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Qué escuchar

Grasa derretida

Horacio Molina, un aristócrata del tango

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Nombraba, hace una semana, al libro de Carl Wlson que acaba de volver a ser distribuido en la Argentina. Editado en español como Música de mierda. Un ensayo romántico sobre el buen gusto, el clasismo y los prejuicios en el pop, su título original es Let's Talk About Love: Why Other People Have Such Bad Taste. “Hablemos de amor” es a la vez el nombre del álbum de Céline Dion (objeto de escarnio unánime para la crítica de rock y pop) que incluía la canción central del film Titanic y también, como se dice en el libro, una muy buena manera de referirse al tema de las canciones pop que, por supuesto, en su gran mayoría hablan de amor. “Por qué los otros tienen tan mal gusto”, es la frase que nunca debió haber sido cambiada en tanto allí radica, en esencia, aquello de lo que el libro se trata aún cuando no llegue a profundizar en los aspectos que, a mi juicio, son más interesantes.

Wilson llega hasta cierto punto –Nick Hornby, en su excelente prólogo, va un poco más allá– tal vez por su desconocimiento de que afuera del pop también hay vida. Un registro más amplio de la realidad le habría permitido ver que las polémicas entre “arte” y “pasatismo” o entre “profundo” y “comercial” fueron esenciales en la constitución de lo que a mediados del siglo XIX, y tomando una idea ya cristalizada en ese entonces en el ambiente de las artes plásticas, donde se hablaba de los clásicos para referirse a los maestros del pasado, compositores e intérpretes comenzaron a organizar conciertos con obras suyas y de autores clásicos –los indiscutibles y ya fallecidos Haydn, Mozart y Beethoven–: conciertos de “música clásica” cuyo rótulo servía para diferenciarse del frívolo, vacío y, sí, comercial, universo de la ópera, equivalente decimonónico de Céline Dion.

Lo otro que Wilson podría haber percibido, de haber contemplado un panorama más vasto, habría sido que no solo el mal gusto era relativo sino que el buen gusto también lo es. Que lo que para él resulta indiscutible –el valor “artístico” del segundo disco de Los Ramones o de los álbumes en vivo del grupo Television– desde otros puntos del universo –el público del jazz o de la ópera (que acabó siendo incluida en el canon de la música clásica)– era tan execrable –y tan poco artístico– como la buena de Céline Dion. Pero donde Wilson insinúa algo realmente importante es en su capítulo 5, que en la traducción al castellano sufre un embate irreparable. Cada capítulo es encabezado con la formulación “Let’s Talk About…” y en ese quinto apartado la palabra que la sigue es “schmaltz”. Ese término, originado en el idishe –y en el protagonismo de los judíos norteamericanos en el campo de la canción popular y en el negocio del entretenimiento–, identifica en los Estados Unidos a todo un género caracterizado por melodías “fáciles” (aunque no siempre) y letras dulzonas (aunque tampoco siempre). La edición española del trabajo de Wilson lo traduce como “sensiblería”. No es una buena decisión. “Schmaltz” deriva del alemán “schmelzen” (derretirse) e identifica a la grasa de pollo derretida. El schmaltz se trata de canciones para derretirse de amor. O, lisa y llanamente, de “canciones grasa”. Grasa es, finalmente, una palabra que en la Argentina y en particular en el campo de la música, funciona como exacto sinónimo del mal gusto.

Lo notable es cómo una cierta idea del mal gusto, originada hace tiempo y en un ámbito social muy definido, ha logrado atravesar fronteras espaciales y temporales y servir tanto para anatemizar la mala ópera como el mal jazz, el mal pop, el mal tango o el mal folklore. Ese mal gusto –Wilson lo especifica refiriéndose a contenidos “menos refinados y hasta lacrimógenos”, a lo “recargado” o lo “excesivo”– se corresponde exactamente –como la luz de una estrella desaparecida hace tiempo pero aún visible en nuestro cielo– con los modos –los buenos modales– con que la aristocracia y las burguesías consolidadas de fines del siglo XIX buscaron diferenciarse de los recién llegados; de los advenedizos; de los “nuevos ricos”. Al fin y al cabo la enunciación de lo “clásico” –y también de los principios de valor de la vieja “música clásica”, referida otrora a lo profundo, “elevado” y “espiritual” y devenida objeto de clase– se refería un poco a lo mismo: lo que estaba asentado por los años, lo que venía de cuna, lo que no pasaba de moda, lo que no podía adquirirse con dinero.

