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Opinión

No mirar mirar morir

Tamara Tenenbaum Ensayo general rojo

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No creo en la sacralidad de las palabras, o más bien: creo que lo único sagrado es el mandato de seguir viviendo con ellas, y que para eso hay que dejar que los sentidos sean manoseados a gusto y destruidos si hace falta. No me termina de parecer mal, por ejemplo, lo que sucedió con la palabra deconstrucción; pienso que la circulación de una versión chata del concepto (y encima, con toda su orientación al concepto de progreso, muy poco derrideana), puede producir un interés por la versión original que de ninguna manera habría aparecido si nos hubiéramos preocupado por preservarlo en su máxima pureza. Así y todo, a veces tengo la sensación de que lo peor que le puede pasar a una idea es popularizarse: un concepto que salió de la academia y que tenía un uso preciso en determinados contextos puede endurecerse y volverse estéril en su paso a la conversación pop. Ese es el problema, pienso mientras escribo: cuando la popularización, en lugar de flexibilizar el concepto, lo convierte en algo más rígido. Eso sucedió, creo, con el concepto de male gaze, que puede traducirse como mirada masculina.

Aunque el término fue utilizado por primera vez por la teórica norteamericana Laura Mulvey, muchos citan a John Berger como el padre involuntario de la criatura. En Modos de ver, su libro basado en un programa de televisión homónimo emitido por BBC Two en 1972, Berger escribe que los hombres “actúan” (en el sentido no solo de actuar en tanto actores sino de intervenir en el mundo), y las mujeres miran. Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se miran a sí mismas siendo miradas. Esas frases poderosas alimentaron el trabajo de Mulvey, que a lo largo de su carrera argumentó, por ejemplo, que las mujeres tenían que aprender a identificarse con los personajes masculinos para mirar ficciones y colocarse en el rol del sujeto en lugar de aquel del objeto: es así que las mujeres también aprenden (aprendemos) la mirada masculina. Las mujeres aprendemos a mirarnos a nosotras mismas a través del modo en que nos miran los hombres: así aprendemos lo que es bello, lo que merece ser filmado, lo que merece ser contado.

Hay algo poderoso en las ideas de Mulvey, pero también, de a ratos, ya en sus planteos originales se lee un tono profundamente binario. También es objetable, incluso desde el punto de vista de teorías feministas previas a las teorías de género, la idea de que por default la cultura que habitamos y la mirada que aprendemos a ejercer es una mirada masculina: ya en Una habitación propia, Virginia Woolf escribe que “si somos mujeres, pensamos a través de nuestras madres”, para referirse a la línea histórica de las escritoras que la precedieron. Esta forma de pensar la literatura de las mujeres (que obviamente tiene una tradición de autoras mujeres más antigua que el cine) como una especie de tradición paralela fue muy influyente, sobre todo, en la teoría literaria feminista de la segunda ola; es una perspectiva tan binaria como la de Mulvey, si se quiere, pero que al menos pone en cuestión la idea de la cultura como algo construido monolíticamente por varones.

De cualquier modo, es claro que tomada con cuidado, la pregunta por qué es lo que hacemos cuando miramos es una pregunta interesante; pero en internet las cosas rara vez se toman con cuidado. Así, incontables blogs en el mundo angloparlante pero también en español decidieron que el concepto de la male gaze era, antes que una forma de pensar, una especie de test de toxicología: en internet, todos los conceptos se vuelven eso, herramientas para clasificar. Se vuelven hashtags, en algún sentido: etiquetas.

Volví a pensar en la mirada masculina esta semana con la llegada al mainstream gringo de la rosarina Nicki Nicole (que cantó su temazo “Wapo Traketero” en el show de Jimmy Fallon) y la aparición en la escena argentina de la rapera mexicana americana Snow Tha Product, a quien sigo hace varios años, y que en estos días se hizo conocida en el cono sur gracias a su sesión con Bizarrap. Entiendo perfectamente por qué alguien podría acusarlas a ellas (y a Cazzu, a Farina, a muchas otras traperas que sigo y admiro) de ser víctimas o cómplices de la mirada masculina. Y sin embargo también creo, por un lado, que es realmente interesante lo que ellas han producido desde el juego y la parodia de ciertos arquetipos hipersexuados que pedían el trap y el reggaeton; y por otro, sencillamente siento que son talentosas, que son autoras, que en sus letras y en sus formas de cantar (los estilos asopranados y dulces de las argentinas Cazzu y Nicki Nicole, en altísimo contraste con el sonido sucio del trap local; los colores graves, sensuales y frenéticos de Farina y Snow Tha Product) introducen novedades genuinas en la música urbana que sin tener nada de “esencia femenina” definitivamente dialogan con los roles de género que circulan en esas músicas. Sus modos de producción y distribución, sus estéticas y sus poéticas no pasarían ninguno de esos tests de pureza de bloggeras que parecen hechos para ser aprobados solo por neoyorquinas blancas con más masters que talento encima. Pero por supuesto, eso no las hace menos interesantes; ni menos feministas.

Paradójicamente, en cambio, esta misma semana vi los nuevos capítulos de El cuento de la criada, un producto que teóricamente parece salido de un departamento de Estudios de Género, y me pareció que la mirada masculina se había adueñado completamente de la serie; sobre todo, a partir de la matriz “relato de superhéroes”, que en este momento debe ser uno de los motivos más culturalmente hegemónicos en circulación. La dictadura distópica que habitan en El cuento de la criada siempre fue un poco paródica, un poco cómoda: una sociedad de malos malísimos que solo merecía ser destruida, opuesta a un grupo de personas inocentes que no habían hecho nada para merecer semejantes torturas. Sin embargo, había algo atractivo en la primera temporada justamente en la forma de filmar, utilizando los sombreros que llevan las criadas para mostrar las perspectivas que producían esas miradas achicadas, la imposibilidad de mirar hacia atrás o hacia los costados para imaginar un mundo distinto de ese que te ponían delante. A medida que avanzaron las temporadas, el personaje de June fue mutando de miembro de un colectivo, de “una entre tantas”, a “la elegida”: la que nació para liberar a todas las demás, la que a veces toma malas decisiones pero porque tiene una fuerza y una valentía que a veces no le caben en el cuerpo (fuerza y valentía femeninas, por supuesto, de mamá leona, pero en realidad profundamente masculinas, de personaje que en una película de acción hace Liam Neeson). No necesito ningún test para darme cuenta de que esa matriz me aburre: el gran hombre que se recorta de la comunidad para salvarnos a todos. Siempre es un gran hombre, aunque el personaje sea una mujer. Y pienso que quizás me interesa más pensar en esas estructuras, en el modo en que ciertas formas de narrar vuelven estáticas y comprensibles las realidades en términos de formas de organización del poder que ya conocemos, más allá de que las pintemos de rosa o de rojo, que andar llevando la cuenta de los nombres de mujer o planos detalle de tetas.  

TT

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