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Un fascista democrático sin Twitter

Cuenta de Twitter de Donald Trump

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En un último y desesperado intento por renunciar a la escena pública, el Partido Demócrata tercerizó la actividad política y delegó en un grupo de empresas privadas la tarea democrática básica de disputar con su adversario el sentido de las cosas. La decisión de los propietarios de las redes sociales Facebook, Twitter e Instagram de limitar o prohibir por completo las declaraciones de Donald Trump le deja al presidente electo Joe Biden y a su partido con el cuasi-monopolio de la palabra política. Un escenario inédito en un régimen democrático y una expresión lapidaria de las limitaciones autoimpuestas entre los demócratas y sus seguidores para derrotar a discursivamente a Trump.

 

En la noche del miércoles Trump lanzaba borbotones delirantes de conspiraciones sobre los resultados de la elección e incitaba a unos pocos miles de activistas a que entraran al congreso para apoyar a los representantes republicanos que impugnarían la elección de Biden por el colegio electoral. Un día normal en la era trumpiana de los Estados Unidos hasta que Twitter decidió que nadie podría compartir ni apoyar los mensajes del presidente. Poco después, Facebook anunciaba la suspensión de la cuenta del presidente. El jueves, el titular de la compañía, Mark Zuckerberg, aseguró que tanto Facebook como Instagram mantendrían la prohibición contra Trump por al menos dos semanas más. Es decir, hasta que haya abandonado la presidencia.

 

Trump se quedó así sin el uso de la palabra en el medio que mejor maneja. Las redes son el campo dilecto del presidente norteamericano y se convirtieron de hecho en el brazo político del partido demócrata. Así, un grupo de compañías poderosas en exceso y sus jóvenes representantes multimillonarios se encargan mediante el control discrecional y privado de lo que los partidos deberían lograr en la lucha política: condenar a la irrelevancia a la derecha radicalizada mediante la conquista del espacio público, el funcionamiento democrático de las instituciones representativas y el accionar enérgico de la justicia.  

 

Trump debería ir preso por haber presionado a los funcionarios del Estado de Georgia para torcer el resultado de la elección y “encontrar” en algún lado los votos que nunca obtuvo. Debería ser sometido a un impeachment, como buena parte de sus predecesores, por crímenes de guerra. Y, en su caso, por el despliegue exponencial de esos crímenes a la escena doméstica. Trump debería ser juzgado por negligencia sanitaria y condenado al oprobio considerando que el miércoles, mientras sus fuerzas de choque grotescas entraban al congreso, Estados Unidos registró el mayor número de muertes por COVID desde el comienzo de la pandemia. Incluso, la justicia debería analizar si muchas de sus declaraciones en las redes sociales o desde la Casa Blanca no califican dentro de una variedad de delitos.

 

Pero desde la prisión, Trump debería seguir teniendo todo el derecho del mundo a seguir enviando furiosamente cuanto mensaje se le ocurra por internet. Y bajo ningún concepto, la suspensión de ese derecho debería quedar en manos de ciudadanos privados dotados de un poder económico extraordinario. Twitter y Facebook son compañías privadas, es cierto, pero también lo son los diarios y la televisión, y la exclusión de alguien de esos espacios es algo que solo debería ser el producto de la acción de la justicia.

 

He ahí la cosa: Trump no es un iluminado ni un dirigente político brillante. Los republicanos son hoy la expresión ultraconservadora de una minoría masiva. Lejos de la clarividencia que propios y extraños le suelen atribuir a Trump, su movimiento no ganó el voto popular en ninguna elección a nivel nacional a lo largo de su breve historia, incluyendo las dos elecciones presidenciales y la elección legislativa de 2018. Pero en medio de su caos mental, el presidente saliente entendió mejor que muchos un par de cosas de la política norteamericana moderna. Una es que en el frenesí de la política pública en la era de las redes sociales, la necesidad intrínsecamente democrática de participar en la disputa de la palabra política debe ejercitarse a cada minuto, día y noche. En el uso que hace de twitter, en su intento avasallador por darle sentidos descabellados con sus palabras a cada acontecimiento del día para movilizar a su base de apoyo hacia la violencia, Trump es un líder fascista operando en una lógica marcadamente democrática. Tiene, en ese sentido, el mérito de haber sabido ocupar el centro de la escena política, pero a costa de una espectacularidad radicalizada que estimula a su base política pero condena al partido republicano a estar en los bordes. Acechante, pero en los bordes. Quizás, el partido republicano le deba a Trump la capacidad de sobrevivencia en medio de una de las crisis más profundas de la historia; pero también le debe el hecho de que dentro de dos semanas quedará sin el Ejecutivo ni la representación mayoritaria en ninguna de las cámaras.

 

Trump también entendió que la democracia, al menos en su versión norteamericana, está llena de artilugios, y las dificultades para construir mayorías legítimas se pueden compensar con una variedad de mecanismos tolerados o consentidos por el resto del sistema: Desde el colegio electoral hasta la exclusión de millones de votantes a través de mecanismos paralegales, pasando por la participación no regulada de las empresas en el financiamiento de las campañas. La psicosis de Trump puede ser efectiva en la era de las redes sociales, pero la apuesta política republicana siempre descansó en la creencia de que el sistema podía ser vulnerado y de que los formidables recursos del Poder Ejecutivo de los Estados Unidos ofrecen una oportunidad imperdible para radicalizar ideológicamente a la nación. Una oportunidad demasiado atractiva como para moderarla en función del objetivo más modesto de obtener una mayoría electoral.

 

Lo que torna peligroso a Trump, entonces, no son sus palabras sino la triple resignación de sus adversarios políticos: la renuncia a confrontar las opiniones de Trump en un terreno posible como el de las redes sociales y oponerles un proyecto de sociedad claramente distinto; la renuncia a empujar una moderación del poder abusivo que el ejecutivo puede tener para transformar aquellas palabras en un arma mortal; y la resignación a que un grupo de empresas híper-concentradas puedan decidir en nombre de la opinión pública. 

 

La consecuencia inmediata será la de una relativa amplitud de espacio para la nueva administración de Biden, enfrentando a un presidente saliente mudo y con bozal. Pero eso no va a hacer desaparecer a los grupos variopintos de ultraderecha que ayer irrumpieron en el Congreso, ni va a cambiar la connivencia de las fuerzas de seguridad que los dejaron entrar, ni va a debilitar la asociación de todos ellos con un sistema de creencias que el partido republicano reconstruirá, esta vez, a la sombra de las redes sociales. 

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