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Opinión - Y después es ahora

Un retrato, un domingo sin celular y la obsolescencia programada

Un retrato, un domingo sin celular y la obsolescencia programada

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La mañana del día del padre mi teléfono dejó de funcionar definitivamente. Venía desde hace tiempo ya con todo tipo de caprichos pero de algún modo inconfeso me había propuesto ganarle la pulseada a la obsolescencia programada y ver qué había más allá. Más allá, en mi caso, hubo un teléfono que no encendió nunca más. Me dije entonces que no era tan grave dado que mi padre ya no recibe mensajes ni saludos ni abrazos y que mi hijo pasaba el día con su propio papá. Un día sin urgencias ni anhelos, bien. Lamenté sí, y bastante, no poder saludar a mis amigos convertidos en padres, bastante lo lamenté, porque compartimos mucho esto de estar de este lado, de juntar a los niñes, fines de semana, vacaciones, todo lo que se pueda, otro momento más en nuestro largo historial amistoso, ahora verlos paternar.

Unos días antes, cuando cerraba la columna de hace dos semanas, advertí que saldría el sábado anterior al día del padre y la foto que había elegido para acompañar el texto era una que a primera vista podía ser asociada a esa celebración y sin embargo se trataba de mi hermana de bebé en brazos de otro hombre, que era no su papá. Y la columna no hablaba de eso, del día del padre. Un poco me divertía esa divergencia, ese chanfle, ese sí pero no.

Ese domingo no vi venir la angustia. Y el día se me cae encima.

Tengo en la biblioteca siempre polvorienta de mi habitación una foto con mi papá, del 2007. Estamos en el Centro Cultural Recoleta, mi papá me abraza con fuerza y cara graciosa, yo muestro todos los dientes como signo de indignación con humor. Ese día era la entrega de premios del concurso de nueva novela que organizaba Página12 y del que había sido finalista. Lejos estaba de saber que a la hora de la entrega de este tipo de premios los ganadores siempre saben que ganaron, no hay sorpresa a ese nivel. La ganadora de ese año fue Aurora Venturini con Las Primas y, más allá de la decepción que se remó bastante fácil, fue hermoso y esperanzador ver subir al escenario a una señora de 85 años con bastón a recibir un premio y que en su nombre presumía la palabra nueva. Una verdadera reivindicación. Y tanto no sabía que el que gana lo sabe desde antes que ese día estaban ahí mi mamá y mi papá. Y después de la entrega de premios, con la tranquilidad y el vacío del no, me emborraché con alguna cosa que convidaron, vino blanco, vino tinto o champagne. Sé que todos esos dientes expuestos y ese abrazo cómico con mi papá son producto del jaleo del alcohol al final de tarde con el estómago vacío y los nervios dejados atrás.

Nos hacíamos muchas bromas con mi papá. Más que bromas eran chanzas. Durante muchos años estuve convencida de que él tenía amantes y absorbía esa sospecha que era certeza pero sin pruebas en la historia de que tenía una familia en Temperley. En este relato tenía una mujer e hijos, dos, más jóvenes que nosotrxs, como de una segunda tirada. Y cuando debía viajar y pasar la noche afuera, una o más, le decía: ¿Te vas a Temperley? Y mi papá se reía y a mí no sé por qué me daba una sensación tranquilizadora pensar que si andaba en algo, yo le establecía esa complicidad con el concepto Temperley, aunque pensándolo bien no sé si era complicidad o control. Un poco y otro poco.

Después de que muriera nos juntamos con mi hermano a preguntarnos quién fue ese señor, lo decíamos así. Probablemente tampoco hayan sido tantas las veces porque mi hermano ya no vivía en Argentina hace tiempo, pero seguro que más de una vez hemos tenido esa conversación, la de quién fue ese señor para cada unx de nosotrxs, ese papá. Es muy curioso cómo un mismo tipo puede ser un padre tan distinto para cada une. Eso no me deja de sorprender. Distintas variables, distintas combinaciones, distinto momento de la vida, distinto papá.

Ese mismo domingo moría Juan Forn. El lunes, cuando todos hablaban de eso, además de sentir mucha pena a distancia, reparé en que la mayoría de sus colegas comentaba lo prematuro de su muerte. Muchxs decían en sus comentarios, que se fue demasiado joven. Mi papá tenía la misma edad que Forn cuando murió. Doble estocada.  Mi papá no recibió el duelo que merecía, aunque no sé si los duelos se merecen, pero sin duda hay momentos y momentos para morir. La muerte de mi papá, a los 61 después de la de mi hermana, a los 19, claramente entraba dentro de lo que se puede soportar, o por lo menos entender. Ahora me pregunto si me habré impuesto ese mismo argumento para no sufrir tanto, para no sufrir más. ¿Habré de ese modo sido justa conmigo, con él? Siempre me admití que lo peor había sido la enfermedad, peor que la muerte, ese sufrimiento, esa degradación. A veces, cuando hablo con alguien, me mencionan que escribí una novela acerca de eso y si eso no sanó. Y suelo decir entonces que curiosamente ese señor que agoniza y muere en la novela no es mi padre y que la narradora no soy yo y por más ridículo que suene eso es verdad y entonces es un desplazamiento que no cura nada y es algo, pero no curar.

De los primeros días después de su muerte, recuerdo pensar en qué momento el peor de los panoramas, el peor de los pronósticos es el que había tomado el lugar definitivo, el que se instaló como lo real. De todas las posibilidades y desvíos y ramificaciones que había una vez detectada la enfermedad, este desenlace. Algunos meses para ir haciéndose a la idea pero a la vez, por qué a esa idea si había tantas otras detrás de las cuales también se podía ir y mejor.

