El papa argentino y el monaguillo ruso
Con pompa y circunstancia y cañones y manteca, un arrogante desfile militar moscovita celebra cada 9 de mayo el Día de la Victoria soviética sobre el hitlerismo derrotado en Berlín en 1945. Este lunes en la Plaza Roja, Vladimir Putin podrá decir (y muchos rusos oír sin incredulidad) “estamos ganando”. Con evidente propósito mítico, el relato enhebrará tres cuartos de siglo de parejos esplendores, al fin jamás por completo empañados, y de miserias del mismo enemigo nazi, alemán o ucraniano. En un discurso seguramente muy claro, como todos los del presidente ruso, no habrá una vacilación, pero su tono general resonará nostálgico y aun elegíaco. Los hechos esenciales han ocurrido antes de iniciarse la historia; las hombradas del Ejército Rojo, que ni existe ni subsiste, quedan en un irrecuperable pasado.
Han transcurrido ya más de 70 días desde el inicio de las operaciones militares de Rusia en Ucrania. Iniciadas durante invierno, se prolongan ahora en una lodosa primavera menos favorable para el avance de masas de tanques y tropas, y menos cruel para las poblaciones bombardeadas. Incluyendo aquellas áreas que desde 2014 se hallan bajo su imperio, hoy las fuerzas rusas controlan un quinto del suelo ucraniano. Parece muy probable que extiendan el campo de batalla, parece muy posible que tarden o fallen en extender su dominio territorial en una superficie mucho mayor, parece bastante imposible que las fuerzas ucranianas recuperen esas regiones rusófonas que desde hace ocho años ni reconocen ni quieren reconocer la autoridad de Kiev. Las hostilidades pueden durar meses. Ucrania ve cómo crecen semana a semana sus recursos para una defensa eficaz, Rusia detecta día a día en su Ejército inesperadas deficiencias y ve crecer la desilusión de la tropa por una ofensiva cuyo coeficiente de letalidad ya había debutado por debajo de las expectativas menos generosas. Los soldados rusos no combaten bien, pero esto no es lo peor: lo peor es que son pocos. Hacia fines de la Segunda Guerra Mundial, el Ejército Rojo liberó Ucrania, encaminado al triunfo sobre el Tercer Reich que celebrará en Moscú el Desfile del lunes. En 1943, la URSS había invadido con tres millones y medio de hombres el mismo territorio donde Rusia ha desplegado desde el 24 de febrero menos que la décima parte de aquellos efectivos. Acaso consiga reunir diez mil combatientes más.
Desde febrero, el papa Francisco ha sido uno de los líderes mundiales más vocales y menos reservados en su propuesta de mediar activamente y en persona con Putin y el presidente ucraniano Volodimir Zelenski para pactar un alto el fuego inmediato: cualquier concesión de parte y parte es a sus ojos redituable si conduce a la firma de un armisticio cuya negociación ha de proteger una tregua. No se le esconde al Papa peronista que esto significa, como lo ha hecho, enfrentar al segundo presidente católico en la historia de EEUU. La política exterior de Joe Biden financia y pertrecha la resistencia y el poder de fuego de las FFAA ucranianas. En política interna, este halcón demócrata transitó un primer año de mandato con resonancias nacionales y populares en sintonía 'peronista': aunque infructuosamente, impulsó en el Congreso un presupuesto que preveía un oneroso financiamiento estatal dirigido a la promoción social. Ahora en campaña para las elecciones de medio término, ha encontrado esta semana como lema de unión partidaria para las legislativas de noviembre la defensa del derecho al aborto.
Pero no es sólo a la Casa Blanca que tiene que persuadir el Papa en su cruzada por llegar a una paz que no sea subproducto de la guerra. Debe también disuadir o morigerar la escalada armamentista, logística y de inteligencia de EEUU junto a la Alianza Atlántica (OTAN), Gran Bretaña y la Unión Europea (UE), que aleja en el tiempo el desenlace del conflicto al dotar a Ucrania de más y más moderno equipamiento y arsenal, y mejor tecnología de la comunicación. Como en otro plano simultáneo perfecciona la puntería personal e institucional y la eficiencia lesiva de renovadas sanciones económicas, Occidente desafía de maneras cada vez menos inocuas a un Estado miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, o, lo que es equivalente, a uno de los cinco socios vitalicios del club oficial de la bomba atómica. .
