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Diciembre 2001 - 20 años

Un puente a la barbarie

Puente de la Mujer

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Las ambiciones de todo un mundo caben en una franja de terreno angosta, de viejas fábricas y silos levantados junto a la costa, alrededor de algún puerto. Montreal, Frankfurt, Oslo, Brooklyn, y decenas más; cada una los remodeló en su propio estilo para terminar produciendo exactamente lo mismo, decenas de restaurantes intercambiables a lo largo del planeta, módulos vidriados, espacios rescatados de su viejo candor industrial. Hasta ahí llegan cada noche las clases medias vinculadas a los bienes transables y el personal anexo de burócratas, financistas, abogados, turistas y arquitectos. Hablan lenguas, comen mal, sienten plenitud. Es un mundo pequeño pero que pomposamente consideramos “el espacio público” y “la economía”, al menos hasta que “el espacio público” y “la economía” hacen sus apariciones menos nobles en su verdadera dimensión de torbellino.

Nuestro sitio de esperanza fue, obviamente, Puerto Madero. En el hermoso libro La Grilla y el Parque, Adrián Gorelik recuerda el gesto categórico e impotente de Sarmiento al construir Palermo encima de la mansión de Rosas, malsepultando el pasado bárbaro de un país que debía mirar hacia adelante. Puerto Madero, al contrario, buscaba en el reciclado una forma del exorcismo. Alejandro Jodorowsky recomienda superpoblar el cuarto con recuerdos del ser amado que acaba de partir para poder despedirlo en su omnipresencia y evadir una permanencia fantasmagórica. En su exceso de grúas y silos, Puerto Madero no recuerda la industria ni los granos ni el pasado, sino la fantasía reaccionaria de la prosperidad.

El 20 de diciembre de 2001, Puerto Madero inauguró una de sus adiciones más reconocibles en el mundo, el Puente de la Mujer, del arquitecto valenciano Santiago Calatrava. Su punta estirada al cielo aún resultaba incongruente con el tramado del bajo porteño, su diseño estilizado “y casi anoréxico”, como decía Guillermo Korn en un relato sobre el puente, no pertenecía a nada. Poco antes del mediodía, yendo hacia el puente caminando por Huergo o por Azopardo se escuchaban sirenas y disparos como ruidos de fondo. Grupos de 10 o 15 chicos aparecían corriendo desde el oeste, amenazantes amenazados. Autos de civil cruzaban con sirenas de un lado al otro por los puentes verdaderos, indiferentes a su nueva adición urbana. Guardias privados se abroquelaban en la impotencia.

En su exceso de grúas y silos, Puerto Madero no recuerda la industria ni los granos ni el pasado, sino la fantasía reaccionaria de la prosperidad.

Sobre el lado este del puente, el de la franja mínima de tierra en el que se levantaban edificios y hoteles cada vez más cerca del río, al costado derecho del puente, había un pequeño montículo de cemento, una placa insólitamente decorada con unas cintas argentinas que retenían una especie de arreglo floral, y los nombres de Aníbal Ibarra y Fernando de la Rúa. Al momento exacto de la inauguración programada para ese mediodía, De la Rúa había renunciado, Ibarra -jefe de gobierno de la ciudad- había huido de sus oficinas escondido en una ambulancia, y la tapa de Clarín producía la fractura que marcaría las décadas por venir: un título con “saqueos... siete muertos y 138 heridos” y otro al lado, “la clase media hizo su propia protesta: gigantesco cacerolazo”.

¿Y la inauguración del puente? Ni noticias. Las cosas importantes no salen en los diarios. Walter Benjamin recuerda que en 1794, los campesinos a 10 kilómetros de Paris aún no sabían que había habido una revolución ni que Luis XVI llevaba un año sin cabeza. Uno podía quedarse mirando la plaquita celebratoria o levantar la vista y entender que la verdadera inauguración estaba ocurriendo delante de nuestras narices, con la desmesura que ni Calatrava hubiera soñado. Se calcula que cerca de 20 trabajadores murieron en la construcción del Puente de Brooklyn hacia finales del siglo XIX. El Puente de la Mujer, a un 10% de su tamaño y 1% de su utilidad, se inauguró sobre 38 cadáveres, algunos que yacían a un centenar de metros de ahí.

