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Opinión

Raul Hilberg, sinfonista de la destrucción

La entrada al campo de concentración de Auschwitz

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Está la Historia y están las historias. Por lo general las historias acompañan a la Historia. Pero a veces siguen su propio camino. La historia del nazismo, por ejemplo, es un campo de estudios casi autónomo, en donde los criterios y períodos de la Historia suelen ponerse a prueba. Allí por ejemplo, un historiador marxista como Tim Mason puede concluir que el nazismo no estaba determinado por la economía, sólo por la política; y un politólogo como Karl Bracher puede afirmar que el III Reich no se explica por sus instituciones ni grupos de interés sino exclusivamente por la voluntad del Führer.

Si la historia del nazismo es una historia aparte, la del genocidio nazi es una historia aparte de la historia aparte. El nazismo fue estudiado casi en tiempo real por obras como Behemoth: La estructura y la práctica del Nacional Socialismo (1942), de Franz Neumann. La matanza sistemática de judíos, en cambio, fue un hecho que los vencedores prefirieron obviar. “En el clima general, la atención de los judíos norteamericanos se dirigía hacia Israel y los árabes, mientras que los norteamericanos en su conjunto tendían a pensar en la Guerra Fría con la Unión Soviética. En esa época, se solía decir a las personas martirizadas por el recuerdo―los supervivientes―que olvidaran lo que había pasado”, recuerda Raul Hilberg, quien prácticamente fundó la historia del Holocausto en 1961 con su libro La destrucción de los judíos europeos. Preguntar qué había pasado, y cómo había sido posible, más allá de las fábulas morales (los nazis son malos) o metafísicas (el Hombre es malo), se pagaba con soledad y suspicacias. Las Memorias de un historiador del Holocausto de Hilberg, editadas en Argentina por Edhasa y (mal) traducidas por la española Arpa (empezando porque su título original es Politics of Memory) son una breve y soberbia historia de cómo se hace historia. Y de cómo se hace un historiador.

Preguntar qué había pasado, y cómo había sido posible, más allá de las fábulas morales (los nazis son malos) o metafísicas (el Hombre es malo), se pagaba con soledad y suspicacias.

Raul Hilberg nació en Viena y se crió en el corazón de un desamorado matrimonio judío de clase media. El pequeño Raul amaba los mapas y los trenes, e ignoraba a Dios. La anexión de Austria por el III Reich expulsó a los Hilberg a Nueva York: su estatus social descendió y el desamor se agravó. Raul terminó el colegio y empezó la universidad sin asimilar del todo a su nueva tierra, ni siquiera cuando peleó la Segunda Guerra Mundial: “La granada de mano norteamericana me parecía un homenaje al béisbol”. Al llegar con su división a Múnich, se alojó en la sede central del partido nacionalsocialista y pudo ver la biblioteca personal de Hitler. Retornado a Estados Unidos, fue contratado para ordenar la documentación alemana que el ejército había secuestrado. Trabajaba junto a varios exfuncionarios y militares del III Reich, ahora al servicio de Estados Unidos.

Con esos documentos Hilberg elaboró su tesis, que dirigía su profesor de Ciencias Políticas, Franz Neumann. En Behemoth Neumann había descrito al III Reich como un Antileviatán, una estructura caótica y descentralizada en donde el Partido, el Ejército, la Industria y la Burocracia tenían cada una los atributos de un Estado y operaban por su cuenta. Hilberg empleó esa estructura para estudiar la administración del genocidio como un proceso burocrático, no impuesto a sangre y fuego. Contradiciendo la sensibilidad de su época, fijó su mirada en los culpables y no en la víctimas, se desentendió de la narrativa épica (“incluso la pasividad era vista como una forma de resistencia”) y atendió al rol de los consejos judíos en el proceso, en su adaptación y cooperación con las autoridades nazis. “Al investigar y escribir no seguí simplemente otra dirección, sino una totalmente opuesta al sentir perpetuo de la comunidad judía”. Neumann aceptó dirigir la tesis de Hilberg con una sentencia: “Será tu funeral”.

