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Opinión

Rompan todo y el bajo fondo de Santaolalla

Gustavo Santaolalla

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¿Con qué rompe Rompan todo, la reciente serie de Netflix sobre el rock latinoamericano? ¿Remite a algún punto de quiebre más allá de citar una canción de Los Shakers, de 1965? La respuesta llega con los primeros minutos de flaqueza conceptual. 

El documental contó con la dirección de Picky Talarico y la tutela ejecutiva de Gustavo Santaolalla. El ex integrante de Arco Iris se desempeña también como el organizador de los sentidos de esta serie de seis capítulos con rejuntes de Youtube y testimonios inocuos (Andrés Calamaro vindica el sexo, la droga y el rock and roll con un mate en la mano). Para entenderlo mejor debemos remontarnos brevemente a 1973, es decir, el año de Artaud, de Luis Alberto Spinetta, Candiles, de Aquelarre, e, incluso el por momentos bello Inti Raymi, de Arco Iris. Aquel año, en la revista Pelo, Santaolalla le extiende el certificado de defunción al rock. 

  “Consideramos que todas las músicas cumplen un ciclo vital que el rock ya cumplió, y no sólo como música sino como movimiento social y cultural está muerto”, dictaminó. Hay que decir que esas bravatas carecían de adhesiones. “Yo no me bancaba a Arco Iris y su propuesta fascista. Odiaba toda esa mano de incorporación de instrumentos autóctonos a la fuerza, a propósito”, llegó a decir Spinetta. Billy Bond, el alma mater de La Pesada, calificaba en 1972 de “macrobióticos” los llamados de amor de Arco Iris. “No se puede postular eso cuando estamos comiéndonos unos a otros”, decía Bond. En aquel 72 de ascenso de la conflictividad social, Bond dejaría su triple e indeleble marca, pasada por alto: Volumen II de La Pesada, con la versión de “La Marcha de San Lorenzo”, su supuesto llamado a “romper todo” el Luna Park, durante un fallido concierto colectivo, tras la irrupción policial y, por último, Tontos, la “operita” que queda como uno de los momentos más radicales del rock a lo largo de su historia.

El género se hacía notar a partir de los setenta por su enorme e inédito poder sónico y olas de creatividad. En ese contexto, “Arco Iris convivía con el malentendido, muchas veces provocado por ellos mismos”, según la definición del ensayista Norberto Cambiasso. Esos equívocos fueron acaso derivaciones de una vida en comunidad ascética bajo el liderazgo de la musa Dana. Santaolalla debió necesitar algo más que la sublimación a través de la guitarra. La descarga retórica, acaso. Pero, también, un afán temprano de construir paradigmas y ofrecer alternativas. La vida discipular le ofreció una enseñanza y él mismo fue luego gurú, aunque por otros medios, el de la producción musical global (inventó la mejor Bersuit) y hasta la inversión vitivinícola. Rompan todo le permite articular varios de esos planos.  

Su punto de partida debió haber sido la irrupción de Los Beatles, porque es ahí donde se produce una ruptura frente al refrito mexicano del rock de los cincuenta. La serie carece de organización coral. Las opiniones son irrelevantes. Rubén Rada habla de Billy Caffaro, cuando debiera haber contado algo acerca de El Kinto, el grupo que formó en 1967 con Eduardo Mateo y que combinó de manera iluminada el rock con el candombe. El relato podría haber sido organizado como un viaje de la pureza a la hibridez. Se podrían haber iluminado los complejos vínculos con otras formas de radicalización generacional. Habría sido interesante discutir cómo se ha pasado de un universo con olor a huevo al rol creciente de las mujeres. O interrogarse, como lo hizo Pedro Aznar en uno de los escasos momentos de verdadera lucidez del documental, acerca de la conversión de “una música de culto” en otra “estandarizada” en tiempos de streaming y algoritmos. 

Pero no. Lo que predomina es un ejercicio de recordación autoindulgente (el talentoso Calamaro llega a comparar a Tanguito con Syd Barret). En esta historia contada por ellos mismos, el testimonio del viejo roquero deviene verdad. Una pena, porque hay muchas cosas para decir y pensar más allá de sus palabras. Está claro que no puede lograrse cuando se es juez y parte. Para colmo ninguna opinión es puesta en entredicho. Un ejemplo: Bond recuerda el episodio del Luna Park y su llamado a “romper todo” ante la frustración de la platea. Lo considera el segundo acto de rebeldía frente dictadura después del Cordobazo, en 1969. No merecía quedar en ridículo. Seguramente los editores tampoco sabían que entre ambos episodios habían existido el Rosariazo, las protestas en Mendoza y resistencias de todo “calibre” en otras partes del país (el problema de la violencia política argentina se trata con una ligereza pasmosa).

