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Opinión

Tan falaz como la naturaleza

Tamara Tenenbaum Ensayo general rojo

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Ya no me acuerdo dónde leí que toda la historia del pensamiento es una nota al pie de Platón y Aristóteles. No sé si pienso exactamente eso, pero si me lo amplían hasta la filosofía moderna creo que firmo; y es una pena, porque cada tanto se ponen de moda Žižek o Derrida o Butler pero muy difícilmente eso le pase, pongamos, a Kant o a Leibniz, por más nueva traducción que se publique. O a Hume, uno de los filósofos que más quiero, y en quien estuve pensando mucho en estas semanas.

La falacia naturalista de Hume tiene que estar entre las cosas más importantes que aprendí en la facultad, y tal vez en la vida. Todo sobre ella es discutible: en qué sentido es naturalista, en qué sentido es una falacia. Pero el principio básico es sencillo, y muy útil para pensar tanto la discusión pública como nuestras éticas privadas, la relación que nos armamos con nuestros propios relatos de vida. Lo que dice la falacia naturalista, en pocas palabras, es que de ninguna serie de proposiciones sobre lo que es —por más numerosa o “verdadera” que sea— puede derivarse una proposición sobre lo que debe ser. Hay muchas formas de explicar esto, muchos casos interesantes: y en relación con el nombre, una manera de entenderlo es justamente la desacralización de lo que es, la idea de que no hay nada necesariamente bueno en la naturaleza. Es decir, por ejemplo: del hecho de que las hojas sean verdes o los damascos sean dulces no se deduce que ninguno de esos dos hechos sea bueno o malo de por sí, no se deduce que las hojas deban ser verdes o los damascos dulces. Pero la falacia viene a decir algo más amplio y más terrible: de los hechos del mundo no se deduce ninguna instrucción, ninguna directiva. Cualquier decisión práctica involucra, necesariamente, meter una proposición prescriptiva (un valor) en el razonamiento. Para ponerlo en términos de los debates de coyuntura: podemos juntar la mejor ciencia sobre cualquier tema, pero incluso si la evidencia no fuera controvertida (y en general lo es) la decisión sobre qué hacer respecto de un tema u otro (los vuelos internacionales, las clases presenciales, la construcción, lo que se quiera) será siempre ética, siempre política. Ningún hecho puede decirnos qué nos importa; y ese nos no es menor en este contexto.

La falacia naturalista me atormenta siempre con mis decisiones personales No sé si es deformación profesional o deformación neurótica, pero ante cualquier disyuntiva mi impulso es acumular información y combinarla de todas las maneras posibles, pasar revista a todas deducciones que pueden hacerse a partir de la mejor descripción del mundo que esté en mi poder organizar; todo eso, teniendo perfecta conciencia de que ninguna de esas afirmaciones sobre la realidad puede decirme cuál es mi deseo o cuál es mi deber. Sería fantástico que no fuera así: deducir mis decisiones de los hechos del mundo me permitiría pretender que las cosas que hago son necesarias, que yo no podría haber hecho ninguna otra cosa que la que hice. La falacia naturalista, de alguna manera, me reencuentra con mi libertad en el sentido sartreano: están mis condiciones concretas, por supuesto, pero mis decisiones son mías, mis deseos son míos, mis valores son míos. No tengo opción más que hacerme cargo de ellos. En términos de la conversación pública esto es aún más complicado: la necesidad de tomar decisiones como sociedad nos reencuentra con la pregunta por la comunidad, con la pregunta por quiénes somos, cuáles son los pilares de nuestra convivencia, qué es lo que nos mantiene compartiendo un mundo. Son preguntas demasiado difíciles de contestar de frente, acuerdos que es casi  imposible alcanzar y mucho más explicitar. Es más fácil echarle la culpa a la ciencia o al universo de la incertidumbre. Puede ser demasiado duro aceptar el carácter irrevocablemente arbitrario —irrevocablemente nuestro, irrevocablemente humano— de nuestra vida en común, de nuestra vida política.

Es curioso cómo conviven en nuestras interacciones dos tendencias que parecen contrapuestas: por un lado, la prédica de una sociedad de control, en la que se predica constantemente que si hacemos las cosas bien —si nos portamos bien, si comemos bien, si trabajamos bien— las cosas efectivamente saldrán bien; por otro, la dificultad para hacernos cargo de nuestra propia política, de la provisoriedad y la soledad de nuestras decisiones; de que no hicimos lo único que se podía hacer, hicimos lo que decidimos hacer. Puede ser que en este hiato entre dos actitudes vitales simultáneas y contrapuestas esté parte de la crisis de fe de nuestras democracias contemporáneas: me cuesta articularlo, pero tengo la sensación de que en el desdén contemporáneo por lo colectivo se tramita una desconfianza que debería dirigirse más ampliamente hacia lo humano, no para descalificarlo —porque es lo único que tenemos— pero para ponerlo entre paréntesis, entre comillas, en un lugar más modesto. La nueva, o la tan nueva, es pedirle a “la ciencia” que decida por nosotros. Como si fuera tan fácil como eso, tan fácil como entregarle el Tinder a una amiga y pedirle que haga ella los descartes.

TT

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