El politólogo y el historiador

La de Hilberg era una empresa ética e intelectual: fundar la historia de una aberración de la Historia, de lo que parecía sólo horror sin sentido. En esa empresa debió trabajar la forma y el contenido.

Escribir cualquier cosa es un arte, y el arte imita al arte. Frente a la hoja en blanco están quienes imaginan una película, quienes pintan viñetas y quienes pensamos en música. El capítulo de las Memorias sobre la escritura es un pequeño tratado estético: “El artista sustituye una realidad que se está desvaneciendo por un texto. Las palabras que se escriben así tienen lugar en el pasado; estas palabras serán más recordadas que los sucesos mismos. Es aplicable a toda la historiografía, a todas las descripciones de un hecho. No obstante, mi tema era inmenso. Los alemanes no tenían ningún modelo para lo que hicieron, ni yo tampoco para mi narración. Pero más tarde sí me percaté de que estaba componiendo algo. No era una obra literaria, sino más bien una musical”. Hilberg era un melómano de paladar clásico, casi popular: Rossini, Verdi, Vivaldi, Mozart. Y Beethoven. De la sinfonía Eroica tomó la simetría de su libro; de la sonata Appassionata, que “no podía gritar en mil páginas, que debía suprimir la sonoridad y las reverberaciones y que solo podía aflojar las riendas en casos muy, muy concretos”. Como cientista social de los años 40, Hilberg es un devoto de la objetividad: se prohíbe incluir experiencias personales, rechaza términos como “exterminio”, sufre los excesos kitsch de los editores. Por debajo de esa austeridad espartana, su prosa deja ver una ironía que la economía de la escritura hace aún más efectiva.

Si la necesidad de narrar la destrucción llevó a Hilberg a escribir como un sinfonista, el contenido del relato lo hizo pendular entre dos disciplinas que no pueden ser más distintas: la Historia y la Ciencia Política. La primera, tan vieja como la civilización occidental, se concentra en lo particular, lo concreto y probado, sin peticiones de principio. La segunda, nacida en 1857 en la Universidad de Columbia, también trabaja con datos pero los acomoda en modelos y esquemas generales. Hilberg estudió en Columbia y encaró su investigación como un politólogo: “Debía dibujar un esquema lo bastante rígido y exhaustivo para soportar cualquier documento que pudiera encontrar”. Serán la dimensión de su tema y la lucha por contarlo los que harán de este politólogo norteamericano un historiador europeo.

Maldito sea de día y maldito sea de noche

La maldición de Hilberg empezó en 1954. Ese año Neumann murió en un accidente de tránsito y él debió terminar su tesis en orfandad académica. Luego comenzó su penoso periplo laboral: enseñó una temporada en la Hunter College de Nueva York, bajo un director levemente antisemita, y otra en la Universidad de Puerto Rico, bajo un director abiertamente racista. Junto a la Iglesia católica y los independentistas boricuas, conspiró para denunciarlo y consiguió quedarse sin trabajo. Finalmente, recaló en Vermont con la idea de que “la discriminación contra los judíos estaba muy extendida y probablemente no pasaría ni la entrevista. Al llegar a Burlington, Vermont, respiré tranquilo. La discriminación era contra los católicos”. Trabajó allí sin licencias ni subvenciones para investigar, ganando poco y viviendo en un monoambiente en el barrio católico. Mientras tanto, a su tesis no le iba mejor: las editoriales se negaban a publicar entero un libro tan largo; la Universidad de Princeton, asesorada por Hannah Arendt, consideró que aportaba poco; y el Yad Vashem, la autoridad israelí en Memoria de las víctimas del Holocausto, repudió sus fuentes alemanas y su visión de la resistencia judía. Finalmente logró publicarla gracias a dos hechos fortuitos: el mecenazgo de Frank Petschek, un exiliado checoslovaco que había perdido sus bienes con las confiscaciones nazis, y el secuestro de Eichmann en Argentina para su enjuiciamiento en Israel.