El esfuerzo por situar los contextos es tibio. El caso mexicano está muy mal explicado. No se habla de La Onda y su papel en los sucesos que derivaron en la matanza de Tlatatelolco. Ese espacio contracultural en el que, de acuerdo con Carlos Monsiváis, el Che Guevara, Malcolm X, Allen Ginsberg, Fidel Castro y Mick Jagger descansaban como pedestales de significación, fue completamente inédito. El Estado mexicano y el poder mediático respondieron con violencia y homofobia. Era el mismo Estado que favorecía la Nueva Canción latinoamericana, el jazz y la canción de protesta, además de cobijar al exilio regional. Su intolerancia hacia el rock (parecida a la cubana) fue mayor que la dictadura argentina, que casi siempre se enfocó en cuestiones contravencionales.

En un momento, Talarico (hombre avezado en clips musicales…muchos producidos por Santaolalla) recupera una vieja entrevista de Antonio Birabent a Pappo en la que le pregunta sobre el “el sentimiento” de la época en la que se formó. “La libertad”, dice. Acto seguido, se ve una imagen aérea de Chile sobre la que se imprime una voz de tonos dramáticos. “¡Aquí estamos afianzando nuestro derecho a construir un porvenir de justicia y libertad, de abrirnos paso hacia el socialismo!”. El que habla es Salvador Allende. El discurso tuvo lugar el 22 de junio de 1973. El presidente advierte sobre los peligros en ciernes. Tres meses más tarde se había consumado el golpe. El sintagma “libertad” no puede unir tan ligeramente a Pappo y Allende, y más cuando esa palabra tenía tantos usos encontrados: el grupo de ultraderecha que acosó al Gobierno de la UP se llamaba, precisamente, Patria y Libertad. Rompan todo intenta ubicar a Víctor Jara en una posible genealogía del rock por su espasmódica versión electrizada junto con Los Blops de “El Derecho a Vivir en Paz”. El asesinato de Jara por parte de los militares provocó estremecimiento mundial y fijó claramente en América Latina los límites del ejercicio musical bajo el estado de excepción. Esos efectos son pasados por alto. Por su parte, Los Jaivas son tratados como un hecho meramente visual. No se comprende su enorme importancia. Curiosamente son los chilenos los que aportan la mejor perspectiva de las relaciones entre las obras y el contexto. “Hemos sido la banda sonora de ese período de mierda”, dice Álvaro Enriquez, de Los Tres, sobre la transición democrática en su país, con el general Augusto Pinochet como jefe del Ejército hasta su arresto en Londres en 1998.

 Los editores eligen a su vez presentar a Los Prisioneros con su tema “Por qué no se van”. Desconocen que “El baile de los que sobran” se convirtió en una canción señera del estallido social de 2018 que hizo cimbrar a Chile. Ese desliz muestra hasta qué punto todo se cuenta en pasado. En cuanto a Argentina, el tema Malvinas parece incrustado. No se entiende la mea culpa de León Gieco por haber participado de un festival musical en plena guerra. Su arrepentimiento queda en el aire porque ni siquiera se plantea qué tipos de pequeñas disidencias fueron posibles para el rock bajo el terrorismo de Estado.

La música latinoamericana, como tal, es una categoría muy discutible, salvo que se la entienda desde los Grammys latinos que el autor de “Mañanas campestres” acumula junto a sus Oscars. De Rompan todo se desprende que el entrevero entre lo autóctono y el rock tuvo a Arco Iris como figura esencial. Brasil no existe. No se nombra a los Wara, de Bolivia, ni Polen, de Perú, o Génesis, de Colombia. Por el contrario, este último país irrumpe en escena casi como descubrimiento del zar Gustavo. Y ahí se encuentra otro de los problemas de la serie. Tiene que ver con el modo en que se articula con su primera persona: él y la fusión, él y su mirada de la new wave (y su controversia con Charly), él y su ojo avizor en el negocio de la producción musical latinoamericana, él y sus insípidas formas de actualización del tango, con Bajo Fondo; Él (ya deberíamos haberlo escrito con mayúscula) y su capacidad de imaginar el futuro. David Byrne le funciona como nota al pie y garantía de legitimidad anglosajona. El rock –cierra Santaolalla-, se encuentra en estado de hibernación. 

El documental es de algún modo una manera de contarse. De la vida monástica hasta su centralidad como exitoso productor en momentos que el género es un producto globalizado, un lugar en el que claramente cobra mayor importancia la música mexicana. Habría sido mejor y hasta merecido una película sobre semejante peripecia personal.

AG

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