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PURA ESPUMA Opinión

Entretenimiento para todos

Marlene Tanczik es Elena, en "Paradise" (Boris Kunz, 2023)

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Arranquemos por los adjetivos infomerciales de ambientación cultural que escoltaron la llegada de Paradise (2023), de Boris Kunz, en las vísperas de su llegada a este mundo: “inquietante”, “impactante”, “oscura”, “perturbadora”, “desafiante”, escalofriante“, ”arrasadora“, ”taquillera“.

La lista completa podría haber ocupado todo el espacio de esta nota. Pero es obligatorio decir algo del sustantivo “película” para sumergirnos en su materia misteriosa. Después de todo, leer algo no es más que el encuentro o el desencuentro de dos misterios, o de dos gustos, o de dos caprichos.

No hay reproches legales para quienes fogonearon esta bazofia publicitaria repelente inane calculadora vendehumo seudoprogresista sin sangre en las venas que despertó el interés fulminante de cientos de millones de personas. El juego de la consagración por cantidad que ata los cabos de la codicia con los de la estupidez, es una presencia constante en la cultura. Se instalan los aparatos que producen una falsa sed, y ya está: se encienden las turbinas colectivas de la curiosidad. De pronto, hay que ver Paradise, como quien dice hay que tomar agua para vivir. La única sugerencia de escape, por error o ironía, la hizo el portal de TN con una verdad de piedra: “La película de 1 hora 58 minutos que te puede sacar años de vida”.

Empecemos por la “venta” de Paradise: “Max descubre el lado oscuro de AEON, la compañía de biotecnología en la que trabaja, cuando su esposa Elena es forzada a vender 40 años de su ciclo vital para pagar una deuda. Max hará lo que sea para que Elena recupere sus años perdidos, pero nada será lo mismo”.

Ese “nada será lo mismo”, insobornable fuente de náuseas, no falta en ningún brief de entrenamiento hecho con imágenes que se muevan. Lo que se ofrece es el traslado a mundos nuevos cuya característica común es que no están en ningún lado, ni siquiera en las películas. De un lado, el antes tedioso; del otro, el después que representa la vida que vale la pena vivir, es decir la promesa cumplida.

El nivel de puerilidad (en el peor sentido) de estos productos, es alarmante. Si fuese en el mejor, el inspirado en la intuición de los niños, la oferta debería incluir hechos artísticos de libertad, actos gratuitos, desobediencia a los patrones aristotélicos de la narración; y evitar la postulación del cine-aula, la enseñanza, el mensaje y, lo peor de los peor: la voluntad de comunicar.

Paradise parte de una idea extraordinaria: la de dar tiempo a cambio de dinero. Es cierto que no debe haber otra más trillada, porque todo el mundo da su tiempo por el dinero de los demás, o dinero por tiempo. Eso y nada más es el capitalismo si se lo traduce a su verdad más rústica y a la vez más refinada, que es la de la vida cotidiana. Y en términos de leyenda, la historia es la de Fausto, que varios siglos antes de las versiones de Marlowe y Goethe se representaba con marionetas. No hay por qué exigirle a un argumento que sea nuevo, dado que no ha de haber muchos si los contamos en serio.

El asunto es la deriva barata que Paradise hace de esa idea. En esa deriva el esfuerzo está puesto en sostener los brillos de un oro falso, estafa formal que es el corazón del discurso publicitario. Imaginemos una idea de Henri Bergson ejecutada por Ramiro Agulla. La iluminación, el montaje, las curvas y contracurvas como de Scalextric del guion, las actuaciones, el “alma” de los personajes, los deslizamientos de género para abarcar mucho sin apretar nada, los paisajes, los diálogos, el régimen futurista en el que intenta sostenerse, la puesta en escena y los supuestos dramas amorosos, económicos y políticos que se van sembrando en una playa de asfalto son de cuarta categoría a cambio de aparentar ser de primera. ¿Hay algo más ordinario en el arte que fingir calidad?