El Puente de la Mujer es una atrocidad sólo concebible en la mente de Calatrava, sólo realizable en los roaring nineties que terminó coronando. La estructura de acero y cemento de apenas 160 metros de largo y cinco de ancho pesa 800 toneladas. El coso cruza lo que pomposamente se conoce como “Río Dársena Sur”, y tiene esa aguja de 39 metros de altura que Calatrava vendió como la imagen de una pareja bailando tango, aunque hizo media docena de diseños similares en todo el mundo y en cada lugar dijo que significaba algo distinto, un rayo, el espíritu de un pueblo apuntando al cielo o la forma figurada de un dedo alzado diciendo “miren cómo los cagué”. “Calatrava” debería ser una figura legal, una forma del delito: “Tras comprobarse que el crimen había sido ejecutado de forma cruel y alevosa, el jurado decidió mantener el pedido de la fiscalía y condenar al asesino a la pena de tres Calatravas y medio”, por ejemplo. El puente fue hecho en España y montado en la dársena, los seis millones de dólares del entuerto pagados todos por el financista Alberto González como parte de una campaña de la Corporación Puerto Madero para darle más visibilidad a la zona y enriquecimiento a sus habitantes. Para que ese canalcito de agua siga siendo transitable, el armatoste tiene 20 motores (¡veinte!) que permiten mover la estructura a un lado para que pasen los tres barquitos que tengan que pasar. En sus veinte años de vida inerte, su único momento de vitalidad fue cuando Martín Liut y Buenos Aires Sonora utilizaron sus cuerdas como campanario para crear “El Puente Suena” y darle sus 15 minutos de vitalidad urbana.

En los hechos, el puente une toda la ciudad (o todo el país hasta la cordillera, o todo el continente hasta el Pacífico) con una franjita mísera de tierra donde las reservas ecológicas son arrinconadas por edificios y negocios. Los puentes hablan por lo que unen y separan, es una relación neurótica que desarrollan con su propósito manifiesto. Entre el 15 y el 18 de octubre de 1945, Buenos Aires vive asediada con puentes que suben y bajan al compás de la paranoia. El 16, los obreros del Frigorífico Wilson entran por el Puente Uriburu. Unos 10.000 más usan el Puente Pueyrredón y marchan reclamando la libertad de Perón. Al día siguiente la policía decide levantar los puentes (¿cuántos motores tiene el Uriburu?), pero los obreros cruzan por los puentes ferroviarios, ilevantables. El 16, más obreros cruzan el bellísimo Puente Sáenz en Pompeya. La policía corta el puente. Los obreros cruzan en bote. El 17, la policía de la capital busca levantar los puentes por la mañana, pero ante la pasividad de la provincia decide bajarlos por la tarde: decenas de miles de trabajadores entran a la capital por el Puente Pueyrredón. En el puente Barracas, en cambio, la policía mantiene el puente levantado. “Los compañeros se largaban al agua como podían, usaban los botes, los transbordadores de los frigoríficos, tiraban bancos viejos o cualquier cosa que flotara para hacer balsas”, recordó tiempo después Cipriano Reyes. 

El Puente de la Mujer, en cambio, no une nada con nada, ni los separa. Y si llegara el día en que todo el continente decidiera abalanzarse sobre el este, de poco servirían sus 20 motores. El Puente de la Mujer selló un pacto de muerte con su inauguración, fijó banalidad y sentido, propósito y deseo a un lado y otro del diquecito que a duras penas separaban las dos argentinas, siempre porosas. En algún momento, años después, las placas originales fueron reemplazadas en algún momento de este siglo: de las dos nuevas planchas de acero desaparecieron los nombres de Ibarra y De la Rúa, y la inauguración es un vago “diciembre de 2001”.

En la fábula bíblica de El Capital, Marx decía que las grandes producciones de manufacturas “forjadas en la usura y el comercio” se establecieron primero alrededor de los grandes puertos, lejos del régimen feudal del campo y de las corporaciones de la ciudad que le impedían transformarse en capital industrial. En los Puerto Madero de toda Europa se disolvía la sociedad feudal. En la Argentina, esos silos ya no guardan granos. Pero en uno de esos estaban las oficinas de uno de los lobbistas de Monsanto, por la que pasábamos decenas de periodistas al mes para escuchar el último chisme de la Secretaría de Ganadería y Pesca que regenteaba el Comandante Felipe Solá, cuyo compromiso con la semilla Roundup ® ha sido la verdadera base de los milagros bellos y calamitosos que la Argentina vive desde hace tres décadas. La semilla que nos había llevado a buen puerto (¡ja!) durante tantos años, que nos había permitido construir tantos puentes.