Gerardo Paula tenía una espalda gigante que confundía a la gente que lo tomaba por deportista aunque lo más cerca que estuvo del deporte fue en un partido de volley en un encuentro de fin de año con sus compañeros de oficina que terminó con su tendón de Aquiles enrollado a la altura del trasero y un yeso petrificándole la pierna entera. 

A Gerardo Paula le gustaban mucho los chacinados, incluso a la hora de desayunar. Llegaba también a comerlos si ya presentaban una pátina verduzca, por no tirar.

A Gerardo Paula le gustaba trabajar la madera y era muy ducho con eso. Compartían con su papá Willy la afición por las herramientas y el banco de trabajo. Siempre tuvieron cerca algún tipo de tallercito, que en nuestra casa mi padre instaló en el altillo, donde también se había ocupado de hacer el revestimiento del techo en madera.

Mi abuelo Willy y mi papá hicieron juntos una casa de muñecas de madera para mí, pintada en colores. Más que de muñecas era de tamaño Playmobil, que era también con lo que más jugaba. Era bastante grande y ocupaba una porción importante de la habitación que compartía con mi hermano.

Gerardo Paula tuvo madre y padre alemanes a los que también les gustaba la música y comer, eran alegres y festivos. Dice mi mamá que fue una casa en la que quiso quedarse desde la primera vez que fue, por cómo se vinculaban entre ellos, porque había calor de hogar en lo de los otros Paula, los de Ballester. Aunque los otros seríamos nosotrxs, en realidad.

Gerardo Paula hablaba poco, se reía mucho y le gustaba silbar.

A Gerardo Paula le gustaba abrazar, dar besos, hacer cosquillas, juegos de manos, caricias. Claramente era el ala física del matrimonio.

No sé si sé quién fue mi papá.

Sé que durante muchos años sólo lo vi de noche y los fines de semana en los que, por lo general, nos íbamos a una quinta que compartíamos con mis abuelos en Escobar y ahí lo que él hacía era conducir el auto de ida y de vuelta, ayudarle a mi abuelo con el asado, trabajar en lo que fuera necesario en la quinta: plantas, pasto, alambre, la casa, colgar las hamacas para nosotrxs y volver a descolgarlas después. Así que aún ahí seguía manteniendo la distancia de quien se protege tras una actividad: papá siempre estaba haciendo algo. 

A mi papá no había que molestarlo hasta que no se hubiera sacado el traje y comido algo, eso era un acuerdo interno familiar. Sin conflictos hasta después de cenar y aún ahí, matizados. Me parecía evidente entonces pero ahora no entiendo tanto de qué lo teníamos que proteger. ¿De haber decidido tener una familia con tres hijxs?

Cuando era chica y lloraba por algo, Gerardo me decía “no hagas teatro”. Eso sí que no sé si lo diría en castellano o en alemán, pero en el idioma que fuera me resultaba sumamente ofensivo porque cuestionaba lo que sentía. Para mi padre no era tan así lo que me pasaba, sino que lo estaba representando. Me humillaba y daba furia ese comentario. Curiosamente es a lo que me dediqué. 

Una vez me reí de mi papá porque encontré su libreta universitaria y su promedio de ingeniero había sido un 4 o un 6. En lugar de reírse conmigo mi viejo me mandó a terminar una carrera primero, con el promedio que fuera, y a reírme después. Ganó él.

Otra vez le dediqué una postal para su cumpleaños y le escribí algo como que me había dado cuenta de que el patrimonio que él nos heredaba no era material sino simbólico, con amigos alrededor del mundo y a él, lejos de recibirlo como un halago, le pareció ofensivo. Calló durante días y olvidó la postal enganchada del espejo de su habitación en un hotel de Bariloche. 

Unos meses antes de que le detectaran la leucemia, yo ensayaba una obra de teatro que había escrito y dirigía. Para la escenografía usé algunos muebles de mi familia, entre ellos un pequeño escritorio que mi hermana había pintado de negro en algún momento. A mí negro no me servía, lo necesitaba color madera otra vez, y le pregunté a mi papá si acaso lo lijaba y lo volvía al color original. Para mi sorpresa mi papá se resistió: por más pequeño que fuera era un trabajo demencial rasquetearle toda la pintura negra y dejarlo bien. No creo que haya llegado a ofenderme, pero pensé que era raro su gesto de negarse y callé. Un día estaba en la calle y él me llamó por teléfono a uno de mis primeros celulares, sino el primero. Era raro que él me llamara directo, siempre teníamos de intermediaria a mi mamá. Él quería entender de primera mano cuán importante era para mí contar con ese escritorio pulido. Y no sé qué le habré explicado en ese momento pero fue suficiente y él accedió. Hizo el trabajo molesto con absoluta pulcritud, sin rastro del negro previo y con un barniz que lo dejó reluciendo. Le debe haber costado mucho hacerlo porque se fatigaba fácil ya, por su enfermedad, y no lo decía.

Mi papá no llegó a ver esa obra que, además, gira en torno a un padre ausente. Nosotros ensayamos esa obra que lejísimos estaba de mi biografía cuando la leí, la amé, la adapté y la ensayé. Pero como casi siempre en esta vida en la que el deseo viaja por hilos invisibles y se comporta de modos inesperados, los hechos se amoldaron a la ficción y ese teatro que mi padre me negaba fue lo que marcó el rumbo, e impuso su relato, su forma de contar.

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