Los cambios de rumbo no serían tan dañinos a la vista si no estuviesen amparados por la variante cínica del cálculo. Que una película (o un libro) se parezca a un auto, a un iPhone, a un condominio con amenities, a un hotel de cinco estrellas o a un traje sólo resuelve el tema de la terminación, sin dudas el menos importante. De algún modo (en realidad de todos los modos), Paradise responde a todas las cláusulas destinadas a cumplir una misión, que es la de acumular lugares comunes en todos los niveles para que se entienda el mensaje.

¿Cuál es el mensaje? Bueno, es tan claro que se desvanece un poco bajos sus propios resplandores, pero quizás sea: “Cuidado, amigos globales, no entreguen su vida al dinero ni al egoísmo. Más bien háganse terroristas y luchen por un mundo mejor”. Pero los componentes del mensaje son tan desgraciados, tan falsos y tan transparentes en la postulación de su negocio de encantamiento basura, que lo que llega a la pantalla es un el hilo agonizante de un “arte cinematográfico” en cuyo interior late una Tesorería.

¿Por qué millones de personas condescienden a ver estos cascajos? No puede ser resultado del gusto porque nadie sabe de antemano lo que le va a gustar. Pero para una plataforma de consumo, no hay ninguna diferencia entre el que se complace con un cascajo y el que se clava con él dándole dos horas de su vida en respuestas a un mini pacto fáustico. Si tan aterrados están los personajes de Paradise con los intercambios de tiempo por dinero (como si verlos a ellos fuera gratis), tal vez deberían protagonizar otra película de tipo compensatoria de esta, en la que los protagonistas luchan contra el tiempo de vida que se llevan las plataformas de entretenimiento.

El tiempo que no se lleva el trabajo, se lo llevan las pantallas. En un artículo de 1959, llamado “De la plusvalía a los medios masivos de comunicación”, Norman Mailer dijo algo que nació para ser citado mil veces (en estas cosas hay que insistir): “La estabilidad de la economía deriva más de manipular el carácter psíquico del ocio que de someter a la clase trabajadora a su papel productivo”. Manipulación del carácter psíquico del ocio. ¿Hay alguna duda sobre la eficacia de esa manipulación?

Casi no hay demanda. La demanda es la sobreoferta, que más que consumirse se respira. Es cuestión de salir del trabajo para meterse en una película o en una serie, y salir de la serie para meterse en una discusión sobre esa serie u otras, y así navega el individuo “ilustrado”, “informado”, “culto”, “inquieto”, “libre”, comparando Paradise con Black Mirror, y Black Mirror con Dark, y Dark con Los bañeros más locos del mundo, mezclando lo que hay que ver con aquello de lo que hay que hablar. Esa secuencia sería darse un gusto personal.

Con todo lo bodrio que es, merecedora de todos los premios Don Segundo Sombra a escala mundial, Paradise tiene por distracción u omisión un logro accidental que surge de la protagonista femenina, Elena (Marlene Tanczik). Es escondedora. Primero, descubrimos que había firmado una hipoteca de un departamento de lujo a espaldas del marido. Luego, cuando pierde cuarenta años de golpe y se obsesiona con recuperarlos, vemos que no era tan santa como aparentaba serlo. Nada del otro mundo, pero justamente por ser de algún modo fiel a este es que la película encuentra perdido en el espacio algún valor.

Para salir del pozo de Paradise, nos despediremos con un ascenso hacia Gena Rowlands, otra escondedora. En la línea de Elena, pero tanto peor que nos hiela la sangre, Rowlands se reveló como monstruo delante de su marido, John Cassavetes. La anécdota la cuenta Michael Ventura en el diario de rodaje de Love Streams (Love Strems podría ser la exorcista de Paradise).

Resulta que Cassavetes entra a su casa y ve a Rowlands tocando el piano. Cassavetes enloquece y le dice que cómo puede ser que hace diez años que vive con ella y nunca la vio tocar el piano. Pega un portazo y se va, en una escena que tiene todo de una película de Cassavetes protagonizada por Rowlands. Pero el varón humano es volvedor, y después de unas horas de desorientación, regresa y le pide disculpas. Eso, en el manual de Cassavetes, es entender a una mujer.

JJB

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