El Puente de la Mujer selló un pacto de muerte con su inauguración, fijó banalidad y sentido, propósito y deseo a un lado y otro del diquecito que a duras penas separaban las dos argentinas, siempre porosas

La obra, el puente, es, entonces, una de las obras más inútiles y banales. Pero en la economía simbólica de la Argentina del siglo XXI, la inauguración de un puente uniendo dos orillas que se derrumban era algo más que un fracaso. Por ahí pasaron una cantidad insignificante de personas, pero de una costa a otra cruzaron las mercancías personificadas que le dieron forma a la nación presente. Martín Rodríguez bien dice que tras el 2001 “no hubo una sola parte de la sociedad que no asumiera que si se moviliza y sale a la calle obtiene cosas”. Los primeros en entenderlo fueron Macri y el plantel de visionarios que le dio forma al PRO y que cifra en el descalabro del 20 de diciembre el momento en el que decidieron cruzar el puente, dejar atrás la parcela chica y salir a conquistar la otra orilla, convertir el confort de la costa en una prioridad de masas y electoralmente competitiva. Si no les gusta, armen un partido y crucen el puente para construir una barbarie a la medida de sus temores.

El tránsito se multiplicó convulsivamente, porque en las décadas siguientes, hordas de cabecillas peronistas hicieron el trayecto opuesto, atraídos quién sabe porqué, y supusieron que para calmar los fuegos del 2001 tenían que hacerse fuertes en la ciudad chica, y entonces hasta ahí marchó el kirchnerismo y sus derivados, montando al otro lado de la canaleta sus chiringuitos de lavado de dinero, las cenas irredentas y hasta el departamento inmenso y desolado en el que Alberto Fernández pasó sus años de cuarentena antes de regresar airoso y triunfal. En la inmensidad del tráfico que soportaba el puente de Calatrava se cruzaban unos y otros. ¿Se hablaban? ¿Paraban un rato acodados sobre las cuerdas de acero para comentar sobre los nuevos vecinos? ¿Se preguntaban por los nombres de las calles, por esas mujeres? Después de cruzar, ¿doblás a la derecha en Juana Manso o en Olga Cosentini, que en los dos siglos precedentes imaginaron las patrias del otro lado? 

¿Quiénes cruzan el puente de forma inconmovible, anónimos como el grito desesperado de Munch? Natalia Fortuny, analizando las representaciones artísticas del 2001, rescata el trabajo de Nuna Manguante sobre “los abstractos del poder, los intangibles”, a los que describe como esos “humanos que deshumanizan, los constructores de muros”. Pero como en el equívoco está el sentido, en el 2001, los intangibles construyeron sus muros transitando por nuestros puentes.

He ahí la cuestión: el puente chico hacia la nada, levantado tímido entre la humareda de los gases y el olor a muerte, señalaba con su puntita otro legado del 2001, no el de la épica pero tampoco el de la exasperación, sino el de la convicción de que la única forma de hacer el país gobernable era hacerlo más chico, el verdadero núcleo duro de la democracia de este siglo, nuestra política de Estado, el segundo pacto de la transición. En los ’80, la Franja Morada de arquitectura ideó una consigna que se haría generacional: “Hoy es tiempo de construir más puentes que paredes”. Veinte años después, sus herederos le encontraron la vuelta para asegurar que, derribados aquellos muros, estos puentes no fueran a ninguna parte. Los planes sociales, que habían irrumpido en la Argentina al mismo tiempo en que se empezó a concebir el Puente de la Mujer como un recurso temporario para amortiguar el aluvión de calamidades que trajo la reforma del Estado, se incorporaron al paisaje nacional como la punta de Calatrava. Puente y planes, una Argentina para todos. 

La eficacia de la democracia argentina de este siglo quizás pueda medirse en que nunca se hayan traspasado esos límites de la tensión política, que las ambiciones más humanistas y las más crueles se hayan contenido dentro de sí. Puente y planes, una Argentina para todos y todas. Como horizonte, esa fórmula tomó forma en la clase dirigente entre el humo y el puente. Su eficacia guió el curso de este siglo y hoy está dando sus últimas bocanadas de legitimidad ante un mundo nuevo que ya no encaja en esa bitácora de supervivencia. Y que en los bordes de lo que vemos, también producirá otros símbolos, otros puentes a ninguna parte.

ES

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