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LOS CUADERNOS DE VERANO

Historia de un clan

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La vida es mucho más corta que una película de Mariano Llinás. Por eso hay que poner rápido manos a la obra, sacar los temores y avanzar. Me acuerdo esa frase de Beckett con la que termina el Innombrable: “No se puede avanzar, hay que avanzar”. Llegó el verano y la posibilidad de las vacaciones se volatilizaban junto con el Covid, que parecia retomar bríos. Algo de lo que aprendí en estos meses es a no planear más allá de tres días hacia adelante de mi nariz. Asi que, de golpe, mis hijos estaban conmigo y unos amigos estaban en Chapadmalal y me invitaron a que me sume. Había algo clave, mis amigos se habían reproducido y tenían hijos con los cuales los míos podían jugar. Carambola. Preguntas que me hice: ¿Me pararán en la ruta? ¿Se me pinchará una goma? ¿Me dejarán entrar a Chapadmalal? ¿Podré llegar a la casita del bosque donde vamos sin GPS?

De Chapalmalal sólo sabía que ahí veraneaba el presidente y había leído hace mucho un poema hermoso de Joaquín Giannuzzi que se titulaba “Tumba de los caballos de Carrera en Chapadmalal”. Está incluído en Nuestros días mortales, el primer libro de poemas de Joaquín, que publicó originalmente la editorial Sur por consejo de Murena. Giannuzzi es un poeta extraño, un metafísico que está siempre puertas adentro de su casa, viendo a través de la ventana cómo pasan las cosas afuera, incuso la revolución. Un peronista que se vestía con saco y corbata y que trabajaba en los diarios y que tuvo un infarto temprano, un toque de atención en el costado izquierdo del pecho. El poema empieza así. “Los delicados huesos que la tierra/ apenas con el peso de una sombra cubre/ se detienen aquí,/ lejos del viento que le dio sentido/ y espaciosa morada.”

Chapadmalal, también sabía, era un lugar que por los acantilados y las olas altas, iban los surfers. Me acuerdo que la adjetivación “alta” viene de los surfers. Esta persona es una “alta” cocinera, aquel libro es un “alto” relato. Es porque los surfers buscan las olas más altas para barrenar, como lo hace Bodhi en esa gran historia de amor entre hombres que es Punto límite, la primera película de Kathryn Bigelow. Una película que se anticipa a la de los Cowboys gays en la montaña. Lo que hay en Punto límite son montañas de agua.

Lo que no me imaginé es que antes de entrar a Chapadmalal iba a pasar por Mar del Plata. Y eso fue como comer la magdalena de Proust. De golpe, las vacaciones con mi padre -que era el asistente de Alberto Olmedo, su mano derecha- que pasábamos verano tras verano, los kioscos naranjas e inmensos de revistas, la rambla, la bajada de la avenida Colón, el faro, las comidas en el Puerto, todo se me vino a la cabeza mientras cruzábamos la “ciudad feliz” con mis hijos en mi auto, hacia nuestro destino. Y yo les iba contando las cosas que viví con su abuelo en la ciudad del casino y los lobos marinos y los alfajores y los pulloveres que preanuncian el invierno.

Los mayores nos dejaban estar en su mesa y hacían algo que yo pensé que cuando fuera grande iba a imitar. Cada uno pedía un plato de comida diferente y después se pasaban los platos para que todos los pudieran probar.

Acá, les decía, mi papá me dijo que teníamos un trabajo para toda la temporada y cuando llegamos fuimos a la parte de atrás de una funeraria de un amigo suyo -me acuerdo de que pasamos por un pasillo angosto y vimos a la gente llorando en una sala- y que abrimos unas cajas inmensas y que dentro de ellas había disfraces para ponerse. Yo me puse el de Tom y mi hermano menor el de Jerry. Que los disfraces tenían una cabeza gigante hecha de carton y que el traje era muy caluroso. Me acuerdo , les dije, que cuando volvimos a salir de la funeraria no pudimos volver a meter a los disfraces en las cajas , así que salimos con ellos en las manos y que la gente que estaba llorando o dando sus condolencias nos miró pasar con las máscaras gigantes de Tom, Jerry y el Pájaro Loco.

Me acuerdo de que el trabajo era saludar chicos en la playa y repartir volantes y que me cocinaba de calor y que un día un compañero de secundaria se me acercó y yo lo llamé y él no podía creer que estuviera dentro de Tom. Olmedo actuaba en el teatro a la noche y mi papá estaba con él y por la tarde mi viejo coordinaba un centro de exposiciones donde con mi hermano y un amigo -el hijo del Mago Héctor- nos parábamos en la puerta a repartir volantes y saludar niños. Mi viejo contrató a Donald para que animara el lugar. Trajo a Lou Ferrigno -El Increíble Hulk- como atracción. Nosotros le hablábamos pero él en vez de contestarnos se trababa los músculos. Mucho tiempo después me enteré de que se había quedado sordo por los anabólicos.

Por la noche íbamos con mi papá a un lugar que se llamaba El Club Privado, con Olmedo, Portales, César Bertrand, Susana Giménez, Norberto Draghi, Tito Porcel (el hermano del gordo), los hijos de Alberto y los mayores nos dejaban estar en su mesa y hacían algo que yo pensé que cuando fuera grande iba a imitar. Cada uno pedía un plato de comida diferente y después se pasaban los platos para que todos los pudieran probar. Cuando mucho años después terminó el verano con la caída de Alberto, mientras yo manejaba el auto que llevaba a mi viejo y a Tato Bores en el cortejo que se abría paso hasta el panteón de actores en la Chacarita, escuché que un periodista decía: “Está entrando el clan Olmedo.” 

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