui Plejanov, reflexionó sobre esta espinosa cuestión y escribió: “Gracias a las particularidades de su inteligencia y de su carácter, las personalidades influyentes pueden hacer variar el aspecto individual de los acontecimientos y algunas de sus consecuencias particulares, pero no pueden hacer variar su orientación general, que está determinada por otras fuerzas”. Valió para Bolsonaro, vale para Lula y, sobre todo, es válido para Brasil que deberá encontrar las fuerzas sociales que le permitan salir del laberinto.

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