En silla de ruedas para recuperar más rápido su rodilla derecha, el Papa Francisco reiteró esta semana su pedido de una entrevista personal con el presidente ruso Vladimir Putin para dialogar sobre un alto-el-fuego inmediato; Moscú respondió que el Vaticano será un interlocutor privilegiado, como la primera Roma siempre lo ha sido para la tercera Roma (la segunda fue Constantinopla, hoy Estambul). Caído el imperio Romano en manos bárbaras, caído un milenio después en 1453 el Imperio Bizantino en manos turcas, la cristiana Rusia de los Zares, la comunista Unión Soviética, y la Federación Rusa de restaurada cristiandad se han considerado dignas herederas y sucesoras imperiales, portadoras de la misma antorcha cultural y animadas por el mismo designio (y merecimiento) geopolítico.
En una conversación de cuarenta minutos por zoom, el patriarca de Moscú, Cirilo I, le leyó uno por uno a Francisco I los motivos que justificaban la invasión rusa. Bergoglio lo interrumpió, y le preguntó si no estaba actuando como monaguillo de Putin.
Desde el siglo X, las Iglesias cristianas de Europa Oriental se independizaron del Vaticano. Hay así una Iglesia Católica Romana -la que preside el jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio elegido pontífice romano en 2013- y una Iglesia Ortodoxa Rusa -que preside Vladímir Mijáilovich Gundiáyev entronizado en 2009 como patriarca de Moscú. Aunque el patriarca tiene casi un lustro más de antigüedad al de la Iglesia Ortodoxa que el papa al frente de la Católica, Cirilo I, nacido en 1946, es diez años más joven que el porteño Francisco.
En una entrevista publicada el martes por el diario milanés Il Corriere della Sera, el papa católico romano reveló que en marzo había podido conversar por zoom durante cuarenta minutos con el líder ortodoxo ruso. Es decir, con su más joven colega, pero más antiguo titular de la máxima autoridad espiritual en su respectiva Iglesia. Durante la conversación, el patriarca moscovita prefirió dedicar mucho más tiempo a leer en voz alta un texto antes que a conversar cara a cara. Cirilo I le leyó uno por uno a Francisco I los motivos que justificaban la invasión rusa. Los había escrito en un papel, para no olvidarse de ninguno, y Moscú dedicó así la mejor parte del encuentro a ilustrar a Roma. Bergoglio lo interrumpió, y le preguntó si no estaba actuando como monaguillo del presidente ruso Vladimir Putin.
El papa argentino no está solo, sin embargo, en su intransigencia pacificadora. Que implica el fin de las hostilidades, y al final del camino, sin duda una Ucrania neutral. Es la opinión, expresada, eso sí, sin la intransigencia pacificadora del ex arzobispo de Buenos Aires, de las grandes potencias que acompañan a Rusia en el grupo BRICS. Ha sido la de la India, reiterada esta semana al presidente francés Emmanuel Macron por el primer ministro nacionalista Narendra Mori de visita en París. Y ha sido la del dos veces presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, en una entrevista que publicó en tapa la revista Time. No es ni un punto menor la responsabilidad del presidente ucraniano que la del ruso en que la guerra se vuelva más extensa e intensa, dice el candidato del Partido de los Trabajadores, que espera vencer al presidente Jair Messias Bolsonaro, que busca un segundo mandato, en las elecciones brasileñas de octubre. Si Lula vence, las dos mayores economías de América Latina, Brasil y México, tendrán gobiernos de izquierda. Los dos menos papistas que el Papa, pero, en su común repudio a la guerra, Lula y Andrés Manuel López Obrador son los dos mucho más franciscanos que Joe Biden .
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