Cuando un pianista de jazz exhibe demasiado sus recursos técnicos es grasa, como son grasas el cantante de tango que grita o el violinista clásico que gesticula “demasiado” o la soprano con “demasiado” vibrato o el folklorista que se enardece. El aristócrata no debía abalanzarse sobre la comida, como si tuviera hambre, porque nunca la había tenido. No mostraba sus sentimientos (refinados, obviamente) ni hablaba de dinero porque no necesitaba demostrar que los tenía. No se vestía con colores llamativos. Tenía, en materia de vestimenta y comida, gustos clásicos. Y las virtudes del viejo aristócrata son las que acaban sirviendo para burlarse de Céline Dion, de Ricardo Arjona o del grasa que se prefiera.

Lo que sorprendería a Carl Wilson sería averiguar que, así como él establece jerarquías dentro del pop –que para otros es homogéneamente deleznable– también en lo grasa hay categorías y que, como lo demuestran numerosos trabajos de investigación, los consumidores de los llamados “géneros tropicales”, por poner un ejemplo habitualmente vilipendiado por la inteligentsia musical, distinguen entre buenos y malos e incluso entre artistas refinados (alguno que utilizó coro de niños en sus grabaciones, como refirió hace años La Tota Santillán en una mesa redonda de la que fui participante) y meros productos comerciales.

Franz Liszt y Niccolò Paganini –dos exhibicionistas, qué duda cabe– encabezan la lista de grasas contradictorios y, en el caso del primero, con un espíritu visionariamente moderno, llegó a convertir lo grasa en material de especulación estética.

Otro genio del Schmaltz fue sin duda Burt Bacharach, capaz de giros melódicos y armónicos sorprendentes dentro del campo de la canción de amor para consumo masivo y que, en las letras de Hal David, frecuentemente amargas, y en el estilo nada exhibicionista de sus dos intérpretes fetiche, Dionne Warwick y Karen Carpenter –en The Carpenters–, logró que la grasa se derritiera de manera exquisita.

Muchos de los mejores tangos están en el borde del melodrama –excesivo y “de mal gusto”– y lo que los pone del lado del arte son sus versiones. Horacio Molina, uno de los intérpretes de tango más finos –en el doble sentido–, aborrecía de los cantantes que gritaban y golpeaban el piso con pies y construyó un estilo de interpretación sin duda aristocrático. La casi excesiva “Fuimos” es, en su voz, un dechado de contención y buenos modales. Y, como bien sabía Bertolt Brecht, la distancia suele ser un recurso expresivo mucho más valioso que el derrame.

Otra canción en la frontera del schmaltz criollo es la genial “Zamba para olvidarte”, de Daniel Toro. Basta imaginársela en la voz de Arjona para descubrir cómo lo sublime puede estar a un solo paso de lo imperdonable. Y una frase tan bella como “se abrió tu boca en el beso, como un damasco lleno de miel” podría fácilmente volverse algo demasiado lleno de miel, hasta el derrame, si no fuera por lo austero –aristocrático– del canto de Eduardo Falú.

También una de las mejores canciones de todos los tiempos, “Strange Fruit”, con su extraño fruto colgado de un árbol –un negro víctima de un linchamiento– podría volverse el colmo de la cursilería sin el dolor contenido, de labios apretados, que Billie Holiday y el trompetista Frankie Newton consiguen transmitir.

De este lado del gusto –el del buen gusto, que es el propio, como es obvio– Art Tatum no es lo mismo que Liberace y Wos –un trapero fino, si vale tal definición– es diferente de L-Gante.

No debería olvidarse que del otro lado del gusto, son otros los que poseen los arcanos. Y que, por motivos diferentes de los que comprendemos, allí tampoco son lo mismo Liberace que Art Tatum ni L.-Gante que Wos.

DF

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