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Opinión - Los cuadernos de invierno

¿Por qué lloraba Messi?

Fabián Casas Cuadernos de invierno

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Hay unos versos de una canción famosa que son incuestionables: es preferible reír que llorar. Sin embargo, a veces, llorar es muy bueno, liberador. Se llora de rabia, de tristeza, para liberar el alma. Yo lo vi llorar a mi papá una sola vez, cuando se peleó con un amigo íntimo. No recuerdo que llorara cuando murió mi mamá. Existe toda una generación de hombres que tienen el mandato de no llorar en público. ¿Llorarán en la penumbra de su habitación? ¿En la oscuridad del cine? Milo, un amigo histórico de mi viejo, cuando contaba ciertos momentos inolvidables de su vida, se agarraba con la mano el cuello –más preciso con dos dedos, como si se tomara el pulso- y esa presión evitaba que llorara. 

En un momento muy triste de mi vida, estaba dando clases en una universidad y antes de entrar a darlas, en una plaza inmensa que estaba pegada al aula,  caminaba y lloraba desconsoladamente para después, ya aliviado, poder entrar a trabajar con mis alumnos. Al final del curso, ellos me confesaron que por el ventanal que daba a la plaza –y que yo desconocía- me veían llorar. Ahí entendí por qué me trataban tan bien, como si tuviera una enfermedad incurable. 

Ver llorar a alguien es una experiencia importante. A veces te despertás en la noche y tu pareja está llorando en el otro extremo de la cama. Es decir que mientras caminabas por los pasadillos del sueño, algo extraño se estaba gestando cerca tuyo. La gente que llora en la calle está desesperada, indefensa. Por lo general, nadie se les acerca o hacen como que no los ven. 

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Hasta ahora nunca apareció el milagro de una Virgen María que ría, por lo general, sucede que lloran sangre y los fieles acuden a verla porque presagian una distopía a la vuelta de la esquina. ¿Por qué llora la Virgen? Se preguntan. ¿Llora por nosotros? ¿Llora por ella? 

También hay personas que son llorones: esos que no tienen amor por su destino y siempre piensan que la vida les debe algo, que el mundo se puso en contra suyo. Por lo general son seres que tienen todas las comodidades posibles y que suelen quebrarse ante la menor contrariedad. Son como esos perros a los que los dueños les pusieron ropa para el invierno y después se debilitan ante los primeros fríos. 

Así es como termina el mundo, no con una explosión, si no con un sollozo, escribió T.S. Eliot al final de un poema hermoso. 

A mediados de los setenta, John Irving escribió una novela inolvidable: El mundo según Garp. El libro, creo, es tan poderoso porque habla de muchas cosas. Habla de lo raro que es para el mundo que una mujer viva de acuerdo a sus ideales y prescinda del amor romántico. Habla de cierta punitividad moral que hay observando nuestros actos. En la novela de Irving, cada vez que alguien  traiciona o hace algo malo, es sancionado brutalmente. Y también cuenta cómo los fanáticos son personas que, en el fondo, no creen en lo que dicen creer, por eso están dispuestos a matar al primero que ataque sus creencias. Es la historia familiar de Jenny Fields y la relación que tiene con su hijo Garp, aprendiz de escritor. Nunca pude olvidar los párrafos que eligió Irving  para narrar cuando Garp, en un avión junto a su familia, piensa en su madre a la que acaban de asesinar: “Todo lo que Garp pudo pensar, en algún punto, por encima del océano Atlántico, era que su madre había pronunciado unas adecuadas últimas palabras. Jenny Fields había concluido su vida diciendo: 'La mayoría de ustedes saben quién soy'. Garp intentó ensayar la frase en el avión: 'La mayoría de ustedes saben quién soy', susurró. Duncan dormía pero Helen lo oyó, se estiró a través del pasillo y le tomó la mano. A miles de metros por encima del nivel del mar, T. S. Garp lloró en el avión que le devolvía al hogar, a la fama, en su violento país”.

Tal vez el mejor jugador del mundo, con todas sus necesidades cubiertas, se vio presa de un engranaje perfecto, un engranaje implacable, burocrático, despótico, que no tiene en cuenta sus deseos ni sus emociones.

El domingo pasado Lionel Messi dio una conferencia de prensa donde anunció que dejaba el Barcelona después de muchos años. Estaba impecablemente vestido y lo increíble es que lloró antes de hablar y durante casi todo su discurso sentido, emotivo. Sin duda era más potente su llanto –esa forma primitiva de hablar- que lo que decía. ¿Por qué lloraba Messi? ¿Lloraba porque veía el final de toda una etapa de su vida? ¿Lloraba porque le prometió a sus hijos que se iban a quedar en Barcelona y ahora los desarraigaba? ¿Lloraba porque se sentía traicionado por el club de sus amores? ¿O porque pensaba que quizá él podía quedarse y que algunas fuerzas oscuras y extrañas lo obligaban a hacer lo contrario a sus deseos? ¿Lloraba porque sintió la mortalidad de todas las cosas por más propagandas que haya hecho diciendo que nada es imposible? Tal vez el mejor jugador del mundo, con todas sus necesidades cubiertas, se vio presa de un engranaje perfecto, un engranaje implacable, burocrático, despótico, que no tiene en cuenta sus deseos ni sus emociones. Ahí donde hay burocracia no hay una pizca de amor. Messi estaba paralizado, con un pañuelo de papel que se pasaba por la cara, para poder soportar la descomposición de su rostro. Tal vez lloraba porque comprendía que era –más allá de los goles geniales, las apiladas fabulosas, los pases milimétricos- una simple mercancía y que lo único que es libre de verdad en el mundo, es el mercado. 

FC

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