Una vez publicado, La destrucción de los judíos europeos libró una guerra de treinta años: Hilberg fue maltratado en Israel, abucheado en una conferencia en Nueva York, plagiado y despreciado por igual. Hannah Arendt lo citó profusamente en su ensayo Eichmann en Jerusalem para sostener una tesis del todo ajena a Hilberg: “Arendt no discernía las grietas que había encontrado Eichmann en la maraña de la máquina administrativa alemana para llevar a cabo sus acciones sin precedentes, ni comprendía la dimensión de lo que había hecho. No había ninguna 'banalidad' en ese 'mal'”. Pero el prestigio de la politóloga y la repercusión de su ensayo arrastraron a Hilberg a una polémica ajena, la de Arendt con los judíos. Un conflicto que ella no resistió y cuyo precio cobró a Hilberg. “Cuando Arendt escribió el epílogo para la segunda edición de su libro sobre Eichmann se había vuelto resentida. Está claro que tenía una necesidad personal de aislar el fenómeno nazi. Pero rechazando mis ideas, también intentaba mejorar su autoestima. Al fin y al cabo, ¿quién era yo? Ella era pensadora: yo, el jornalero que únicamente escribió una triste crónica, aunque indispensable en cuanto la hubo explotado: ese era el orden natural de su universo”.

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Cansado y vapuleado, Hilberg se refugió en Vermont: compró una casa, se divorció, hizo carrera en la Universidad. El estudio del genocidio nazi crecía en el mundo a la luz de su libro. La guerra de Vietnam acercó a la sensibilidad norteamericana al genocidio; la Historikerstreit confrontó a los alemanes con su pasado. Claude Lanzmann entrevistó a Hilberg para el documental Shoah. Daniel Goldhagen publicó Los verdugos voluntarios de Hitler, un bestseller que considera a todos los alemanes culpables del Holocausto. Hilberg criticó la tesis de Goldhagen y consideró que tenía algo más que decir. Ejecutores, víctimas y testigos (1992) narra el genocidio desde la vida cotidiana de la gente común: “La destrucción de los judíos era el contexto en sí mismo, la realidad inamovible, y, dentro de ese estallido extraordinario, buscaba todo lo que fuera ordinario”. Buscaba historias en la Historia. 

Hans Adler, sobreviviente de Auschwitz e historiador del gueto, apuntó que Hilberg “habla desde el punto de vista de una generación que no se siente afectada directamente, desconcertada, resentida y crítica, no solo con los alemanes sino también con los judíos”. Reinhart Koselleck, historiador y voluntario del Ejército alemán durante la II Guerra Mundial, dijo que la Memoria privatiza a la Historia: deja un fragmento del pasado en manos del relato de un grupo identitario. Hilberg rompió la Memoria para hacer Historia.

Ejecutores, víctimas y testigos fue ignorado en Estados Unidos. Para entonces, Hilberg era un autor más leído en Europa. Él, que había boicoteado cualquier cosa alemana desde que abandonó Austria, se encontró cenando con su editor alemán, que lo invitó a visitar Viena. Sus Memorias cierran recorriendo sus calles, su barrio, el departamento todavía ocupado por la mujer que expulsó a su familia en 1938. Tocó el timbre pero no estaba en casa. Y dedicó el resto de la tarde a pasear feliz por la ciudad de su infancia, la ciudad anclada en el siglo XIX, negadora de su pasado reciente, de su responsabilidad. “No podía evitar admirar la manera en que los austriacos pronunciaban la lengua alemana: con su ritmo y su claridad, constituía por sí y en sí misma una demostración de la perfección”, concluye Raul Hilberg, historiador europeo.

AG

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